¿Pueden los robots saborear comida mexicana?

¿Qué destrezas serán singularmente humanas y no de las máquinas inteligentes que nos conquisten?

Miguel Álvarez
Vestigium
7 min readAug 19, 2019

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Fuente: pixabay.com / englishlikeanative

Admiro una verde canasta plástica: papel encerado arropando crujientes totopos de maíz recién fritos, dorados y humeantes. Sus cristalitos de sal, brillando como diamantes en bruto. A su lado, una tacita de salsa roja que demanda «¡Mira, detente y prueba!».

Así es como mi cuento comienza: comiendo con los ojos.

Me apuro para que totopos y salsa se encuentren y que sea mi paladar el juez de lo bien que van juntos. No dudé, y no me decepcionó. El totopo escogido aún está caliente cuando toca mi lengua, ofreciendo la sabrosa salsa de forma perfecta. No muy picante, no muy suave, perfecta armonía para mis papilas gustativas aficionadas. Pero no es suficiente zambullir el totopo, así que ejecuto un torcer de muñeca perfecto para que el totopo rebosante de salsa no ensucie la mesa, mi camisa o mi mejilla. «¡Los pedacitos de chile y tomate no se quedarán atrás!», declaro mentalmente.

Y todo esto sucedió antes de mirar el menú.

El menú es atractivo, con muchas opciones y precios sensibles. No puedo ignorar tres tamales de carne de cerdo por menos de un dólar cada uno; los pediré de aperitivo. Tacos, burritos, enchiladas, chalupas, fajitas y chiles rellenos — combinados con pollo, cerdo, o res — , crean una casi infinita lista que confunde la decisión, especialmente con el hambre que tengo. Para embrollar más la cosa, no soy mexicano ni centroamericano; mis raíces no me atan a una preferencia.

Y esa fue solo la primera página del menú. En la segunda página, mi atención se fija en carne asada. Tan tentadora como son las opciones de la primera página, gana la carne asada. La orden ya completa, el mesero se aleja. Los totopos, la salsa y el té dulce (no tienen Jarritos ni horchata aquí, ¡buah!) viajan agarrados por mis dedos, uno tras otro llenando mi boca, rápida e ininterrumpidamente. Es domingo al mediodía; el lugar está lleno de comensales que ignoro. El ruido de charlas familiares es lo único que se oye. Si había música, no recuerdo.

De repente, llegan tres enormes tamales de maíz blanco rellenos de carne de cerdo, cubiertos con carne de res molida y queso blanco derretido — cada uno, comida para llenar mi barriga. Detrás les sigue un pie y medio de plato con robusto guacamole — no el aguado que se vende embotellado — , arroz amarillo, cremosos frijoles refritos color chocolate de leche, crujiente lechuga verde, colorido pico de gallo y el jefe de todos ellos en el medio: dos finas rebanadas de filete de flanco asadas en la parrilla que excitan mi olfato. Se me hace la boca agua, pero mi mente dice: «¡Esto es demasiado!». Pero el hambre anula la observación y alienta: «¡Puedes hacerlo!». Mi mente se rinde, el hambre gana, estoy comprometido. Instintivamente, boca y barriga se preparan y las manos ayudan soltando un eslabón en la correa que aguanta mis pantalones.

El tenedor pincha, el cuchillo corta, la mano agarra, el brazo se mueve, la boca mastica y el pescuezo traga, todos sincronizados en maravilloso sistema. Finalmente el mensaje de «lleno hasta el tope, por favor, no más» de mi estómago llega al cerebro. Las tres cuartas partes de los deliciosos frijoles refritos, casi todo el arroz y algo del pico de gallo se quedaron en el plato, involuntariamente destinados a la basura y testigos de mi autocontrol. Dos de los tres tamales se ganaron un viaje de lujo en envase de take-out hasta mi casa. Pero puedo decir con orgullo que un 100% de la carne asada fue a satisfacer mis jugos gástricos junto con un tamal, todo el guacamole, la mitad de la canasta de totopos, un tazón de salsa, dos vasos de té dulce y flan. Tuve que ceder al deseo de añadir postre. Me conquistó un flan casero, cremoso y dulce, suave pero firme, que no pudo quedarse en el menú sin decir «¡Presente!».

Así que sí, le doy a este restaurante cinco estrellas. Y el servicio fue rápido; de lo contrario, habría terminado la canasta de totopos y otra tacita de salsa.

¿Qué nos hace humanos?

El pasado cuento es mi ínfima contribución al arte de la escritura. Fue una creación espontánea inspirada por un evento real. Me saboreé esa comida y no podía dejar de expresarlo por escrito. Por placer.

La humanidad surge cuando a alguien se le ocurrió que somos diferentes a los animales. Por muchos siglos se estableció esa distinción — que para todo el mundo era de sentido común — y no fue desafiada hasta que Darwin expuso su teoría del origen de las especies. La teoría de la evolución. Es entonces cuando surge un grito colectivo para enfatizar la separación entre hombres y bestias. Se investiga, se hacen listas diferenciales y se acude al Todopoderoso para que nos ayude.

Aun creyentes en la teoría de Darwin señalan que podemos tirar una raya histórica de antes y después. Antes, éramos bestias. Después, ya no lo fuimos. De que la raya se puede tirar, no hay duda. En qué momento fue el antes y después es lo único que todavía se discute.

Y la raya se tira enfatizando las destrezas que solo el hombre tiene, lo que a los animales les falta. O que tenemos alma y los animales no. De más está decir que, según se han ido acumulando nuestras observaciones del mundo animal, muchas destrezas ya no son humanamente únicas. Del alma no voy a comentar aquí.

  • Hablar. ¿Pero no es eso lo que hacen las ballenas y los delfines con sus cantos en infra y ultrasonido?
  • Utilizar herramientas. Hay infinidad de videos en YouTube donde cuervos y chimpancés las construyen y las usan para conseguir comida.
  • Memoria, cultura e inteligencia. En algunas regiones de África se ha observado cómo la sociedad matriarcal de los elefantes educa en los críos el conocimiento geográfico de fuentes de agua que varían por temporada, al igual que fuentes de alimento variables. Algún elefante lo aprendió mucho tiempo atrás y se ha enseñado de generación en generación. Y son capaces de mantener y manejar con empatía y sin violencia un orden social.

«Arte, arte», dirán algunos, levantando la mano. «Que no se te olvide que los animales pueden también crear arte», expondrán con vehemencia.

Yo difiero de esa distinción. No soy un experto, pero hasta donde sé, el único arte creado en el mundo animal surge cuando están sometidos a un ambiente artificial, con su libertad restringida. No he leído de «arte animal» en el mundo natural, donde son libres, sí, pero su lucha por sobrevivir ocupa toda su atención.

Alguien podrá decir que algunas aves crean arte para atraer a las hembras. Pero mi argumento contrario es que es el instinto de supervivencia el que lo hace: conseguir una hembra, aparearse y pasar sus genes. No es una meditación o expresión creativa por el puro y vano deseo de porque les da la gana.

El crear arte es una destreza que hasta hace poco era única en nosotros.

Ya no se pregunta si la inteligencia artificial puede crear arte, es un hecho consumado. Abundan los ejemplos de pinturas, videos, y esculturas. La inteligencia artificial reporta las noticias, escribe cuentos y publica novelas.

Robots inteligentes: ¿Serán la perdición de la humanidad?

La pregunta no es una exageración si nos dejamos llevar por la abundancia de expertos que advierten que el futuro es de las máquinas inteligentes. Que, como mucho, sobreviviremos a su merced, como la humanidad hace hoy en día con el mundo animal natural. En zoológicos, en reservas, en áreas de conservación. Ya no existe el mundo natural totalmente libre y puro, siempre hay una restricción o contaminación, de alguna forma u otra.

Otra cosa que nos separa de los animales es la habilidad de visualizar el futuro y actuar con premura. Y lo que los animales no pudieron hacer para prepararse a la amenaza humana quizás nosotros podamos ante la amenaza de la inteligencia artificial general.

La inteligencia artificial general es la que se asemeja a la que poseemos: preparada por millones de años de evolución y lista a actuar ante cualquier evento. Es el Santo Grial que consume diariamente millones de dólares en investigaciones. Integrada en aparatos mecánicos y sensores digitales, ese sistema — ese robot — tendrá destrezas superiores a cualquiera de nosotros.

¿Puede un robot oler? — Pues claro que sí. Las sondas que hemos enviado en viajes extraterrestres han olfateado la atmósfera de planetas y lunas y nos han dicho a qué huelen: los gases que la componen.

¿Puede un robot probar? — También, han probado suelos y nos dicen a qué saben: qué minerales los componen.

¿Puede un robot comer? — No hay duda. Añade un digestor mecánico — de los que convierten basura en energía — y comerá para generar la energía que necesita para funcionar.

Las sondas que nos representan ante el universo extraterrestre tienen sensores que hacen de nuestros sentidos un chiste — vista, olfato, gusto, oído y tacto. Han sido creadas para alcanzar la perfección en las tareas que se les asignan: ver, oler, oír, tocar, probar e informar. Son lo máximo en la tecnología de sentidos artificiales — que sin parar cada día mejora — que el hombre ha inventado.

¿Pueden entonces los robots saborear la comida mexicana?

Pues yo digo que no. Saborear es disfrutar con detenimiento de una cosa que agrada. Esa destreza seguirá siendo nuestra… y de los animales también — pero ellos no escriben un cuento por el placer de hacerlo.

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