O de cómo aprendí a amar el espejo negro

Fernanda Rio
Vestigium
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5 min readMay 24, 2022

En una entrevista con Mike Wallace, a unos meses de que el primer episodio de Twilight zone saliera al aire, Rod Serling habla sobre la censura en la televisión estadounidense, sobre esas historias y comentarios sociales que él y otros escritores evitaban a priori para no tener largos y frustrantes conflictos con sus patrocinadores. Con una sonrisa malvada confiesa que su nueva serie de fantasía y ciencia ficción busca crear contenido de calidad — en algún momento incluso llama a los episodios ‘filmes de treinta minutos’ — y no meterse en conflictos políticos ni sociales. Rod Serling estaba mintiendo.

Los primeros treinta y seis capítulos de Twilight Zone fueron transmitidos entre 1959 y 1960. Mientras la audiencia disfrutaba de terroríficas historias sobre viajes en el espacio- tiempo, astronautas, alienígenas, seres manipuladores o criminales, en realidad se estaban mirando a sí mismos. Se ha escrito mucho sobre la gran habilidad que tuvo Serling para esquivar la censura disfrazando temas como la Guerra Fría, las bombas nucleares, el racismo, el comunismo y la obsesión con ciertos aspectos superficiales de la sociedad bajo las apariencias de la ciencia ficción, y también muchos han sido quienes han querido imitarlo. El más famoso de estos imitadores es Charlie Brooker, el creador de Black Mirror.

Después de su estreno en Channel 4 de Reino Unido en 2011, y con sólo tres capítulos, Black Mirror se convertiría en algo parecido a nuestro evangelio. Su crítica a una sociedad globalizada, hiperconectada y obsesionada con la tecnología nos refleja de manera tan exacta como la oscuridad de las pantallas que le da nombre. Una temporada después la serie sería adquirida por Netflix. En 2015, Amazon Prime estrenaría Mr. Robot, un techno-thriller sobre activismo cibernético y en 2019, HBO y BBC lanzarían Years and Years, una serie dramática sobre la caída del sistema financiero y la integración de la tecnología incluso en nuestros cuerpos. Las distopias televisivas se convirtieron en grandes franquicias pero cada vez se alejaban más de la fantasía y la ciencia ficción. Es decir, la ficción necesitaba cada vez menos de los seres extraños, de las creaciones aberrantes de científicos maniáticos y de la separación temporal para que los universos distópicos fueran verosímiles a nuestros ojos. La realidad parecía ser ya esa decadencia tan anhelada. Por ello, Charlie Brooker tomaría una pausa para escribir la sexta temporada de Black Mirror en 2020: ‘At the moment, I don’t know what stomach there would be for stories about societies falling apart’. La pandemia y sus innumerables consecuencias habían sobrepasado por mucho las catástrofes distópicas que podrían poner en jaque a la humanidad y los guionistas se habían quedado pasmados.

Hace unos días, y en lo que parece el ocaso del covid-19, Netflix y Charlie Brooker confirmaron la preparación de una nueva temporada de la serie. La pregunta que queda en el aire es, ¿qué nos hace seguir anhelando ver a la civilización en ruinas? Al comienzo de la guerra en Ucrania, el filósofo Franco Bifo Berardi lanzó un texto como un puñetazo llamado ‘Guerra y demencia senil’, donde exploraba el concepto de Occidente. Para hablar de la guerra hay que hablar de la decadencia de un sistema económico y político blanco que ha traído a la sociedad hasta el momento presente. Pero a los líderes de Occidente y, por adherencia, a nosotros no nos interesa el momento actual, sino el Futuro: ‘Tratemos de definir Occidente como la esfera de una raza dominante obsesionada con el futuro. El tiempo tiende hacia un impulso expansivo: crecimiento económico, acumulación, capitalismo. Precisamente esta obsesión por el futuro alimenta la máquina de la dominación: inversión del presente concreto (del placer, de la relajación muscular) en un valor futuro abstracto. (…) Esta fijación en el futuro no es en modo alguno una modalidad cognitiva humana natural: la mayoría de las culturas humanas se basan en una percepción cíclica del tiempo, o en la expansión insuperable del presente.’ Para Bifo, los caprichos militares de los políticos en el poder no son más que un suicidio del Occidente blanco que prefiere ver la extinción del planeta entero antes que la desaparición de la clase dominante.

El dominio del capitalismo es tan claro que nadie se atreve a cuestionarlo, dice Marc Augé en su libro The Future. Nuestro planeta está siendo modificado, contaminado; la vida en las ciudades está siendo reorganizada, equipada, precarizada; nuestras vidas privadas están siendo expuestas y monetizadas y no hay nadie que pueda oponerse o retar estas situaciones: ‘The protesters, when they manage to make themselves heard, are themselves imprisoned in the world of images created by the prodigious expansion of the media and electronic communications.” Ante la impotencia, hemos encontrado una manera de fetichizar nuestra inconformidad a través de la cultura mainstream.

En el segundo capítulo de Black Mirror, ‘Fifteen Million Merits’ (2011), los obreros ganan méritos pedaleando bicicletas aeróbicas que generan energía para sostener las interminables pantallas que absorben sus pupilas cada minuto del día. Los únicos que están exentos de esta labor es la clase alta, la cual se dedica a generar el contenido que los demás están obligados a ver. Bing, uno de estos obreros, hereda 12.000 méritos de su hermano, una cantidad que le da el lujo de saltar los comerciales de la máquina imparable de entretenimiento que es su cotidianidad. Bing descubre a su compañera de ciclismo, Abi, cantando y decide ayudarla a conseguir los méritos suficientes para audicionar en una competencia de canto, una clara parodia de X-Factor o The Voice llamada Hot Shots. Abi no es aceptada pero uno de los jueces le recomienda trabajar en películas para adultos. Bing, destrozado, consigue entrar a Hot Shots y amenaza con suicidarse en vivo. Contrario a lo que el espectador esperaría, los jueces encuentran en él un gran talento dramático para criticar a la sociedad-pantalla desde las pantallas mismas, dándole su propio programa.

Fifteen Million Merits es la crítica y burla que hace Black Mirror de sí mismo. La máquina del entretenimiento ahora se alimenta de esos comentarios sociales, se reconforta en las ruinas de la sociedad postmoderna y de nuestros propios futuros inciertos. Ha logrado convertir nuestra protesta en ganancia y así, de alguna manera, anularla. Nosotros, a diferencia de los espectadores de Twilight Zone, somos conscientes de cómo funciona este mecanismo y ya no experimentamos ningún tipo de culpa ni estamos preocupados por nuestra emancipación. La demanda de contenido distópico y apocalíptico crece cada día y la industria lo proporciona, como en el caso de Don’t look up de Adam McKay, una película estrenada en Netflix con el propósito de concientizar sobre el cambio climático que sólo logró alimentar trending topics sobre Leonardo DiCaprio durante un par de semanas.

Revisitando las entrevistas de Rod Serling el desencanto por las narrativas distópicas es inevitable. Twilight Zone era una serie sobre la condición humana y sus complicaciones en un momento álgido de la Guerra Fría y diversas disputas raciales, su intención era que a través de las analogías el público estadounidense pudiera hablar de esos temas y desarrollar un pensamiento crítico al respecto, aunque no fueran del todo conscientes de que las historias que veían cada semana en la televisión los orillaran a ello. Incluso, una gran sorpresa para el equipo de producción fue la aceptación que tuvo el programa en el público infantil, que se desvelaba para terminar cada episodio. Hoy, las historias distópicas o apocalípticas no nos parecen trascendentes y como los personajes de Don’t look up, nos recostamos por las noches a ver el meteorito acercarse a nosotros en completa resignación.

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