Leche fría para almorzar
E l toc del vaso de leche sobre la mesa los sobresalta. El mozo pelado, además, les entrega un sobre que les ilumina la cara. Por fin reciben noticias de Gombrowicz. Durante más de un año, en la misma mesa, juntaron odio hacia el polaco traidor que desapareció de un día para otro. Los había abandonado. Estaban solos. Otra vez esa desazón abismal.
Esos encuentros con Gombrowicz fueron la única relación que lograron tener además de la mutua, que comenzó en silencio, en cuatro paredes húmedas, pastillas adentro. Por eso, todos los viernes seguían yendo al bar Rex esperanzados. Burton agarró el sobre como una bomba: Es él… Es su letra, confirmó abriéndolo meticuloso. Manes nunca se inmutaba detrás de sus anteojos sucios. Podía pasarle un tren por encima y nada porque todo el tiempo le pasaba un tren por encima.
La primera vez, Gombrowicz entró al bar Rex para almorzar. Con el borrador de su novela Transatlántico bajo el brazo, sobretodo gris y sombrero, se sentó en su mesa de la planta baja. No quería jugar al ajedrez. Miraba la nada. Esperaba el impulso. Una chispa de la realidad que activara su libro estancado. Y la realidad le entró por la nariz. El olor apestoso de Manes, mezcla de basura y humedad. Los observó detenidamente: ¿Leche fría para almorzar?, preguntó.
El mozo pelado trajo el vaso de leche y Manes hizo un fondo blanco como si tuviera un caño en lugar de una garganta. Era un hombre cloacal. Odia la nata por eso la pide fría, dijo Burton. Gombrowicz no pudo resistirse: Vengan, siéntense. Estoy por comer. Ofreció cigarrillos y ellos aceptaron con desesperación.
-¿De dónde salieron ustedes dos?
-… -No hablaban. El mozo pelado interrumpió el silencio y le dijo señor a Gombrowicz, que pidió lo de siempre.
-¿De dónde salimos cómo? -dijo Burton. No tenía intenciones de contarle a un desconocido que se habían escapado y mucho menos que eran potencialmente peligrosos para la sociedad.
-¿Quiénes son? -Descolocado, a Burton no se le ocurrió otra cosa que decir sus nombres.
-Burton y Manes -Gombrowicz tragó soda con fervor y se sirvió otro vaso.
-Yo soy el Conde Gombrowicz -y ofreció su mano. Burton se la estrechó.
-¿Vos no hablás? -le dijo a Manes.
-… -No respondió. Ni lo miraba.
-Él no está bien -dijo Burton.
-¿Qué tiene?
-No sé, está loco.
-Loco no -dijo Manes.
-Es la única manera de que hable. Decir que está loco –explicó Burton.
-¿Por qué no estás loco?
-Porque no –dijo Manes.
No eran escritores, no jugaban ajedrez, no le recomendaban libros ni películas, no habían participado de la traducción de Ferdydurke en la que hasta el mozo pelado había aportado palabras, ni siquiera sabían que él era escritor. Gombrowicz quiso servirse más soda pero hizo toser el sifón. Pedacitos de piel muerta caían sobre el pecho de Burton cuando se rascaba la barba. El ruido de la máquina de café era insoportable.
Otra vez, viernes. Burton y Manes apuran el paso porque van al bar Rex. Manes está enfurecido, sus ojos saltones cristalizados se mueven frenéticos. Burton se retrasó porque de repente, las biromes se vendían solas. A veces pasa. Sin siquiera decir una palabra del discurso de vendedor ambulante que le costaba mucho, atravesaba un vagón cualquiera del subte con la caja de biromes en una mano, atento a que debía bajar, cuando una señora con las uñas pintadas de marrón y una mariposa plateada decorando su cabeza lo detuvo tocándole el brazo derecho. ¿Cuánto hacía que alguien lo había tocado por última vez? ¿Cuánto hacía que una mujer lo había tocado por última vez? Deme una, le dijo. Tres por diez. Deme tres.
Después de esa venta inesperada surgieron dos compradores más y, cuando levantó la vista, se había pasado. Por eso llegó tarde al rincón de la estación de subte donde Manes pide limosna sin mirar a los ojos, solo extendiendo su mano. Era como si nunca hubiera podido salir de esas cuatro paredes celestes descascaradas por la humedad y el tiempo. Me dejaste solo, le reclamó Manes. Ya en la calle, Burton le explicó los beneficios económicos de su retraso pero Manes gritó: ¡Me dejaste solo!, se agachó, agarró una piedra del suelo e hizo estallar la vidriera de un negocio de trajes sobre Avenida Corrientes. A modo de disculpa, Burton le compró un helado de frutilla en palito.
Llegaron en silencio hasta la puerta del bar Rex y cuando entraron vieron a Gombrowicz sentado, ojeando el diario. Se quedaron parados frente a él unos segundos. Cuando los vio, sonrió. Manes se sentó primero y su mirada se detuvo en la taza del polaco: el recorrido de la borra del café desde el borde hacia el fondo. Luego le hizo la seña de fumar un cigarrillo. Gombrowicz agarró uno y le dio el atado entero. Cada uno agarró uno y, cuando quisieron devolvérselo, lo rechazó espantando moscas. No insistieron, más tarde lo dividirían en partes iguales.
Gombrowicz se puso su cigarrillo en la boca aunque nunca lo encendió. Mientras ellos fumaran, conversaban de lo que él tuviera ganas de hablar. Les hacía preguntas sobre cómo vivían y Burton daba las respuestas. Manes solo lo interrumpía irritado para corregir algún detalle irrelevante que para él era fundamental. Después, podían quedarse fumando en silencio sin problema, obsesionados con las formas que dibujaba el humo, intentando aureolas perfectas.
Burton cuidaba de Manes como un hijo. Entre los dos cubrían la pensión, pero Burton era quien pagaba. La encargada era una tana muy estricta. Fornida, de pocas pulgas, hablaba a los gritos, la escoba como una extremidad más. El marido no estaba nunca y cuando aparecía tambaleaba en algún pasillo de la pensión y la tana le sacudía un escobazo para que se guardara. No quería que los inquilinos le perdieran el respeto por tener un marido veleta que hace lo que quiere. Después de algunos escándalos con Manes en que la tana casi le baja los dientes de un cachetazo, ella y Burton acordaron un código de señas para que el cobro pasara desapercibido para Manes y no se desatara el caos.
Burton entraba al cuarto y se ponía a fregar con jabón blanco remeras, calzoncillos, pantalones y medias en el lavamanos del baño. Sentado en la cama, Manes contaba primero los billetes, que eran menos, y después las monedas. Se le achinaban los ojos, fruncía el ceño, respiraba fuerte. Era mezquino. Le decía que esa tana era la policía, que les sacaba la plata, mientras guardaba rápido su tesoro en el escondite secreto. Luego, Burton colgaba las prendas mojadas en una silla al lado de la estufa y le ofrecía un vaso de leche. Manes enloquecía de sí y repiqueteaba el suelo con los pies, mientras Burton le disolvía media pastilla en el vaso. Minutos después dormía como un bebé. Burton no lamentaba robarle lo suficiente para la pensión.
Su trabajo en el banco polaco lo volvía un espectro, la cabeza en otra parte, el cuerpo como un envase. Pero los viernes al mediodía, conversar con ellos le concedía a Gombrowicz el egoísmo de la inspiración. Era llamativo cómo, sin tener nada que ver con lo que estaba escribiendo, la novela comenzaba a destrabarse en su cabeza. Y al mismo tiempo, esas charlas hacían que Burton y Manes abandonaran ese autismo hermético y comenzaran a vivir.
La última vez que almorzaron fue una sorpresa: Burton y Manes habían ido al Hipódromo de Palermo. El sonido de la estampida de los caballos y el temblor del suelo los había atraído deambulando la zona. ¡Gané! gritó Burton. Con la lapicera en la mano, Gombrowicz los vio festejar dando saltos por la ventana del Bar Rex. Al mismo tiempo en que se sorprendía, tuvo la sensación de que se le estaban yendo de las manos cuando entraron al bar empujándose y casi hacen caer a un cliente que tenía la intención de salir. Sentía cierto regocijo al verlos, no podía negarlo.
¿En serio? No le creía. ¡No! ¡Yo gané!, dijo Manes. ¡No! ¡Yo gané!, dijo Burton. ¡Yo gané! ¡Yo gané! ¡Yo gané! Se sentaron y le preguntó a Burton: ¿Cómo fue? Aposté todo a un caballo y gané. Gombrowicz se paró y comenzó a aplaudirlos de pie. El mozo pelado miraba sorprendido y, ante la invitación del polaco, lo siguió en el aplauso y luego las 7 personas que había en el bar Rex ese mediodía, de a poco, terminaron por aplaudir a Burton y Manes.
Se sentaron y por primera vez sintió que las palabras fluían en Burton. Primero fueron a las maquinitas del casino. Jugaron tres fichas cada uno. Manes correteaba por los pasillos después de pegarle una patada a la máquina. El polaco reía con la boca llena. Aunque perdía cada segundo de su vida, Manes parecía no entender lo que era perder. Cada bolilla de la ruleta que no favorecía su apuesta ínfima era un suplicio, una maldición del infierno, un helado de palito menos. Gastaron la plata que había llevado Burton hasta la desolación de la banca rota y Burton lloró sentado en la alfombra lisérgica del casino. Entonces, Manes sacó un rollo de billetes de la media y le dio su tesoro. Burton lo abrazó fuerte.
En la boletería, con la decisión tomada, apostaron todo a Mandrake. Manes lo había visto mientras vareaban el caballo en la pista y le había gustado porque tenía unas vendas verdes que se parecían a sus medias viejas de Ferro. Burton desconfió de su suerte, pero al ver que el jockey era igual a un compañero del loquero, apostó. Manes se exasperaba cuando, al contárselo al polaco, Burton se adjudicaba el triunfo por ese detalle. Gombrowicz felicitó a ambos y así la boca de Manes hizo algo parecido a un gesto de felicidad, una mueca desarticulada que significaba algo bueno.
Se despidieron normalmente en la puerta del bar Rex. Gombrowicz se paró frente a ellos y les dijo: Les voy a sacar una foto. Los unió desde los hombros, tomó algo de distancia y se los quedó mirando unos segundos. No tenía una cámara ni nada parecido. Señores, ha sido un éxito, dijo. Cruzó la calle y nunca más volvieron a verlo.
La misma mesa del bar Rex. Burton, Manes y la carta. Se acabó la espera. Las palabras de Gombrowicz se hacían realidad en Burton que leía nervioso, se trababa y seguía, se trababa y seguía, se le hacía la babita chiclosa en la comisura de la boca. Manes no dejaba de hacer ruido con los sobres de azúcar mirando el reflejo de la calle en el espejo del bar. Estaba impaciente. La carta era una especie de réquiem.
Gombrowicz reconocía que París estaba horrorosamente cambiada: En Europa son ricos, decía, se ríen a carcajadas del comunismo. ¡Ay dios mío! ¿Qué hago acá? ¿Dónde estoy? Desde que dejé Argentina no tuve ni un solo día bueno. No andaba nada bien. Una crisis de asma lo internó, no decía durante cuánto tiempo ni si permanecía internado. Decía: Estoy pudriéndome de todos lados un poco. Postrado, no tengo más opción que repasar mi vida. Y no quiero vivir mucho más.
Avanzó en el texto rápido, balbuceando algunos comentarios sobre su literatura y la literatura en general que no le importaban en lo absoluto, pero algo hizo que detuviera la lectura. Burton enmudeció. Con el vaso de leche en el centro de la mesa y unas gotas viscosas todavía derrapando sobre el vidrio, releyó la última frase pero no pudo decirla. Manes se cansó de interpretar su cara, se la sacó de las manos y leyó: En fin, como ya les he dicho, mis queridos amigos. Maten a Borges.
En la posdata, advertía que la carta debía quedársela el mozo pelado para que el resto de sus compañeros de estos años recibieran noticias del Conde Gombrowicz. Cuando Manes levantó la vista del papel, tenía la mirada trémula.
Eran en su mayoría jóvenes. Burton y Manes estaban sentados uno al lado del otro casi en la mitad del auditorio que no estaba lleno. Burton tenía un anotador espiralado, su mochila llena de biromes azules capuchón blanco y, en el bolsillo de la campera, un cuchillo de cocina envuelto en diario. Manes había tenido la delicadeza de bañarse. Todos escuchaban a Borges recitar como si fuera una misa.
Cuando a nuestra generación la destruya el tiempo
tú permanecerás, entre penas distintas a las nuestras,
amiga de los hombres, diciendo:
“La belleza es la verdad y la verdad belleza”. Nada más
se sabe en esta tierra y nada más hace falta.
Borges tenía las cejas levantadas, como si de alguna forma intentara ver. Manes pensó que era el instante justo para matarlo. Ansiaba el momento protagónico de su vida y lo estaba viviendo. Se incorporó temerario y Burton vio que su mano sacaba un revólver de la espalda. Un golpe de la puerta contra la pared desvió la atención de toda la clase. Burton sentó a Manes sujetándolo del brazo: ¿De dónde lo sacaste?, le preguntó.
Un grupo de gente entró al aula, llevaban una prepotencia mayor al común de los adolescentes. Borges permanecía quieto. Uno de los militantes, una especie de líder, se dirigió a los alumnos con vehemencia: Esta clase queda suspendida. Hoy han asesinado al comandante Ernesto Guevara. Un rumor creció epidémico. Manes tanteó el cuerpo frío del revólver.
De ninguna manera, se negó Borges. Los militantes insistieron, se desorganizaron, hablaron unos sobre otros y él permaneció allí, como una gárgola de piedra. ¡Vamos a cortar las luces del aula para suspender definitivamente esta clase! insistió la voz cantante. Nadie se movía. El miedo de romper el aire denso que los rodeaba era abominable. Borges habló: No se preocupe, joven, he tenido la precaución de volverme ciego esperando precisamente este momento.
Nadie mató a Borges ese día.
Lo investigaron meticulosamente. Los horarios, los recorridos que hacía, los lugares que frecuentaba, quiénes solían acompañarlo, dónde vivía. Todo para encontrar el momento justo para matarlo, pero no era fácil. Habría que ser pacientes y sobre todo contener a Manes.
El taxi dobló en Maipú y Marcelo T. de Alvear, puso baliza y se detuvo a unos metros. En las horas previas, Manes había aprovechado para pedir limosna sentado en el suelo a unos metros de la casa de Borges, en la puerta de una joyería. Burton fumaba un cigarrillo con la caja de biromes en la mano izquierda, se había peinado raya al costado impecable. Borges bajó del taxi con ayuda de una chica oriental que miró el cielo. Estaba por llover. Manes se levantó eléctrico.
-Quedate quieto. –dijo Burton en tono bajo y pitó el cigarrillo con fuerza-. Te voy a dejar solo, eh –lo amenazó como había hecho los últimos días para contenerlo. Manes se quejó pero obedeció.
Esperaron en la puerta del edificio hasta que la chica oriental se fuera. Los negocios bajaron sus persianas y Manes dejó de limosnear porque de noche la gente ya no se detenía. Burton pensaba concentrado apoyado en la pared, sacándole y poniéndole el capuchón, con una mano, a una birome que llevaba en el bolsillo. Empezó a garuar cuando la chica oriental salió del edificio a las corridas y entraron sin dejar que se cerrara la puerta. Burton se deslizaba como un experto al igual que cuando se habían fugado años atrás. Al subir las escaleras, las zapatillas de Manes chillaban contra el suelo, Burton giró indignado y le hizo el gesto de silencio. Luego confirmó la letra del departamento en un papel que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y, sin que Manes pudiera hacer nada con ese sonido insoportable que se sentía en los dientes, llegaron a la puerta.
Un trueno partió el cielo y el flash del relámpago se metió por las ventanas de todos los departamentos de Buenos Aires. La lluvia era torrencial. Frente a la puerta de Borges, Manes empuñaba el revólver, el dedo ansioso en el gatillo. Estaba dispuesto a dispararle a la cerradura y a lo que sea. De casualidad no se le había escapado un tiro con el trueno.
Burton posó la mano en el picaporte. Lo presionó sigiloso, giró y abrió la puerta sin resistencia. Ni llave, ni nada. Manes dudó por primera vez, trastabilló mentalmente y miró asombrado a Burton como buscando una explicación, pero la voz inconfundible de Borges les dio el último empujón: Adelante, señores, los estaba esperando.
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