La elegancia de lo maligno: El monstruo moderno en la novela “El Ansia” de Whitley Strieber.
Suele decirse que cada generación concibe el Mal — ese estado del ser que se opone de manera frontal al bien en estado puro — de manera distinta. Lo hace, desde su particular percepción y sobre todo, esa aproximación referencial sobre lo que crea la mirada única de una época sobre sí misma. De manera que mientras el Bien continúa siendo un concepto más o menos elemental e idéntico en casi todas las culturas y siglos, el Mal se transforma cada tanto, en una especie de reconstrucción del concepto y más allá, de la percepción del hombre sobre su propia naturaleza dual. Y es que el bien y el mal coexisten y cohabitan la mente humana, esa aspiración frágil hacia una comprensión total de su propia singularidad. Un reflejo concreto de la esperanza y el temor, los límites y las fantasías que definen al hombre y su circunstancia.
Los monstruos y terrores que azotan al hombre, también se transforman. Evolucionan en otra idea a medida que avanza esa concepción nueva y siempre cambiante de lo que es el Mal, más allá de su percepción como hecho cultural. Porque mientras el Bien se asume como una cualidad, el Mal es una decisión, una idea, una fuente de voluntad inagotable. A partir de allí, la concepción de lo monstruoso parece reflejar no solamente lo que el hombre comprende sobre las regiones desconocidas de su mente, sino además, lo que le expresa a partir de ella. ¿Y que otra es un monstruo, sino una criatura nacida del terror del hombre, esa visión incompleta y a fragmentos que tiene sobre su identidad? ¿Esa noción de lo que nace y muere a partir de sus propias percepciones sobre el mundo que le rodea? Quizás el bien siempre sea una aspiración moral que intenta construir y mostrar lo mejor del espíritu humano, mientras que el Mal es esa necesidad insistente de construir un concepto evidente sobre lo que tememos llegar a ser.
Para el escritor Whitley Strieber, al menos de esa manera: su alegoría sobre el vampiro en el libro “El ansia” es quizás una de las más elegantes y sentidas de las últimas décadas, pero también es una aproximación de los terrores y pequeñas aspiraciones de la mente humana. Elegante, reflexiva pero sobre todo, una extrañísima mezcla de belleza y dolor, la novela de Strieber es una visión por completo renovada del mito del vampiro — al cual añade una profundidad contemporánea que desconcierta — sino también de la inmortalidad. Porque para Strieber — un autor obsesionado con las grandes y pequeñas obsesiones de un siglo descreído y apático — crea un Universo donde el vampiro no es sólo una criatura que deambula entre los milenios y que sobrevive a la muerte, sino capaz de comprender su propia atemporalidad. Los vampiros de Strieber, son enternecedores y a la vez temibles, en una mezcla absurda pero sumamente efectiva de tópicos que convierten la inmortalidad no en una mera supervivencia, sino en una búsqueda de trascendencia. Para Strieber, la necesidad de enfrentarse a la muerte es una forma de bondad y también de maldad. Entre ambas cosas, la conciencia humana, la necesidad de evasión y sobre todo, la construcción del mito y el poder de la inmortalidad se tambalea. Ya no se trata del monstruo que lucha por sobrevivir — tal vez así mismo — sino el que contempla, desde la inmutabilidad de lo eterno, el mundo que ama y que a la vez abandona por mero deseo intelectual, con enorme facilidad.
Se ha dicho que la novela de Strieber es el precedente inmediato de la mundialmente conocida “Entrevista con el Vampiro” de la autora Anne Rice, todo un prodigio filosófico donde el monstruo se debate entre su propia humanidad y el dolor insistente de su naturaleza monstruosa. No obstante, la novela de Strieber, es mucho más profunda en el planteamiento y se hace preguntas muy puntuales sobre todo tipo de percepciones sobre lo que la naturaleza del hombre aspira como eternidad y esperanza, y lo que realmente encuentra, en medio de un mundo decadente y superficial. Los vampiros de Strieber, a diferencia de lo de Rice, están profundamente conscientes de la debilidad de lo que interpretan como realidad, como si su incapacidad para comprender la muerte en el temor, fuera otra de sus capacidades sobrenaturales. Eso, a pesar que los personajes de Strieber son tan profundos y complejos como los de la escritora oriunda de Nueva Orleans. No obstante, para Strieber el cuestionamiento sobre la mortalidad y sus infinitas implicaciones es mucho más sutil que la simple idea de la longevidad. Hay un elemento de dura angustia existencial, que trasciende de la idea a la supervivencia al terror universal de morir. Una construcción elemental de lo que comprende como una idea esencial para comprender a sus monstruos: una sensibilidad y temor por esa noción de la mortalidad que bien podrían jamás sufrir, pero que les rodea, que forma parte de su vida, que se repite insistente en cada uno de los actos que disfrutan, que celebran, que ocultan. La muerte en todas partes, el Mal supremo convertido en una simple percepción sobre lo falible y frágil del cuerpo humano. Un análisis quizás doloroso sobre el tiempo como una idea que castiga, destroza y lastima la naturaleza del hombre.
Porque más allá del mito del Vampiro, Strieber parece interesado en cómo la mente humana se plantea la inmortalidad. Y lo hace, desde la perspectiva de una soledad inquietante, interminable, que empuja a sus criaturas a pequeños lugares de su mente hasta entonces desconocidos. De hecho, la palabra vampiro no se usa jamás en el contexto de la novela, aunque la naturaleza vampírica de sus personajes es evidente e irremediable. No obstante, Miriam, el personaje central de la historia, no calza muy bien en los habituales estereotipos del vampiro clásico y es evidente que para Strieber es importante que así sea: su visión sobre la inmortalidad lánguida, dolorosa, inmutable, parece encarnada en esta mujer de largos silencios y profundo dolor emocional, que sobrevive a todo lo que le rodea, incluso a sí misma. Cuando decide mezclar su sangre con la de John, su pareja, no sólo se demuestra así misma que la inmortalidad es una idea engañosa sino que deja claro que la muerte es quizás una idea que subyace bajo nuestra interpretación sobre ella. No sólo es incapaz de crear a otro inmortal, sino que después de doscientos años de vida, John comienza a envejecer con una rapidez de pesadilla, sin que nada parezca detener el proceso de destrucción de su frágil ilusión de eternidad. Convertido en el monstruo que siempre temió ser, John parece ser la contraparte, el reflejo retorcido de la impasibilidad de Miriam.
El escritor además, parece obsesionado con la idea de la fragilidad de la esencia humana: resulta inquietante que Miriam no sólo sea consciente de su mortalidad a pesar de saber no la padecerá — aunque la novela parece sugerir que es mucho más frágil de lo que el lector supone — , sino que además, sea ambigua, imperfecta, violenta y agresiva, pero no malvada. Los vampiros de Strieber, además, avanzan en la inmortalidad con una torpeza ciega, una percepción desconcertada sobre la incertidumbre del futuro. ¿Es Miriam capaz de morir? ¿Es la última de una especie sin nombre? ¿Hasta que punto lo terrorífico de su condición la hace también deseable? Para Strieber ninguna de esas ideas parece ser lo suficientemente importante e incluso coherente. La inmortalidad es una percepción inconclusa, siempre incompleta, que se elabora a medida que sus personajes parecen desplomarse en un doloroso aislamiento emocional. Y es entonces, cuando el dilema parece sostener una disyuntiva a medio construir: ¿Es capaz la naturaleza humana de mirarse así misma más allá de su limitada comprensión del mundo? En medio del silencio árido de un sufrimiento mortal rodeado de la percepción de lo infinito, la pregunta parece carecer de respuesta.