Crónica

Pérdida de juicio

Un pueblo pequeño, un acusado y una víctima a la que nadie pregunta nada.

E. Quinto
Vestigium

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[Nota: Esta crónica es la reconstrucción de un caso hallado en el archivo judicial de Medellín.]

I

En las tierras de oro de Antioquia, en Colombia, vivieron Amelia Quintero y María Ortega, el típico par de señoras que nacen, se crían y mueren en el mismo pueblo. Todos los días salían juntas a caminar las calles del pueblo con las bocas llenas de vidas ajenas, pecando de pensamiento y de palabra. Sobre todo, de palabra.

El día que moría septiembre de 1922, murió también Ana Rosa Mejía, mujer conocida por todos, viuda y vuelta a casar. Dejó en este mundo a Julián Saldarriaga, su segundo esposo, hombre de treinta años, sin educación, pobre y trabajador. A su cargo quedaron un hijo que tenían en común ─un niño de diez años─ y dos entenados: los hermanos Botero.

Con la muerte de Ana Rosa, los Botero quedaron del todo huérfanos mas no desamparados. Bajo la tutela de Julián, Judith Botero, con apenas quince años, heredó el lugar de mujer de la casa: aprendió a cocinar, se encargó de los menesteres del hogar y cuidó de todos con gran dedicación.

Luego de sepultar a la difunta, durante nueve días seguidos, en las noches, los vecinos se reunían en la casa de los dolientes a rezar, entre pabilos humeantes, sartas de padrenuestros y avemarías para evitar que el alma de Ana Rosa conociera el gran infierno al que están condenados los pueblos pequeños.

Desde el salón de los Saldarriaga, sólo se podía ver el pasillo que conducía al solar, y una habitación que no tenía puerta. Al interior de ésta, se adivinaba una mesita de noche mal puesta y una pequeña cama que no tocaba ninguna de las paredes.

En ese salón, Amelia y María rezaron varias noches.

II

El último día del novenario, después de la bendición final, Judith agradeció la compañía de las rezanderas, mientras que Julián acostaba en la cama a su hijo que se había dormido en sus brazos. Para que Julián hiciera lo mismo, Judith fue a la cuidar el sueño de su hermano y se echó a su lado. Julián, entonces, volvió al salón a responder las miradas de conmiseración con sinceros agradecimientos y, de la forma más cortés que pudo, despidió la visita.

Esa noche, por alguna razón, Amelia Quintero y María Ortega no querían irse: fingían más rezos a la vez que miraban por el rabillo del ojo a la niña Botero recostada en la cama.

Con los primeros rayos de luz del día siguiente, Amelia y María se fueron en carrera hasta la iglesia del pueblo para ser las primeras en ver al cura Benítez. Hablaron con él algunos minutos y luego se arrodillaron a esperar la misa. Al otro día, a esa misma hora, Judith estaría desnuda frente al doctor Francisco Pérez.

III

«No había terminado el luto por la muerte de doña Ana Rosa cuando el cura
Benítez me pidió el favor de que acompañara a la señorita Judith hasta el pueblo vecino. Íbamos en camino, montados en las bestias, cuando un policía ─no recuerdo cuál─ nos dijo que nos devolviéramos porque el alcalde nos necesitaba. Una cuadra antes de llegar al Palacio Municipal, alguien ─no recuerdo quién─ nos dijo que era en el hospital donde la necesitaban, no a los dos, sino solamente a la señorita Judith. De todas formas, la acompañé».

— Juan de Jesús Galeano, funcionario de la alcaldía del pueblo.

El médico Francisco Pérez y Matilde Pacheco hablaban en voz baja cuando Judith entró al consultorio. Pérez venía cada ocho días desde la ciudad para atender a los enfermos del pueblo, y la señora Pacheco, que hacía las veces de asistente, era la directora del hospital. En una cita que no duró más de cinco minutos, Judith se desnudó, Francisco la examinó y Matilde tomó algunas notas: “Púber. Cuerpo pequeño formado por completo. Sin señales de violencia. Labios vaginales rojizos. Desflorada”.

En el recibidor del hospital, entre pacientes que sudaban de fiebre y enfermeras que sudaban del calor, Juan de Jesús esperaba a Judith. En esas estaba cuando vio llegar a Julián Saldarriaga. Agitado, Julián entró justo cuando la niña Botero salía del consultorio y le preguntó preocupado: “¿Qué pasó?, ¿por qué la están examinando?”, pero respondió el silencio. Entonces ordenó impaciente: “Que me digás por qué te están examinando”. Sin levantar la cabeza, Judith se acercó a él y, enlazando sus brazos en el cuello de su padrastro, le explicó algo al oído.

Julián perdió los colores y quedó petrificado: era el principal sospechoso de la corrupción de la señorita Judith Botero.

IV

«Judith es una niña más bien de pocos años, pero ya mujer (…) Aquí se ha visto,con frecuencia, que las niñas son perdidas hasta por sus propios padres…»

— Fragmento del archivo judicial.

Muchos vecinos de los Saldarriaga se acercaron a testificar ante el juez que llevaba el caso contra Julián. Las declaraciones se repetían, una tras otra, asegurando que, después de la muerte de Ana Rosa, Judith se había consagrado a las labores domésticas, que no le conocían novios ni pretendientes y que era una joven humilde y moderada. Lo cierto es que Judith se había cuidado de que el pueblo se hiciera mala imagen de ella, ni siquiera iba sola al río a lavar la ropa y jamás salía sin la custodia de alguno de sus hermanos.

Con estos testimonios, ni el juez ni nadie en el pueblo dudaban de que Saldarriaga era culpable y aunque hubo testigos que dieron fe de su buena conducta, ninguno se atrevió a meter las manos al fuego por él. Un año después, la investigación no se había concluido pero el pueblo ya había dado la sentencia: Julián, el corruptor, tenía que estar en la cárcel, y a Judith se la miraba con lástima y recelo, ¡pobre pecadora!

Tal vez el primer aniversario de la muerte de Ana Rosa le recordó a Amelia Quintero las nueve noches de rezos en el salón con vista a la habitación sin puerta. Con la boca amarga (ese es el sabor del arrepentimiento), hizo acopio de valor, acudió ante el juez y pidió volver a declarar en el caso de Julián Saldarriaga: quería modificar su testimonio.

La mañana que se reunió con el cura Benitez, Amelia había prometido a su amiga guardar el secreto; pero nuevamente en el estrado, juró a Dios confesar la verdad:

  1. Que no le constaba que Judith Botero hubiera dormido en la misma cama con Julián Saldarriaga.
  2. Que no sabía si había más camas en la casa.
  3. Que todo fueron suposiciones suyas y de María, pura curiosidad.

Cuando Julián escuchó las revelaciones de Amelia Quintero, acogió la esperanza de un milagro. Sólo un milagro podía salvarlo porque, al fin y al cabo, Judith seguía desflorada y todos creían que Julián era el culpable. Tal vez la única persona en todo el pueblo que conocía su inocencia era Judith, pero a ella nada le habían preguntado.

V

Cuando el juez dio la orden de interrogar a la señorita Botero, ella y sus hermanos ya llevaban meses viviendo en un pueblo vecino con una pariente. Con más afán de verdad que de justicia, el juez contactó al alcalde de esa población, y enviándole una hija con las preguntas puntuales, le cedió la potestad y le encargó hacer el cuestionario.

Juan Escobar (tal era el nombre del alcalde), con la hoja en la mano, llegó hasta la casa donde vivía Judith Berrío, y escuchó atentamente las respuestas:

  1. “¡¿Julián?! ¡Él nunca me ha tocado para actos impuros, ni más faltaba!”

2. “Sí, a los trece años tuve un novio, el único, pero no alcanzó a hacerme malas propuestas. No me he acostado con ningún hombre, ni forzada ni por gusto”.

3. “¡¿Desflorada?!… No, ya le dije que no… ¿Ah? Sí, los dedos sí, pero hasta la mitad no más”.

Después de oír estas declaraciones, el fiscal Samuel Escobar concluyó: «Se trata de una muchacha degenerada a quien este funcionario califica de imbécil. Caso cerrado».

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