Pongamos que hablo de Madrid

Jimena G.
Vestigium
Published in
3 min readFeb 12, 2020

Desayunar un gin tónic era lo único que le apetecía. Jonathan entró al primer bar que vio con las ojeras hasta las mejillas y la mirada perdida. El camarero le preguntó algo en español, pero él apenas entendía una palabra. Coffee, one, dijo levantando el dedo. Había escuchado la noche hasta las seis de la mañana, y ahora apenas tres personas ocupaban las mesas del bar.

Fucking Spain, se pasó la mano por la cara, intentado limpiarse las legañas. Tenía rabia, quería gritar y llorar, y a la vez todo tenía tanto sentido. Se sentía impotente. No había pegado ojo en toda la noche y lo último que le apetecía era volver al piso para ver a Sophie. ¿Cómo había sido tan idiota? Lo tendría que haber sabido. Con esa cara de niña que nunca había roto un plato, estaba claro que todo iba a terminar mal.

Ella lo tenía decidido, se iba. Se lo dijo sin preguntar que se iba de Erasmus a Madrid. Era una decisión tomada. Nunca le consultaba nada, era terriblemente independiente, y a él le gustaba así. Habían sido amigos por medio año, cuando surgió algo más. Cuando las fiestas solo eran divertidas si estaba ella, cuando se buscaban instintivamente, cuando empezaron a verse sin el resto del grupo. Y un día tonto, mientras ella se dormía en su hombro con dos vinos de más, le besó el pelo, y se dio cuenta de que se había enamorado. Después todo fue muy rápido. Quedaban para comer y dormían en casa del uno y el otro en días alternos. Pasaron de recibir invitaciones individuales a ser considerados un pack.

Aunque ella siempre fue una escéptica de ese pack. Él no sabía si era su culpa, o la de ella. Si la relación de sus padres divorciados no la ayudaba a querer lo mismo que él, que había crecido en una familia muy tradicional. Muchas veces no sabía qué le pasaba por la cabeza. Así que su decisión de irse a Madrid, tampoco le pilló de nuevas.

No entendía cómo las cosas habían cambiado ahora de repente. Apenas habían pasado once semanas desde que ella despegó. Ella le había ido contando las novedades, el piso, los compañeros, la universidad. Pero con cada reto que conquistaba en esa ciudad, más desapegada volvía luego. Como si ya no le necesitase. Aunque él aún la necesitaba.

Jonathan apretó los labios, mientras removía cabizbajo la taza. Habían compartido la cama esa noche. Pero cada uno en una punta, muy lejos de todos los abrazos que había esperado encontrar cuando compró el billete para visitarla. En cambio, ella le había mirado a los ojos y le había dicho que las cosas se acababan. Que en Madrid se había dado cuenta de muchas cosas, que con él sentía su vida demasiado definida, que ella quería labrarse su propio camino. I don’t want to be your princess. Había usado esas palabras.

Suspiró y apuró el café, para encontrar su triste reflejo recortado por las botellas de detrás de la barra. Ya no le quedaban lágrimas en los ojos. Se sentía vacío. No quería pensar más. No quería sentir más. Solo deseaba desaparecer de esa ciudad. El camarero se movía de un lado para otro. One gintonic, please, le pidió señalando la botella y levantó el dedo. El camarero torció el labio con una sonrisa burlona y se dispuso a servirle la copa. La radio marcó la hora con nueve pitidos. A lo lejos una voz ronca cantaba en un idioma que Jonathan desconocía:

Las niñas ya no quieren ser princesas
y a los niños les da por perseguir
el mar dentro de un vaso de ginebra
pongamos que hablo de Madrid.

Hace poco alguien (Johnny Rodriguez) me inspiró para escribir algo sobre mi ciudad, y este texto lo tenía hace tiempo en el tintero.

El poema final es letra de la canción «pongamos que hablo de Madrid» de Joaquín Sabina, uno de los mejores cantautores que ha dado nuestra ciudad (aunque él no nació aquí).

Besos,
Jiji

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