La última chupada del mango

Mau
Vestigium
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4 min readNov 1, 2015

Era lo último que quedaba ya, después de un buen rato de saborear la pulpa jugosa, paso a paso, metódicamente, sólo quedaba el pedacito que completaba lo que antes fuera un mango.

Bueno, técnicamente estaba adherido a la semilla del mismo, pero ustedes entienden.

Al principio, los sentidos esperan con ansias la marea de sensaciones que vienen y te traen de la memoria aquellas otras veces que hicimos lo mismo, pero aunque sabemos cómo termina, cada mango tiene algo de especial. Todos son diferentes y sabemos que queremos este también.

Así es la vida, siempre queremos más.

Todo entra por la vista, esa cáscara dura que tiene todos los tonos entre el rojo, púrpura y el amarillo, como los efímeros atardeceres de verano que vio desde su rama del árbol. Es un placer poder verlos apilados en los anaqueles del supermercado cuando están maduros. No es posible pasar por ahí sin apreciarlos detenidamente y disfrutar esa paleta cromática que nos devuelve a, — no sé — quizás una playa, cogido de la mano de una lindísima morena, justo en ese instante último en que el sol se hunde en el horizonte.

Una visión muy romántica para un simple mango, pero la memoria sensorial funciona así.

El segundo sentido involucrado es el tacto. De entre la montaña de fruta escogemos la que nos captura la atención y lo tomamos. La superficie es lisa y perfecta, pero cálida. Casi como si estuviera encerada, se puede sentir lo de adentro con sólo acariciar. El peso es balanceado y cabe perfectamente en una mano aunque no se puede encerrar en ella. Igual a esa sensación de acariciar un pecho de mujer, debajo de las sábanas al despertarse por la mañana. Suave, firme, pulposo y el pezón hace las veces de la base donde alguna vez colgó.

O cuando hundimos los dedos en la melena gloriosa de ella, la suave piel del cuello mezclada con la sedosidad del pelo. Es tener diez pequeños espías — los dedos — , contándonos lo delicado que tenemos en las manos, apenas ejerciendo presión suficiente para poder leer ese braille anatómico.

Un atardecer en la playa y despertar con una sensual mujer es parte de la sinapsis que genera un mango en mis fantasías. Me tomaré la licencia de imaginarme en el Pacífico sur, con una chica india maorí polinesia, de ojos rasgados, lustroso pelo negro azabache y tetas que juegan al viento, libres. Como los mangos. Sus extensos tatuajes en la espalda acentúan su belleza de maneras que son difíciles de describir.

Llegado el momento, cortamos el mango en partes y es aquí donde nuestra nariz hace su trabajo y sentimos donde el aroma dulzón, junto con el cítrico hace agua la boca. El olor de un mango maduro es único e irrepetible. En cualquier lugar, en cualquier circunstancia podría reconocerlo. Huele a mi tierra, a veranos interminables, a sol y calor, a sudor y a mujer. Aspirar un mango es como buscar en el índice de mi cabeza junto a la definición de felicidad. Me pone de buen humor, así sin más.

Casi puedo sentir los aromas encerrados que el viento trajo hasta el mango cuando estaba madurando: sal, mar, aire limpio, tierra negra y fértil, y los imprimió dentro de él para ser liberados cuando se abriera.

A mí me gusta la cáscara, casi tanto como la pulpa en sí. Mucha gente la tira, no entiendo eso. El sabor perfecto es el que balancea el dulce con el amargo. De textura suave, al partirlo con los dientes, el jugo sale instantáneamente invadiéndolo todo. La lengua se embota de ese sabor tan suyo, que podríamos quedarnos así siempre. Casi como un beso.

No, ¡Igual a un beso!

Pocas cosas saben tan bien y calzan en cualquier momento, como un pedazo de mango en su punto perfecto. Muchas menos tienen el poder de subir el ánimo, de asociarse con momentos felices, de producir ese pico de energía. Es el beso que la naturaleza nos regala.

La chica maorí ríe tímidamente mientras se acerca a mí ofreciéndome los labios, entrecerrando los ojos, y yo completo el gesto pegando los míos, absorbiendo su sabor y su energía vital mientras el sol desaparece tras las olas.

Hay un dicho en mi país, que es “creerse la última chupada del mango”. Quiere decir que algo o alguien se piensa superior al resto. Me parece genial la analogía, porque ilustra perfectamente lo que ese último pedacito de mango, que sabemos será el último bocado, significa. Es la culminación de una cadena de sensaciones, recuerdos, que se pusieron en marcha cuando empezamos a comer.

Llegar al final de algo es agridulce, sabemos que será genial, pero sabemos que se acabará también cuando lo hagamos. Nada dura para siempre, pero si lo sabemos disfrutar, ese momento es suficiente para toda una vida.

La metáfora se explica sola. Tomo la semilla por el lado contrario y acabo con esa chupada sublime disfrutándola al máximo, con los ojos cerrados y una sonrisa. Es el final del beso tibio de esos labios cálidos.

Adiós linda maorí, alguna vez volveré — quizá — por allí.

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Mau
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