La princesa Akinaka

J. Madison.
Vestigium
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3 min readOct 23, 2019

Dios es un tipo sabio que entiende bien la ley del equilibrio. No hay alma nueva a la que Dios dé luz verde para ingresar al reino de los hombres, mientras él no haga sus cuentas y decida quebrantar la salud de algún mortal para relegarlo al tanque de las almas.

Cuando un alma que ha cumplido sus ciclos llega al tanque, Dios envía otra al exterior. Así, el recién vivo que la acoge reúne las condiciones, el ego necesario para vivir a plenitud sus nuevos ciclos.

Conmigo fue distinta la jugada. Pese a que mi razón, gravemente desahuciada, deseaba correr a sumergirse en las aguas del moksha, Dios no vio en mí a un poblador capaz para su tanque. Un hombre que evoca a su madre mientras maquina atravesar los pasadizos del suicidio (no piensa en su mujer ni en sus hijos ni en él), un hombre que calcula el desastre que supondría romper el vínculo materno no es un hombre preparado para marchar con Dios, es un niño que solo puede regresar al punto de partida; a la puerta que delimita el tanque con el reino de los hombres: su madre.

Con los años dejé de hablar con Dios.

Debió ser la razón por la que él, deseoso de llamar mi atención hacia su legendaria historia, una mañana giró el tambor de su pistola ante mis ojos y, a los pies de mi cama, se voló los sesos.

Dios siempre tiene un plan y para no dejarme huérfano de asistencia ante su sacrificio, dejó en la ventana de mi cuarto, abierta a los designios cambiantes del orden natural, las primeras respuestas a los misterios, las preguntas existenciales que los hombres insomnes nos hacemos al contemplar el poco de universo que se nos permite ver desde la tierra.

Todo ese cataclismo milagroso que refiero se produjo en el momento en que llegaste austera, las lanzadas sufridas en antiguas batallas en tu costado cicatrizadas a ojo, a voleo, pero sangrantes aún bajo la piel, vivo tu espanto de regresar desnuda a la vereda del amor, blandiendo tu Akinaka en un alarde de poder, por si acaso se me ocurría resbalarme un pelo mientras sacabas ante mi ignorancia el encargo que el Universo te había dejado para mí sobre el alfeizar de tu ventana: la luz, mi salvación enmarañada junto a tu selva de palabras.

Y todo fue tan rápido a partir de la entrega: mi asombro, el despertar de mi canción y el enamoramiento, hasta llegar a la renuncia de aquel regalo mágico y, otra vez, para cerrar el ciclo, mi renacer.

Ahora ya no te niego. No peleo, mujer de mi delirio por mandarte donde el olvido mora. Acepto gozoso esta causalidad, esta oleada de amor que el universo me regala para afrontar mi madurez con el deseo que mejor se me da: amarte bajo cualquier disfraz y en cualquier mundo.

Voy a arrancarte a versos mi princesa «Akinaka», la armadura y el yelmo:

Por ti lo intenté todo, te lo juro;
por ti quemé mis libros, mis cuadernos.
Por ti quise borrarme de los días,
por ti le aullé a los vientos: yo te quiero.

Por ti me convertí en un tipo cursi,
silencié mi canción un año entero.
Por ti soy este híbrido: un mutante
desterrado al fogón de tus infiernos,
una tormenta bien hija de puta
cuando me das de lado. Un desafuero,
un traidor a mi sangre, un buscamundos,
el azote de dios, tu hombre pequeño.

(A Octavia siempre. Solo dios sabe el secreto)

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