Julia Josepha
Fui a una tienda de libros usados en el barrio de Malasaña, Madrid. Me encontré con lo de siempre: una oleada de títulos que te tumban y luego te ahogan en infinita cantidad de letras. Títulos que gritan como suplicando que les saques de ahí para hacerles sentir vivos una vez más. De entre ellos me saltó a la vista uno, quizá el más insignificante y tímido de todos. De letra pequeña, ponía como nombre “La Asesinato de Julia Josepha en las calles de Madrid”. Yo, que buscaba algo español y una lectura ligera, lo tomé y pagué los dos euros que cobraban por él y caminé sin rumbo.
Era media tarde y me senté en una de las bancas de la Plaza del Conde del Valle de Suchil, una más de las muchas que adornan el paisaje urbano por acá. Saqué el libro y, he de decirlo, la historia no avanzaba. De lenguaje enredado, las palabras decían sin decir, describían sin dibujar, contaban la historia sin que uno se pudiese meter en ellas. De la primera lectura tengo que Julia Josepha era una cantante de bar, exuberante, hermosa y de mucho carácter. Aburrido y nada contento por haber escogido mal, me volví al apartamento que renté por las semanas que estaría en el país.
Sentada en el umbral de la puerta del apartamento estaba una mujer, de aspecto sencillo y de hermosa delicada. El viento soplaba fuerte, inclinando todo su cabello hacia un lado, contrario al de la sonrisa con la que, llamándome por mi nombre, dijo alegrarse de verme.
Mucho tiempo no me dio para cuestionarla. Se abalanzó sobre mí y me apretó en un abrazo tan fuerte y cálido que me estremeció por completo. Entremos y te explico: me dijo.
Su serenidad me contagió, así que no vi problema, o no quise verlo, a sabiendas de que aquello podría ser algún tipo de trampa para vaciarme el apartamento y robarme las pocas posesiones con las que viajé. Como precaución cerré con llave luego de que entramos por si alguien más tenía planes de entrar. Ella se dio cuenta y mi miedo la hizo reír, asegurándome que estaría a salvo y que solo íbamos a conversar.
Se sentó en el sofá, yo acerqué una silla y la invité a explicarme todo sin que fuera necesario hacerle ninguna pregunta:
–Fue en agosto de 1922. En efecto yo cantaba en un bar clandestino y, aparte de eso, mantenía una vida más bien tranquila, aunque el libro me describa como exuberante y de carácter.
–¿Cuál libro?
–El que empezaste a leer hoy por la tarde.
–¿Cómo sabés qué libro estoy leyendo? ¿Me seguiste?
–Solo lo sé. En fin. Te decía que el libro no me describe bien.
No entendía nada. Se refería a sí misma como la protagonista de ese libro viejo.
–Mi nombre es Julia Josepha y fui asesinada en una calle de Madrid en 1922.
Aquello me ayudó, pero no mucho. La mujer que tenía enfrente era una loca o alguien que pretendía realizar un robo muy extraño. No sabía qué más pensar.
–Me encuentro acá para pedirte un favor: que no dejes de leer el libro.
Le pedí que explicara más y me dijo que el libro encierra una especie de hechizo o algo por el estilo, que no sabía describirlo, que el asuntos es que ella vuelve a la vida mientras alguien lo lee.
–Estoy desesperada por vivir. Saldré a caminar por las calles a ver el Madrid de hoy. Si tú sigues leyendo el libro yo vendré todas las noches a la misma hora y te contaré cómo fueron en realidad las cosas. Sé que es un libro pesado de leer, pero me ayudarás mucho.
Aceptando su versión, más por curiosidad que por crédulo, le pregunté qué pasaría si dejaba de leerlo o si lo terminaba. Dijo que ella desaparecería, como ha estado desaparecidas por años. Que sabe que solo cuenta con unos días, pero que es mejor que haber dejado el mundo en definitiva. Se acercó a mí, me dio un beso en la mejilla y dijo que tenía que irse, porque si yo no seguía leyendo al día siguiente a ella le quedaba muy poco tiempo allá afuera.
Cuando quiso salir no pudo. Fui aprisa a abrirle la puerta, como para librarme de su presencia, para luego volver a cerrarla con llave cuando se marchó. No me llevo bien con la locura ajena y encerrarse siempre es un buen antídoto contra ella.
Pasé la noche divagando entre la misma clase de pensamientos. ¿Quién era? ¿Cómo sabía? ¿Por qué a mí? y, sobre todo, ¿Y si todo aquello era cierto?
Me quedé dormido.
Al día siguiente, así como estaba, tomé el libro y salí a la calle. Busqué una cafetería y, ávido de curiosidad, me puse a leer. Yo he leído libros malos y este merecía el calificativo con laureles. La forma de escribir del autor era insufrible. me aburría horrores y solo lograba mantener mi entusiasmo en la lectura por la ilusión de volver a ver a Julia Josepha, o quien sea que fuera aquella peculiar mujer.
Por la tarde asistí a un par de reuniones que tenía programadas con dos editoriales a las que mucha fe no le tenía, como no le tuve fe nunca al viaje a este país. Los años me van convenciendo de que ser un autor publicado es algo que no pasará.
Al regreso fui yo quien se alegró de verla esperando, ahora de pie, frente a mi puerta. Solo dije hola, abrí la puerta y la invité a pasar.
Nos acomodamos igual que la noche anterior y habló:
–No era una historia que mereciera ser contada. Fue más bien el intento desesperado por volver romántico y comercial un asesinato que ocurrió a la cantante, de un bar que se ocultaba del ciudadano común, en una calle popular del Madrid de la época. Los elementos cuadraban perfecto, los motivos fueron de lo más vulgar. Quisieron asaltarme, yo no me opuse y no reaccioné bien. El ladrón se puso nervioso y me clavó un cuchillo en el vientre. Caminé aún un par de cuadras buscando ayuda, pero la gente se asustó y caí en la calle para morir solo unos minutos después. Nada excepcional. Gracias por seguir leyendo el libro. Sé que no tardarás mucho en terminarlo, pero todo el tiempo que me des me vale.
–Podría leer un párrafo al día y regalarte mucho tiempo.
–No creo que funcione así y no quiero el riesgo de desaparecer. Solo sigue leyendo por favor.
Se puso de pie, yo la seguí. Me volvió a apretar y ahora el beso en la mejilla fue más intenso o quizá solo más largo. Me dio otra vez las gracias y de nuevo salió con prisa. Ahora la puerta no tenía llave.
Yo no tardaría más de dos o tres días más en terminar el libro. El día siguiente me quedé en el apartamento. Me distraje con mis cosas por la mañana y por la tarde volví a la lectura. Por la noche tocó el timbre y la dejé pasar. De camino al sofá comenzó a hablarme de la época, de cómo eran las cosas en ese entonces y la interrumpí:
–No pierdas el tiempo conmigo. A mí no me sirve la imagen ni los pormenores del Madrid de 1922. ¡Vete! Le dije fingiendo una sonrisa que ocultaba mi deseo porque se quedara conmigo y no se fuera nunca.
Otro abrazo, una lágrima corriendo por su mejilla y se fue.
Yo quería preguntarle a qué dedicaba esas horas, adónde iba, qué le parecía el Madrid de ahora. Quería saber qué sentía de estar viva de forma distinta al resto y qué esperaba de su situación. Tantas cosas ansiaba saber, pero me parecía que yo no tenía derecho a interferir con lo suyo.
El cuarto día leí por la mañana. Por la tarde había quedado en juntarme con un amigo al que solo conocía por redes sociales. Quise cancelar, pero insistió tanto que no pude. La conversación se alargaba mientras proponía que mis textos fueran usados como audios usando no sé qué tecnología. Tuve que cortar la propuesta de tajo. Julia Josepha me esperaba enfrente de mi apartamento y mi desperdicio de tiempo se convertía en desperdicio de tiempo para ella. Corrí a la estación del metro y luego hasta el apartamento. Al verla le pedí disculpas por tomar tiempo de más. Me aseguró que no había problema. Se acercó hasta mí. Muy cerca. Sus labios muy cerca de los míos, casi como si tomaran vida propia y estuviesen a punto de compartirla conmigo. Sus manos me empujaron con ternura y dijo que no, que al día siguiente. Me apartó con lágrimas en los ojos y con una violencia tan sutil que a mí me pareció una caricia. Cruzó por la puerta y la vi correr hasta desaparecer de mi vista.
Hoy por la mañana terminé de leer el libro. Sigo pensando en la posibilidad de ese beso, cargado del paso de años y años, en sus labios que han de saber a la incógnita de lo misterioso y lo desconocido y que traían consigo el adiós próximo de algo que sabes que nunca lograrás entender. Sigo pensando en su belleza, que un pequeño libro, a pesar de ser malo, consigue traer a la vida.
Son las once de la noche y estoy tendido en mi cama contemplando el techo de mi habitación en la obscuridad. Voy perdiendo la esperanza de volver a verla. Como lo creí, me iré de Madrid sin nada.