La resurrección de las papilas
A las 4:45 p. m. en un café esquinero con sillas hipster, Javier pidió un americano. Su lengua le envío rápidamente un mensaje a su cerebro, contándole que una vez más se había quemado; al parecer sus papilas no eran las mismas de antes.
Llevaba varias semanas sintiendo la misma sensación, en el mismo café, con el mismo americano; por lo que decidió ir al médico.
Diagnóstico:
Perdida crónica del gusto
El doctor no falló, las papilas de Javier fueron muriendo poco a poco. Empezó por dejar de sentir el fuerte sabor de las anchoas y la textura de la crema del pastel de cumpleaños, luego el chocolate le supo igual que la vainilla y lo ácido terminó siendo igual que lo dulce.
Trató de ver lo bueno, no se quejaba por la falta de sal o por el poco sazón, pero al fin y al cabo, todo le sabía a nada. Por lo que dejó de importarle dónde y qué comer. Pedía con desidia cualquier cosa y comía por deber, por rutina.
Dejó de divagar cuando escuchó:
— Buenas tardes, me llamo Gabriela, qué desea ordenar…
El tiempo se detuvo, leyó sus labios con detalle, los recorrió de comisura a comisura…
— Mucho gusto, Javier… quisiera el… el… el plato de la casa.
Desde ese momento el «mucho gusto» cobró un nuevo sentido.