La mujer de hielo
Cortinas de agua sobre los techos de las casas. Suena tan fuerte… Y luego, apenas se escucha el sonido quedo de la caída. Me asomo a la ventana y todo es blanco.
La nieve ha llegado.
No pensé que comería frío y blando porque no tengo cómo cocinar. Que pasaría las noches a oscuras y los días bajo la niebla. Qué tendría que apuñalar a un hombre por un puñado de comida y que los ladrones del más allá se robarían mis sueños mientras dormía.
Me sentía mal por tener miedo y por fin he comprendido que todos tenemos miedo. El plato vacío, el estómago gruñendo y las voces volviendo una y otra vez, martilleando en las sienes, pidiendo algo que sacien su hambre, tu hambre.
Las ropas sucias y harapientas, y aquel lugar del cuerpo donde el oro y la plata alguna vez reinó, ahora se encuentra negro y olvidado. Las manos oscuras, ajadas, desprovistas de la elegancia que antaño las caracterizaban.
Y la carretera, infinita ante nosotros, se nos presenta con los brazos abiertos, llamándonos a que nos adentremos a ella, que sucumbamos a la locura y permitamos que los demonios echen a correr.
De pronto comprendí que me había convertido en hielo; frío, etéreo, opaco. Nada existía en mi interior.
Pero una voz en mi cabeza logro imponerse y me mostró imágenes de todo aquello que alguna vez vi y fui, y que, alguna vez volveré a ver y a ser.
Fuego, dijo.
Fuego, repitió.
Fuego, rugío.
Y mi mente, aquella cosa quebrada y sangrante, cómo si de un milagro se tratase, logró recomponerse, lo suficiente para mostrarme aquellas cosas.
Papel quemándose, hojas quemándose, plástico quemándose, gasolina quemándose.
Carbón o madera, chisporroteando en la oscuridad.
El sonido de un fósforo al ser encendido y el dulce dolor en los dedos al quemarse.
La visión de las hojas de un libro pasando, el sonido del trazo de un marcador en la pizarra y el ruido que hace el lápiz mientras escribe historias de amor y muerte en las últimas hojas de un cuaderno gastado.
Aquel gemido ahogado en el fondo del pecho, el gruñido de placer al morder la piel suave y las marcas de los dedos alrededor de la cadera.
El dulce dolor de correr hasta quedarse sin aliento, de ver las estrellas y quedar maravillado ante la inmensidad del universo y de tomar fotografías a los árboles que adornan la sierra.
Ver y escuchar a la gente caminando por los puentes mientras la montaña los mira, nunca con reproche y a veces con preocupación y oír la risa burbujeante del niño de al lado cuando su madre llega del trabajo y lo abraza por primera vez en varias horas.
La fascinación por escribir pero más por leer, por adentrarse en el mundo desconocido que existe en unos cuantos cientos de páginas y poder existir en un lugar donde no somos reales.
Finalmente yo, parada enfrente de mi misma, abrazándome. Recomponiéndome y volviendo a unirme conmigo misma. Encontrándome una vez mas.
Cierro los ojos y agradezco a la voz. Y me doy cuenta de que es tú voz… De que siempre ha sido tú voz. Elevo una plegaria al cielo y agradezco por tu amor infinito. Nunca he podido decirte cuánto te quiero… Cuánto me has dado aún cuando te he fallado cientos de veces.
Cuídate donde quiera que estés. Y cuídame a mi también.
Hoy, 12 de mayo de 2020, se celebra el día mundial de la Enfermería. En estos tiempos tan aciagos por los cuales pasa el mundo les recuerdo a todos que los ángeles continúan existiendo y que el bien siempre vencerá al mal.
Fe.
Fuerza.
Esperanza.
M. Figuera
P.D.: Muchos escritos vienen.