Las desgracias nunca vienen solas
A temprana hora zarpamos en plena borrasca, soportando con resignación las inclemencias de un cielo amenazante sobre nuestras cabezas de avezados lobos marinos. La costumbre de nuestro rudo trabajo, faenando en el mar, nos había convertido en aguerridos navegantes curtidos de sol a sol por las olas y los vientos; soportando las inclemencias del hambre, el cansancio, los cambios bruscos de temperatura, la supervivencia tras los naufragios y tantas adversidades con las que nos relacionábamos transitando los mil océanos que atravesábamos.
Viajábamos a bordo de un barco pesquero de altura, llamado así porque estaba destinado principalmente a la pesca del bacalao, que en otros tiempos pasados, se solía realizar con barcos de vela.
A eso del mediodía la mar estaba rizada, por lo que procuramos pedir clemencia a los dioses para que nos concedieran una tranquila jornada. Tras la hora de la comida notamos cómo el motor empezaba a fallar, por lo que tuvimos que bajar hasta la sala máquinas y olvidarnos de la pesca. El armador nos convocó a todos los tripulantes a una reunión de emergencia a eso de la media tarde, cuando las luces del horizonte comienzan a desfallecer y sus tonos anaranjados van dando paso a otros parduzcos y violáceos. Inesperadamente comenzó a caer una tromba de agua y nuestros polizones, diseminados por la bodega y las cubiertas, comenzaron a hacerse los encontradizos. Una plaga de ratas luchaba por sobrevivir entre los desperdicios y restos de alimentos que aún permanecían a salvo de la inundación del barco tras el imponente torrencial.
Ya bien oscurecido, el mar comenzó a sufrir olas de entre 60 centímetros y más de un metro de altura. Hasta que en la madrugada se volvieron peligrosas. Un gran temporal amenazaba nuestras vidas y el armador preso del pánico, nos aconsejó abandonar el barco en varias lanchas neumáticas.
Tres lanchas se dieron la vuelta nada más caer en ellas algunos tripulantes, con lo que no pudimos rescatarlos, quedándonos atónitos al comprobar el modo en que las olas los sepultaban como cáscaras de huevo… Se hizo un silencio sobrecogedor mientras un insistente balbuceo dejaba escapar las plegarias de quienes veían su muerte demasiado próxima.
Ante la imposibilidad de luchar contra las gigantescas olas que finalmente rompieron el casco, sin pensármelo mucho, cedí al impulso de arrojarme desde proa. Aturdido por la fuerza de la corriente, sentía en mi cuerpo la gélida y húmeda superficie que me arrastraba inexorablemente junto a los cadáveres de otros compañeros.
— No puede ser real — me decía a mi mismo.
— No quiero acabar aquí, soy muy joven y tengo toda una vida por delante.
— Tengo que recuperar la calma. No puedo dejarme llevar por la angustia y el miedo.
— Mis padres me esperan en casa. ¡No es justo abandonarlos ahora!
— Debo encontrar algo con lo que sujetarme para que no me trague el agua…. ¡Glup, glup, glup!
— …
— ¡Ehhh…! ¿Me oyes?…
— ¿Quién me llama?… ¿Dónde estás?… ¡No veo a nadie en esta oscuridad!
— Gira hacia el otro lado y me verás…
— ¡No, nooo! ¡Estás muerto! ¡No eres más que una alucinación!
— Acéptalo, no hay salida… No temas, he venido a buscarte. ¡Yo te guío!
— …
— ¡Hay que intubar al paciente! ¡Mantenga la ventilación y oxigenación adecuada!
— Doctor, el paciente sigue en coma y sus constantes vitales son muy bajas.
— ¡Quiero ver a mi marido, enfermera!
— ¡Cálmese señora, está en buenas manos! ¡Acaba de sufrir un infarto!
— Temo que abusó de la ingesta de pastillas, en este nuevo intento.
— Tranquila señora, lo sabemos. Nunca aceptó la tragedia que le «robó» a su hijo.
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados