Mi vida empezó a mejorar el día que dejé a mi psicóloga. La gente no suele creerme, pero para mí fue una decisión importante dejarla. De pronto me sentí como andando sin vallas, como cuando bajas las paredes de apoyo en la bolera. Ahora dependía solo de mí acertar o equivocarme. Pero lo iba a hacer sola.
Había empezado a ir a terapia porque mi relación con JL iba de capa caída. Él sabía que eso era el principio del fin. “Me ha dicho que soy fuerte”, le contaba al llegar a casa. “¿Y qué te va a decir? Es lo que pone en el manual… Pero tú no eres fuerte, tú te vienes abajo con cualquier cosa… Y quizás eso sea lo que al final te salve, pero tú no eres fuerte”, y yo le miraba de reojo para darme cuenta de que tenía razón. La psicóloga era la profesional, él quien había pasado cientos de horas a mi lado.
Reírnos de la mujer que me recibía los lunes por la mañana se convirtió en otro hobby nuestro. “¿A que cuando le cuentas algo así más personal se inclina hacia adelante como haciendo que le interesa?”, “Sí, y hace así con la cabeza”, la imitaba asintiendo lentamente. Pero lo cierto es que, pese a todo, nuestra relación duró menos que la terapia. Y en enero estaba soltera y seguía yendo a ver a esa horrible señora que me salía más cara por minuto que un parking en el centro de Madrid.
Había muchas cosas que me ponían nerviosa de ella: la primera es que llegaba siempre tarde, aunque yo fuese puntual, pero luego terminaba siempre a la hora. Después me preguntaba siempre si quería café, a lo que yo contestaba que sí, pero en la décima sesión pensé “si te importo un mínimo lo mismo podrías saber a estas alturas que siempre quiero un café”. Luego tenía una manera de atusarse los rizos, que me parecía hortera, aunque toda ella era hortera: llevaba medias con zurzidos florales, ropa de colores imposibles y combinaciones que no encajaban. Por último, siempre salía de la terapia sintiéndome más vacía de lo que había entrado. Como cuando echas un mal polvo de una noche y piensas “hey, te acabo de dar algo de mí que, en el fondo, no te quería dar”.
Pero estaba enganchada. Era dependiente de mi validación externa. Primero lo había sido de JL y luego de la terapia… Hasta que un lunes por la mañana me armé de valor y le dije a la terapeuta que lo quería dejar.
“Creo que esto no funciona”, empecé. Ella cogió su carpeta donde siempre tomaba apuntes y la vi hundirse un poco más en su sofá. “Pero ¿por qué?”. Me debió de ver cara de dólar con patas que sale corriendo. “Mira, escribo un blog con mis miedos ¡y nunca te has dignado a leerlo! Hay gente en Internet que sabe más de mí que tú… Y lo hacen gratis. No veo por qué te tengo que seguir pagando por esto”. Y así me levanté y me fui.
Fue la primera decisión consciente que tomé ese año. Después vino una pandemia mundial, nos confinaron y vinieron muchas pequeñas decisiones más, que se fueron haciendo grandes y ahora estoy donde estoy. Y estoy bien. Estoy muy bien. Estoy mejor de lo que he estado nunca.
Tengo 29 años y me podría haber ahorrado la mitad de tonterías que he hecho en para llegar a dónde he llegado. Pero no sé qué mitad. Quizás por eso tengo tantas historias que contar.