No se olvida

Carlos Manuel Montero Flores
Vestigium
Published in
4 min readOct 6, 2020

Hoy es 2 de octubre. “No se olvida”. Si eres mexicano conoces la historia. El gobierno envió a las fuerzas armadas a asesinar estudiantes. Era 1968. Uno de los eventos más indignantes de la historia nacional.

La fecha se resiste a ser olvidada. En la televisión hay documentales y películas al respecto. Una de las más famosas, quizá, es “Rojo amanecer”. La primera vez que vi la película fui acompañado de mi madre. Debí tener 16 o 17 años. Ninguno de los dos la había visto. Ambos salimos llorando.

Por aquellos años (que ya casi suman 10) vivía en Xalapa, capital de Veracruz. Siempre he sido callado, introvertido, de aquellos que no hablan si no tienen nada que decir. Pero eso no evitaba que fuera crítico, insumiso y provocador. Tenía mucho que decir sobre la realidad lastimosa. “¡No más sangre!” “¡No más PRI!” “¡Fuera el ejército!” Marché. Dejé volantes en las casas y coches. Lo mismo publiqué un periódico escolar denunciando lo que estaba mal. Milité en agrupaciones de izquierda. Conocí anarquistas y socialistas, activistas y laicos, obradoristas y apartidistas, profesores y periodistas. Porté pancartas, banderas rojas, máscaras, periódicos, mi puño en alto. Exigí por desnormalizar la violencia, por educación de calidad, por castigar la corrupción, por la libertad de expresión.

Aun recuerdo que en una tarea escolar se nos pidió un collage sobre un artículo de la constitución política. Elegí el artículo sexto, mostrando al entonces gobernador Javier Duarte como un represor de la libre expresión. Se me puso 8 porque resultaba un poco exagerado. Hoy Duarte es el emblema nacional de la corrupción, de la persecución y represión periodística. Todos sabemos que por sus órdenes se silenció a muchos de los que se atrevieron a decir lo que pasaba.

A uno de los compañeros más rebeldes, de aquellos que se cubrían el rostro y rayaban las paredes, lo sorprendieron una noche. Personas con chalecos de policía y pasamontañas negros rompieron la puerta de una casita donde se encontraban él y otros amigos suyos. Se cuenta que entre gritos les dijeron que ya sabían que ellos querían ir a quemar la universidad, y el palacio de gobierno, y las calles, y que por eso habían ido a verlos. Los intrusos sacaron machetes y comenzaron a darles, como quien corta caña, como quien clava sus filos en troncos. En la cara, la espalda, los brazos, las piernas. A mujeres y hombres por igual. Todos jóvenes. Todos estudiantes. En la nota roja del diario local aparecieron fotos de la casita: todo destruido, todo revuelto, todo manchado de sangre.

Nadie estaba seguro. Las sirenas de las patrullas eran señal de alarma, de tirarse al piso, de una posible bala perdida que te diera. Aprendimos a distinguir entre la pirotecnia y las balas. Aprendimos que del ejército venían los zetas. Aprendimos que sospechosamente los asesinatos pasionales aumentaron entre los periodistas, entre los ambientalistas y defensores de derechos humanos. Nadie estaba seguro, ni los viejos, que un día decidieron protestar por falta de meses de pago de sus pensiones y sólo recibieron abrazos de las macanas eléctricas de los policías. Desaparecían jóvenes todos los días y nadie hablaba de ellos.

Ambos salimos llorando.

Ay, hijo. Eso mismito que les pasó a los muchachos es lo que pasa ahorita, todos los días. Pero ahora ya nadie dice nada. Todos tienen miedo. Todos están calladitos. Y yo nada más te veo a ti, que sales a tus marchas cada fin de semana, y que andas diciendo cosas contra el gobierno. Nada más pido que no te pase nada a ti, pero bien que te conozco y sé que nada de lo que te diga te va a hacer cambiar. Así eres tú, de esos idealistas. A ver cómo te va ahora que te vayas a la ciudad, allá que sí son bien alborotados.

A los 18 me vine a la capital (que en ese entonces aun era el DF) a estudiar sociología en la UNAM. El semillero por excelencia del pensamiento crítico de izquierda. Pero mi actividad se redujo a cero. La capital era una burbuja dentro del país, no alcanzada por la violencia militar, con grandes avances en las libertades sociales. En la universidad el llamado a la rebeldía era lo normal, lo que se esperaba sin más. Un salón que gritaba “¡REBELDÍA!” con imágenes de Marx, el Che, Lenin, por dentro tenía internet y fotocopias por un peso la página. Otro salón con la estrella roja, la hoz y el martillo dentro vendía café zapatista y agua caliente para hacer té. El resto de salones, o cubos, eran depósitos de mercancía de comida de los vendedores ambulantes.

A falta de problemas locales, apoyé los eventos de talla nacional como la defensa del petróleo, la acampada de profesores de la CNTE, la exigencia de justicia por los normalistas de Ayotzinapa. Pero siempre sentí que era prescindible, que aquí hay demasiada gente, demasiados manifestándose. No como en Xalapa, donde a veces no pasábamos de las 20 personas. Quizá al final fue lo mejor. Quizá algún día me hubiera identificado el gobierno y sólo mi madre saldría llorando.

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