Los abedules de Daisy

Raul Ariel Victoriano
Vestigium
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11 min readDec 27, 2019

Todo había comenzado en una casa de campo al sur de la provincia de Río Negro en la cual estuvieron establecidos durante un año. Y ocurrió muy rápido. Los padres de Daisy se levantaron sobresaltados la noche de un martes cálido, debido a un olor intenso que los hizo toser. El humo había entrado por las aberturas y, aunque ellos alcanzaron a encender las luces, el aire estaba saturado de hollín y no pudieron ver con claridad. Por eso tropezaron con los sillones y los pies descalzos se les enredaron en la alfombra. El miedo los obligó a huir. Buscaron la salida y, una vez afuera, quedaron atónitos al observar el avance del fuego: el bosque se quemaba e irremediablemente abrasaría la vivienda.
La madre advirtió que su hija no había salido y regresó apresuradamente a rescatarla sin preocuparse por las consecuencias del peligro. Cuando la encontró, la tomó de la mano y salieron corriendo en sentido opuesto al calor de las llamas. Las fauces del infierno rojo mordían la línea del horizonte. No bien los tres estuvieron sentados en el vehículo, el padre puso en marcha la camioneta y, con las puertas cerradas y las ventanillas bajas, salió a la ruta y aceleró como si huyera del diablo, con urgencia, pero sin dejar de mirar por el espejo retrovisor el terror encerrado detrás de la expresión extática de la pequeña Daisy.
A la semana siguiente ya estaban instalados en una vieja casa alquilada en la zona pobre de San Telmo. Los parientes y amigos habían ayudado mucho. El abuelo Manuel aportó los muebles en desuso acumulados en el fondo del galpón. La tía Rosa les regaló con entusiasmo todo lo que estaba a su alcance, alguna ropa decente y otra no tanta, algunos enseres elementales y un anafe oxidado. Su padre pudo encontrar un trabajo provisorio en el taller metalúrgico del barrio y la madre se aplicó a poner en orden todas las pertenencias.
Pasaron los años. Daisy había crecido y estaba en medio de la adolescencia. Un domingo pleno de sol, la familia decidió descansar y planearon, después del almuerzo, ir a tomar mate a Plaza Dorrego.
Daisy se levantó de la mesa antes que sus padres. Salió de la cocina y se dirigió por el pasillo hacia la canilla del fondo. No se bañaba hacía más de una semana y tenía el pelo sucio, los primeros síntomas ya se habían hecho evidentes. Abrió la palanca del grifo y dejó resbalar el agua fresca sobre sus piernas. Como si fuese una molestia, se quitó la ropa y la arrojó a un costado hasta quedar desnuda. Mientras colocaba en su cabeza el enorme sombrero rojo de su madre comenzó a recitar a toda voz un texto extraño parecido a un salmo de la misa dominical. Después, con los brazos extendidos, danzó girando en puntas de pie y perdió el equilibrio. El veloz contacto con el aire le erizó el vello rubio de la piel y experimentó el ímpetu de un sentimiento desconocido.
Un mundo nuevo, nacido hace un minuto, se despertaba a su alrededor con el tañido de campanas por encima del mar de oro que solo ella veía. Se puso de rodillas, cruzó los dedos a modo de comenzar una oración y con la frente en alto miró al cielo como si fuese la cúpula de la catedral en la cual buscaría, a partir de ahora, la absoluta verdad del universo. Una brecha indeleble separó su mente en un antes y un después de su precoz existencia. Con el alma fisurada no habría podido alcanzar sus ingenuas ilusiones y decidió elegir la puerta abierta que tenía por delante para entrar a su nueva realidad.
Aunque a nadie se lo confesó, una poderosa cercanía a las especies vegetales asomó por detrás de la franja de sombra de su espíritu, su carácter detectó el pulso de la tierra abonada para la primavera, los ecos de la vida serena de las hojas palpitaron en sus oídos. En vez de sangre, un fluido con clorofila llenó las arterias de su aparato circulatorio. Todo ocurrió en un instante y cesó con similar velocidad. Superado el escollo de los razonamientos inútiles, moduló con la intensidad adecuada la elevación de sus entrañas por encima de la miseria humana de las cosas. El alivio y la respiración la quitaron de la ebriedad y la recostaron en el sosiego.
Su madre, desconsolada, la observó inmóvil, sin saber qué estaría sucediendo en el cerebro de Daisy. Apoyada en la pared del largo pasillo la endeble mujer no halló la actitud a tomar ante la conducta desconcertante de su hija quien, ahora se aplicaba a desenterrar los malvones de las macetas, dejaba el sombrero a un costado y ensartaba fresias blancas en su cabello con la satisfacción de estar coronando a una reina.
A partir de allí Daisy inició el indeclinable sendero de la depresión, se volvió desconfiada y prescindió de todas las preguntas que le formularon, aceptó en silencio la visita de todo tipo de médicos, incluso permitió sin resistencia su traslado y reclusión en el servicio de internación prolongada del manicomio, no bien los cortes infligidos a sus brazos aumentaron su frecuencia poniendo en peligro su propia integridad. Las enfermeras del pabellón comenzaron a suministrarle sedantes poderosos durante las pesadillas insoportables. Apenas comía y con enfado salía a caminar por el patio aledaño al edificio principal del nosocomio. Se despertaba estremecida: «¡No maten los árboles!», gritaba. Su obsesión tomó una envergadura tal que su pensamiento modificó la visión de su existencia.
El aislamiento del hospital se transformó en un lastre intolerable, ya fuese por la delicada sensibilidad de su sistema emocional, ya fuese por las barbaridades incómodas de los diálogos incongruentes de las internadas. Llegaba a manifestar su disgusto por el encierro con una mueca de desagrado en el rostro, cuando pensaba en las vivencias de su infancia en Río Negro, al pie de la Cordillera. La rutina que regía aquí dentro la sumía en la incomodidad. Trataba, a veces sin éxito, de esquivar los horarios de las actividades impuestas y se retiraba al jardín. Quedaba presa del malhumor si no le permitían cambiar de lugar los muebles. Y, para colmo, los corredores olían a sopa, y no había macetas con plantas ni jarrones con margaritas.
Daisy echó de menos la vida de aquel período de su niñez en la casa de campo. Extrañaba la libertad de correr entre las flores e internarse por los senderos del bosque seducida por los aromas de las lengas, araucarias y cipreses que estaban sobre la ladera, o por los matices de las tardes durante las cuales se sentaba a contemplar la cumbre del cerro Tronador. Incluso recordó cómo disfrutaba de la estación invernal, cuando debía quedarse al abrigo de la vivienda aislada por la nieve. En ocasiones no podía salir de allí durante semanas, pero veía a los abedules verticales a través de los vidrios de su habitación. Echó de menos, además, las primaveras espléndidas: pasaba horas y horas escuchando el murmullo secreto de la conversación de las raíces bajo la turba de la alfombra del monte.
Aquí dentro, en cambio, el aire era tan rígido como el cemento, el olor del líquido desinfectante le resultaba nauseabundo y las verjas del manicomio formaban un círculo amenazante alrededor de sus recuerdos.
Tuvo la sensación de que la hilera de abedules alineados más allá del muro del amplio predio del hospital algún día inevitablemente desaparecían. La angustia la tomó desprevenida y la recibió de mala gana. Cuando arribó a este punto sintió el temor de iniciar un nuevo descenso por los escalones invisibles de la melancolía. Se avergonzó. No soportaría el padecimiento de una nueva tragedia desatada sobre los gallardos troncos plateados. Consiguió una bocanada de calma desviando el pensamiento. El sencillo acto involuntario de los músculos respiratorios la había sacado de su estado desesperado, la cadencia repetitiva del mismo la fue calmando hasta devolverle la tranquilidad. La premonición del destino trágico de las plantas, sin ninguna duda, la sumergía en el dolor y la excitación.
Prefirió concentrarse en otra cosa, en los picos nevados de Los Andes, en las alas coloridas de las mariposas bajo la opulencia de los coihues, en la frescura que sentía en la piel de sus dedos cuando revolvía la tierra fresca entre los tocones, cerca del lago Mascardi. De todos modos, no pudo dejar de pensar, que, de tanta meditación en los corredores del hospital en el cual se encontraba hacía un par de años, esa parcela de la memoria podría limar sus aristas hasta perderse en el olvido para siempre.
La psicóloga había intentado, sin progreso alguno, destrabar la obsesión de Daisy por la protección de la flora, por eso se interesó tanto en la reacción de su ánimo, ese día de otoño, cuando vio a los peones municipales con sogas y arneses en la entrada del psiquiátrico.
La doctora llamó a la empleada de la limpieza para saber si conocía algo acerca del propósito de los obreros. Al principio la empleada pareció no entender cuál era el motivo preciso de la consulta y siguió barriendo, pero después comentó que, aunque no había prestado atención, alguna sospecha tenía. La médica insistió y la mucama dio su parecer: era probable que hubiesen venido a podar dado que había visto a los camiones azules de la Municipalidad — y a los trabajadores subidos a los árboles — en las principales avenidas de la Capital.
Luego de escuchar la conversación, Daisy se acercó a la ventana, alzó los talones y observó el comienzo de la tarea.
Afuera, los hombres subieron en busca del cielo. Levantaron la cabeza y abrazaron los troncos gruesos ayudándose con la fortaleza de las piernas. Hubo quienes se rasgaron las ropas en el arrebato del ascenso. Parecía que la temeridad les proveía del estímulo para encaramarse sin pensar en el vértigo. Eran dos por cada árbol.
Daisy enroscó una de sus trenzas y se mordió el labio inferior.
Los leñadores ascendieron hacia lo alto a fin de descabellar el follaje mustio. Tomaron los machetes y golpearon hasta que los tajos abiertos alcanzaron la ternura de la pulpa. Los muros replicaron los ecos de los sonidos asestados a la madera. Las astillas blancas volaron como una nieve de lamentos en la orfandad de la tarde grisácea.
Daisy se frotó con la manga de la blusa los ojos húmedos y no dijo nada.
Las hojas crepitaron aplastadas bajo el estruendo de las ramas impactando contra el piso. Los tallos mutilados cayeron dramáticamente girando en circulares movimientos de abandono. Los taladores dejaron momentáneamente de golpear, satisfechos por la siega caótica de los primeros desprendimientos. Corroboraron la eficiencia de la labor observando los restos esparcidos en el suelo, y luego, prosiguieron la tarea de amputar los restantes brazos vegetales. Un trueno vigoroso sacudió el aire y comenzó a llover.
Daisy se asustó por el estampido y levantó las cejas en un movimiento inesperado.
Los hombres redoblaron su empeño en continuar a pesar de que las gotas agudas del diluvio, desatado de improviso, les lastimaban los párpados. No cesaron en la voracidad de la tala. El agua mojó con abundancia la corteza plateada de los abedules y los cuerpos de los peones, vencidos por la fuerza del torrente que bajaba del cielo, resbalaron hacia abajo perdiendo el sustento ofrecido por la rugosidad de los nudos.
El vidrio de la ventana estaba empañado por la cercanía de su aliento: Daisy deslizó el codo en círculos concéntricos para mejorar el campo visual.
Los leñadores perdieron los amarres debido al furor del temporal y se desplomaron, inevitablemente, estrellándose contra la dureza del asfalto. Algunos fallecieron en el acto. Otros, antes del desenlace de la agonía, observaron desconcertados a su alrededor sin comprender la extraña violencia de los hechos. Cuando la tragedia había llegado a su fin, el alboroto cesó en forma casi intempestiva y el amplio predio del hospital psiquiátrico quedó inmerso en el tenso sigilo de las cosas que callan repentinamente.
Daisy tomó la muñeca de trapo, la abrazó con firmeza sobre su pecho y le acarició la panza rellena de estopa.
La savia avanzó por los adoquines en una telaraña de hilos transparentes introduciéndose por los huecos de las alcantarillas. Los árboles quedaron inmóviles. Al rato el aguacero amainó convirtiéndose en una llovizna suave que terminó en silencio. Luego comenzaron a llegar las calandrias, con gajos en los picos, a rehacer los nidos. Cuando empezó a oscurecer acudieron las enfermeras con las camillas a recoger los cuerpos y los colocaron dentro de las ambulancias.
Daisy se retiró de la ventana y sin quitarse la ropa, acostada boca arriba, pasó el resto de la tarde llorando.
Sus emociones eran un ovillo confuso y con mucha dificultad soportaba la culpa en el fondo de su corazón. No era algo menor. Tenía razones. Había deseado con todas sus fuerzas que la furia del agua arrancara a esos predadores de las copas de los árboles y el castigo de la caída fatal contra el suelo terminara con sus vidas.
Tiró de sus trenzas con rabia.
Se identificó con el escarmiento de la naturaleza. La violencia la había dejado exhausta.
Buscó alivio en algo, o en nada.
De a poco fue sintiendo cierta satisfacción en su cuerpo. Sus huesos se comportaban con la timidez de un esqueleto de ramas oculto bajo los músculos. Sintió el alborozo de un cosquilleo en la simetría transversal de sus costillas. La colmó de regocijo la aparición de brotes claros en el centro de unos granos minúsculos alineados sobre sus caderas. Debajo de la piel la arañaban pequeños escozores. Incorporándose con escasa flexibilidad, dejó su habitación y llegó a una de las aberturas que daban al parque. Bajó con cuidado la escalinata y se detuvo erguida en medio del cantero principal. Los dedos de sus pies conformaban los bulbos de un rizoma de delgadas extensiones introducidos en la tierra. Sus piernas y su torso se habían unido con orgullo en un tronco cilíndrico, de color blanco, como la luna. Alzó con suficiencia sus extremidades superiores. Las hojas verdes nacieron con naturalidad hasta alcanzar una longitud acorde a su estatura. La única esperanza caería del cielo en forma de agua.
Se preparó a beber el líquido de la profundidad del suelo y los nutrientes necesarios para poner en marcha el movimiento de la savia que la alborotaba por dentro.
Daisy no advirtió la conversación de las psiquiatras de guardia, ocultas detrás de los pliegues de la cortina blanca, en la puerta doble que daba al jardín. ¿Qué hace parada ahí?, preguntó la más alta. No sé, respondió la otra y a continuación agregó sorprendida, parece esperar algo. Las dos se estremecieron cuando un relámpago iluminó el fondo del firmamento. Luego continuaron el diálogo. Es la chica internada del pabellón lateral… hoy estaba llorando porque habían talado los árboles, le informó la primera. La tormenta la va a empapar, señaló la otra, ahora mismo llamo a la enfermera de turno para que la lleve a la sala. Yo me voy a fijar si le dieron la medicación, dijo la más alta, y las dos se fueron hacia adentro por diferentes corredores.
Daisy aspiró el aroma de la lluvia.
El aire redondeaba el dolor de los abedules, dolor sin luna, dolor infinito.
Daisy se sintió mejor cuando resbalaron las primeras gotas por las nervaduras de las hojas de su flamante follaje.
Y logró la plenitud un poco después, al percibir por debajo de la tierra el conocido rumor del lenguaje que llegaba a los dedos de sus pies a través del murmullo subterráneo de las raíces de los árboles.

Este cuento pertenece al libro “La rotación de las cosas” de Raul Ariel Victoriano

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Raul Ariel Victoriano
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Alguien que escribe con el incierto propósito de saber de qué se trata la literatura. https://hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com/