Lucidez

Mau
Vestigium
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5 min readSep 24, 2022

Abro los ojos y como todas las mañanas entre semana, me estiro como un gato. Algunas coyunturas truenan haciendo cosquillas lo cual me recuerda que tengo casi la cincuentena. Me doy media vuelta entre las sábanas y quedo boca arriba, donde paso al menos unos dos minutos solamente tratando de ajustar la vista y respirar. Son mis dos minutos de paz absoluta y los que más aprecio de todo el día, por la simple razón que no persiguen ninguna causa.

Solamente estar, respirar y ser sin motivo. Pero son solo dos minutos.

Luego me siento, usando la misma técnica que mis persistentes dolores de espalda me han enseñado: saco una pierna y de medio lado empujo con un brazo para incorporarme, quedando al borde de la cama. Ya aquí el sueño perdió la lucha y es improbable que me vuelva a acostar. Ya de este punto en adelante comienza mi día, y mi rutina, oficialmente.

La rutina es una cosa terrible y maravillosa al mismo tiempo.

A través de los años, mis mañanas han pasado por varios escenarios, pero siempre acaban siendo rutinarios. Cuando mis hijas estaban pequeñas, eran un poco caóticas las mañanas, con tanto que hacer y a la vez, alistarse para irse a trabajar. Ahora, con el tiempo y con ayuda de la pandemia, ya no son como un terremoto de 7 grados Richter. No hay niñas, no hay esposa huraña en las mañanas, no hay que bañarse temprano ni que pelearse con el tráfico de camino a una oficina.

Que maravilla es el teletrabajo, como simplifica todo. Ahora ni siquiera desayuno, así que todo se reduce a hacer un café, negro y sin azúcar, sin adornos (como mis mañanas), es lo que marca el final del primer acto.

De aquí en adelante el tiempo simplemente transcurre como si yo estuviera viendo una película. Una de esas en blanco y negro, donde yo soy el protagonista y me veo a mí mismo haciendo cosas. Parte comedia, parte drama, y con un muy buen soundtrack. No es una película aburrida, pero siento que le falta algo.

Al final del día, no tengo una manera específica de terminar la jornada. A veces leo un libro, a veces veo alguna serie en Netflix. A veces escribo, como hoy, para exorcizar demonios. Me gusta el ritmo al que me obliga escribir, a ir lento y desgranar esos sentimientos que llevo dentro poco a poco, por miedo a que sean una bomba de tiempo y, si lo hago muy rápido, me revienten en la cara. Uno que comúnmente identifico, la razón por lo cual hice toda esta introducción, es el de sentirme “inadecuado”.

Es un sentimiento recurrente, que conlleva esa sensación de estar “fuera de lugar”. Es mi vida y no tengo otro lugar donde estar, ya lo sé, pero es lo que percibo. Es como si el entorno fuera de un blanco inmaculado y yo color negro azabache. Pero sin la belleza o romanticismo del contraste. Simplemente la mancha en la sábana.

No es igual que llegar a una fiesta donde uno no conoce a nadie, o a algún bar y darse cuenta que todos los presentes tienen 15 años menos que vos. Uno se siente fuera de lugar ahí, pero no es eso lo que describo acá. Es más bien como sentirse “fuera de lugar, un poquito, siempre”.

Ahí es cuando mi cerebro lógico trata de buscar una razón para ello. Y no la encuentro, sin importar que tanto me exprima las neuronas, no logro dar con razón aparente. Tengo todo, al menos todo lo que necesito y eso incluye cosas materiales y el cariño de mucha gente. Pero es como si me faltara algo. Constantemente, es como si esa voz en mi cabeza me susurrara — porque nuca grita — , que algo anda mal por sentirme así.

Se ve tan real. Siento que soy uno de esos grandes rompecabezas y ando buscando las piezas que me faltan, pero siempre faltan. Hay algo ahí dentro que no logro descifrar, un camino desconectado del resto, una parte que falta en la historia, una llanta desinflada en medio del desierto.

¿Insuficiencia? ¿Letargo? ¿Exceso de comodidad?

¿Demasiada tranquilidad, quizá? Ni idea, pero estoy acá parado en un borde imaginario hablando conmigo mismo de esto. O mejor dicho, viéndome a mí mismo parado en un borde, preguntándome cómo llegué ahí.

Tantas preguntas sin respuesta y ya siento que la noche se hace lenta. Me pesan los párpados un poco y apago la lámpara de la mesita de noche. Se escucha todo tan real, pero si alguien me dijera que estamos dentro de la Matrix de la película, que somos una de esas proyecciones y en realidad me estoy imaginando todo, no lo dudaría tanto. Definitivamente sería una sensación parecida.

Pero sé que no es posible, y tengo pruebas que son pequeñas pero poderosas. Hay destellos de realidad en todo este océano de emociones fabricadas. Casi siempre involucran a alguien más, que provocan sensaciones que no podrían inventarse. Absolutamente crudas y humanas, y no admiten otra explicación que vivir la realidad del momento. Son pocas, pero hacen las veces de cables a tierra. El norte de mi brújula interna cuando quiero simplemente soltar y dejar que el barco se navegue solo.

¿Qué clase de trama sería estar imaginándome que estoy sentado escribiendo esto, dudando existencialmente de mi realidad imaginada, sabiendo que yo mismo estoy detrás de todo? Como el mago de Oz. No tiene gracia recorrer el camino de ladrillos amarillos si uno sabe el final del cuento.

Porque al final lo que nos llevamos es lo aprendido y eso lo aprendemos en el camino, nunca al final. Al final del camino solo le damos sentido a las cosas que ya sabíamos.

Si mi mente fuera una ciudad, a estas alturas ya se va quedando vacía. Los últimos pensamientos, como los borrachos que echan del bar de madrugada, tienen que irse a casa. Y las luces de las avenidas se van apagando paulatinamente, hasta que lo último de se distingue es la tenue luz plateada de la luna. Esa nos acompaña siempre mientras soñamos. Me quedo dormido, convencido de que mañana también me voy a sentir “inadecuado”; porque los mismos sentimientos estarán ahí, esperando a que aparezca la última pieza del rompecabezas aunque es posible que nunca aparezca.

Por lo pronto, seguiré animando al protagonista de la película a que cuando amanezca, vuelva a abrir los ojos y se estire como un gato, pero en esos dos minutos de clarividencia matutina pueda ver fugazmente, o intuir al menos, esa parte del camino que tímidamente no se deja descubrir.

Quizá entonces la vida consiga tener sentido completo y pasemos al siguiente nivel del juego.

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Escribo para cambiar el mundo… Mi mundo