Me las llevo de profunda

Sostengo mi cigarro viendo a la deriva mientras me pregunto qué putas finjo ser

La Wira
Vestigium
4 min readOct 11, 2020

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Fumar es de fumados, o al menos siempre pensé eso. Cuando tenía cinco años mi papá me dio de probar su puro en el balcón de nuestro apartamento. Recuerdo toser mientras él se reía histéricamente. Yo, con mi rostro pintado de lagrimas, intentaba reírme con él mientras me ahogaba a bocanadas.

El olor a habano estaba muy presente en mi infancia, acompañado de un acento latino agringado suspendido entre ese aroma que me recuerda a hombres hablando de política, negocios y nada. Fumados, aquellos, que barnizaban la sala con ese olor a contrabando que me intimidaba de niña.

Después de ese día, juré nunca volver a fumar, pero los niños no pueden cumplir promesas porque desconocen la noción del tiempo, y además, me incomoda la obediencia desde que logré entender lo mucho que lo disfrutaba.

Cuando tenía trece años, vi a mi hermano fumar. Con furia le arranqué el cigarro de la boca y lo aplasté con mi pie, declamando juicios moralistas que no tengo energía para recordar. Mi ansiedad por rescatar empezó desde muy joven, pero ya me cansé de arrancar cigarros de bocas que solo encontrarán algo más que esconder entre sus dientes.

A los diecisiete fumé otra vez y le encontré el gusto a traumas solapados. Obviamente no sabía cómo hacerlo, pero tenía amigos (olvidados) que me enseñaron a darle el famoso golpe al cigarro—la encarnación final del pecado.

Parada en la terraza de una discoteca antigüeña, veo las calles empedradas rebozar con gente mientras intento identificar personas que no pueden saludarme. Mi amigo sin rostro me dice:

—Imagináte que tu mamá llegara ahorita, ¿qué harías? —como imbécil hice esa inhalación chapina que expresa recuerdos intrusos, mandados olvidados, noticias inesperadas y esa sensación cuando uno no siente el ticket de parqueo en su bolsillo. Y así nomasito aprendí a ser una pecadora. A veces, sin que nadie lo sepa, inhalo con esa sorpresa fingida, para darle un aire nostálgico de hipocresía, rebeldía y distracción a mi paletita de cáncer.

Con el tiempo, me volví esa wira que fumaba cinco cigarros en una noche por la gracia de desconocidos que me otorgaban el clavo a mi ataúd con aires de conquista. Es curioso cómo ofrecemos toxicidad en cambio de atención, ¿no? Por algo las telenovelas son famosas.

Ah, pinche Marlboro double fusion, me tiene conquistada desde que rozó mis labios, como un beso tierno de la adolescencia que no puedo dejar de romantizar. Siempre lo imaginaré como ese sueco vestido con estilo glam rock de los años 80, cubierto de brillantina, con un tatuaje en su labio inferior que decía slüt. Muchos se burlaron, pero todos deseaban tener una fracción de popularidad que emanaba su estilo excéntrico.

Negué por años mi tendencia a fumar y juré nunca comprarme una cajetilla, lo cual resultó replicando una relación de amigos con derecho donde al final yo resulté colgada. Me las llevo de cínica por cinco minutos y me convenzo que las promesas son para personajes de ficción y kantianos (que vienen siendo lo mismo), porque no me creo capaz de perdonar tantas rupturas de mi pasado. Prefiero olvidar que perdonar, entonces inhalo mis mentiras y exhalo negación, pitando el horizonte con mis traumas reprimidos que Freud amaría desenredar. (No existe la pseudo-intelectualidad sin mencionar a Freud al menos una vez, esa es la primera regla del profundo).

Así que fumo, mientras observo el tráfico arrastrarse, tratando de adivinar cuántas veces tengo que repetir este sin sentido hasta llegar al diagnóstico de cáncer. Bueno, pienso, cáncer ya sos. Y me río sola, mareada, por mis ocurrencias y mis miedos, encapsulada en un momento perfectamente narcisista. ¿Pero será narcisismo sin el reflejo exterior? No lo sé, pero no importa, porque ese momento no existe para esclarecer el aforismo de mi existencia.

En ese preciso instante, quiero ser una fumada, aquella que describe cómo tiene que morder la pelota de menta en su cigarro porque sus dedos son muy débiles o aquella que aprecia ver el humo esfumarse entre nubes grises que esconden terrazas de edificios lejanos que parecen estar perpetuamente vacíos. Gozo reconocer la mirada de Tánatos mientras el humo de mi amor imposible se despide de mis labios con una sonrisa (suya, mía, tuya y de todos).

Honestamente, me gusta llevármelas de profunda, porque solo así nos atrevemos a sumergir nuestra mano en lo más podrido y hermoso de nuestro ser sin esperar tocar fondo. Por un momento, me doy cuenta lo casaquera que soy y me río con absoluto gozo ante mi desprecio.

Observando el atardecer, le dedico mi última exhalación a mi padre en ese mismo balcón, donde lloré y reí con la contradicción hermosa que nos humaniza, llevándomelas de profunda, fumada, ilustrada y todo lo demás que hace mi ego despegar.

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La Wira
Vestigium

Estoy cansada de disculparme entonces esperá honestidad desempolvada. Soy una fresa ácida. IG: @wiritaaa