La gocha de Jovita
Viviendo con demonios
El verdugo encargado de dar garrote al «Sacaúntos de Mondoñedo» era simpático. Tenía corta estatura, ojos pequeños y azules. Se hacía querer por todos los que le conocían. El propio ajusticiado, agradeció el servicio y le pidió que diese un mensaje de viva voz a su viuda, la partera Jovita Sixto: «No olvides a la Legión. Regala los gochos a los gitanos y quédate con la porquiña»
El verdugo, hombre cabal con veintiocho años de oficio visitó a la mujer y cumplió el compromiso. Después contó en la taberna que cuando estuvo ante ella, se sintió menguar de tamaño y que sus ojos empequeñecieron mientras tuvo un escalofrío y un temblor. Era como un ratón miedoso ante una garduña. Escapó a la carrera sin más conversación.
Los gitanos trashumantes levantaron el campamento después de una semana de fiesta, tras la matanza de los dos cerdos recibidos a mayor gloria del feligrés ajusticiado.
Poco a poco se fue olvidando la condena por la desaparición de mujeres jóvenes en las parroquias de Mondoñedo.
Coincidiendo con el fin de curso y las vacaciones en el Seminario diocesano, la actividad de la partera Jovita Sixto fue decayendo.
Un día llegó una camioneta llevada por un extraño personaje de dientes afilados, cabeza monda y lironda y olor a cabrón. Sin ayuda de nadie, el sujeto hizo subir al camión a una cerda que no bajaría de las once arrobas. La mujer esperaba en la cabina. Salieron de la ciudad sin mirar atrás.
Y el tiempo pasó.
En el pueblo toda la gente estaba emparentada. Pensaban que el mundo era así, aunque mucho más grande. Se nace y se muere. Y que nadie pregunte cómo. Así es.
— Quien no vale para matar, vale para que lo maten — decía Jovita Sixto.
La anciana hablaba poco. «Ella es más de hacer», comentaban en el pueblo, repitiendo una frase conocida del nieto de Jovita.
En el pueblo había niños, pero nadie sabía que eran niños. Esas cosas ni se pensaban.
— De pequeños van para mayores, así que cuanto primero sea, mejor — decía la partera, cuando alguien se atrevía a preguntar por su nieto — . Hay que saber domarlos, hasta que dobleguen — . Y enseñaba la vara de avellano con la que azotaba al infeliz cretino que tenía por familia.
La anciana no tenía hijos. Nadie podría decir si algún día los tuvo. Nadie se preocupaba tampoco de esas cosas. El nieto de Jovita es seguro que tuvo una madre. Nadie la conoció.
— Los amigos de mis desamigos, desamigos míos son — decía la mujer sin venir a cuento. O así parecía.
Se suponía que Jovita era vieja, muy vieja. La Justicia era todo aquello que ella decía. Hubo alguien, que una vez hizo algo sin ese sentido de la justicia. Alguien que se olvidó de quién era y quién podría llegar a ser, la sagaz mujeruca. Alguien se equivocó y lo pagaría caro.
La gocha de Jovita, gruñó inquieta toda la noche. Los ¡onc! ¡onc! ¡onc!, se repetían sin descanso, en salmodia de malos presagios.
Solo el nieto de Jovita podía ver a la marrana y solo él le daba de comer.
— Ella es más de hacer — decía el tarado, mascullando las escasas palabras conocidas de su repertorio.
Cuando el animal gruñía en esas ocasiones señaladas, los candiles en las casas del pueblo no se llegaban a encender. Poco después del mediodía, los rayos del sol ya no se atrevían a pasar la barrera de castaños y carballos del monte. La oscuridad cubría las casas de piedra desperdigadas cerca del acantilado al pie de la mariña.
En los días oscuros, los niños que para nadie existían, comenzaban a llorar a partir de la sombra del mediodía. Sus lloros y gemidos se confundían con los chillidos de un melandro que el nieto de Jovita Sixto comenzaba a desollar en vivo.
El coro de chillidos, gritos y lamentos acompañando al sonido grave de los gruñidos de la gocha apenas lograban tapar el ruido sordo de machetazos que salían de la chabola al pie del cubil de la cerda.
El nieto de Jovita Sixto, avivaba el fuego entre las piedras sobre las que descansaba un bidón metálico, repleto de restos y trozos de carne y huesos. Revolvía la grasa hasta dejarla líquida y por fin arrojaba al pequeño melandro aún vivo, como cierre de un ritual propio del infierno.
Después se acercaba renqueante a la puerta de cuarterón donde estaba el animal y envuelto en los vahos de la grasa iba arrojando los trozos, ya sin alma, del ser que hubiese puesto en duda la justicia de la matriarca.
Mientras la marrana seguía hozando en la duerna entre los restos, el nieto sin nombre se acercaba a la casa principal, la única con luz. En una mano la pala de dientes, en la otra el cubo de grasa hirviendo.
Cuando salió, dentro quedaron el silencio y la tiniebla.
En el cubil, la gocha dormía. Pasó un lazo de alambre por detrás de los colmillos superiores y lo aseguró en el marco de la puerta.
— ¡Sé que estás ahí, espíritu inmundo y sé que tu nombre es Legión, porque sois muchos! ¡Nadie impedirá vuestra liberación, si elegís el camino del mar!
Soltó el lazo. Ahuyentó al animal con fuego, hasta que salió corriendo hacia el acantilado.
Empezaron a crepitar las llamas. Al segundo día, el incendio arrasó el monte, sin dejar vestigios de vida.