Recuerdos
Todavía recuerda de manera nítida la última vez que habló con su madre acerca de su padre.
Su padre había fallecido hacía apenas unas semanas y se habían reunido para ver qué hacían con todas sus pertenencias. En el fondo, habían cosas que nunca dejaban de sorprenderlo; la primera siendo ,el como un ser (su padre) que se había conectado en cientos de formas con miles de personas veía reducida su existencia a un par de cajas metidas en un armario. La segunda cosa era el rechazo que le producía el sentimiento anterior, aún incluso, cuando se tratase de su propio padre.
Su madre y él se encontraban sentados en la amplia sala de la casa familiar mientras esperaban a que su hermana llegara para empezar a ordenar las cosas. Ella leía un libro mientras él tonteaba en su teléfono; sin embargo sentía que algo molestaba su visión. Levantó la mirada para ver qué era y observó, encima de una de las repisas, un objeto brillante, que al ser impactado por los rayos solares de media tarde emitía un destello. Al acercarse para ver qué era, descubrió que era uno de los relojes de su padre. Su padre coleccionaba relojes cuando era joven y le encantaban… Cuando la enfermedad comenzó era muy común encontrarlo con dos relojes puestos. Al principio se reían y le comentaban que qué estaba haciendo con dos al mismo tiempo, a lo que su padre respondía con gracia que no se había dado cuenta de que ya se había puesto uno; luego todos reían mientras él se quitaba uno de ellos. Pero hubo un momento en el cual dejó de ser gracioso, en el cual ya no eran dos sino tres y hasta cuatro y se molestaba cuando le decían algo sobre ellos.
Fue doloroso para todos, especialmente para su madre. Ver cómo un hombre ejemplar, un esposo amoroso, un padre dedicado, aquel ser que habían conocido todas sus vidas se iba convirtiendo lentamente en otra persona.
Luego también otras situaciones se hicieron comunes. Primero se olvido de aquellos amigos a los cuales no veía siempre; se le hablaba de Don Pablo, el señor de la carnicería de la esquina donde habían comprado toda la vida y lo único que respondía era que cómo no, que claro que recordaba quién era pero que justo en ese momento no lograba ubicar su cara.
Luego se olvidó de los empleados, de aquellas personas con las que había comido, dormido, trabajado codo a codo durante años; se esfumaron de su mente cómo si nunca hubiesen existido. La Sra. Josefa, el Sr. Juan y la hija de ambos, la pequeña Clara, ya no existían; les miraba con recelo, cómo si fuesen ajenos a la casa en donde habían pertenecido siempre.
Y finalmente se olvidó de ellos. Lo notaron un día en que su madre lo mandó a buscar un libro para consultar a un autor y él entró rápidamente en la habitación en la cual se encontraba su padre; éste le dirigió una mirada cargada de hostilidad.
— ¿Qué haces aquí? — Preguntó con malhumor.
Él no se percató del tono, alargó su mano por encima de la cabeza de su padre y se dispuso a coger el libro. Una mano lo detuvo y unos ojos que jamás habían visto su rostro le gritaron.
— ¡¿Qué haces aquí, quién eres?!
Él se asustó. Su madre entró y se quedo quieta viendo la escena.
— Está buscando un libro; es tu hijo. — Respondió con tranquilidad.
Los ojos de su padre volvieron a ser los de antes y él pudo contemplar la pena en ellos.
— Claro, hijo… Claro que sí eres tú. Agarra lo que sea. — Y salió de la habitación.
Su madre salió detrás de su padre y él se quedó ahí, petrificado, con el libro en la mano y con la sensación de que acababan de golpearle en el estómago.
Duró mucho; tanto, que cuando le preguntaban cuánto tiempo fue que su papá estuvo así solamente respondía «años».
Ya al final solamente recordaba la cara de su madre; a ellos, sus hijos adorados, no lograba encontrarlos en la papilla en la cual se había convertido su mente. Se quedaba en una silla balbuceando palabras, moviendo las manos, hablando con el reflejo de la ventana. Durante horas se quedaba allí, gesticulando, creyendo que era alguien más cuando no era sino él mismo. Y los días pasaban uno tras otro.
Vinieron los enfermeros, cuando su madre ya no pudo cuidarlo solo y cuando ni siquiera ellos, sus hijos, eran capaces, por que no los reconocía y no le gustaba su presencia. Poco a poco fueron perdiendo a su padre y su padre los fue perdiendo a ellos. En el fondo lo que más le afectó fue lo bien que lo tomó; su hermana y su madre lloraron, se sintieron frustradas y no comprendían por qué ese destino le había tocado a su padre/esposo. Él no. Él lo entendía cómo una de esas situaciones que suceden y en el fondo creía que para ser mal recordado era mejor no ser recordado en lo absoluto.
Su padre falleció una noche de lluvia fresca a mediados de noviembre; luego se enterarían que ese fue el día que más llovió durante la temporada seca. Se encontraba trabajando hasta tarde cuando su madre lo llamó.
— ¿Má, que haces despierta a estas horas? — La saludo graciosamente.
Hubo un silencio al otro lado del teléfono y él lo supo inmediatamente. Lo habían hablado con anterioridad; veían el deterioro de su padre y cómo poco a poco el cascarón de su cuerpo se iba quedando vacío de su esencia.
— Má… ¿Se fue?
Un suspiro al otro lado. Probablemente un asentimiento con la cabeza.
— Sí, mijo… Se nos fue.
Hablaron un par de segundos más, haciendo rápidos arreglos. Luego él hizo un par de llamadas; al seguro, a los servicios funerarios que le aseguraron estar en media hora en su casa, a su hermana y a sus tías. Luego se dirigió a la casa materna.
Fueron días sin caos, organizados y grises. El velorio y el funeral. Esperar a que su hermana llegase y los típicos encuentros que generan ese tipo de eventualidades. El día que enterraron a su padre, en la noche, llegaron los tres a la casa y se quedaron en la entrada contemplándola. Su hermana se retiró con un bostezo y dijo que quería estar sola. Él y su madre se quedaron en el porche mirando el cielo nublado.
— ¿Estás bien hijo? — Preguntó su madre.
La pregunta lo tomó por sorpresa. ¿Qué si estaba bien? Él se sentía bien. Cansado tal vez por el trajín de los días, pero bien. Aliviado incluso de que todo ya todo hubiese terminado.
Asintió.
— ¿Y tú má? ¿Estás bien?
Su madre asintió.
— Me hace falta. Pasas toda una vida junto a alguien y aunque al final no recuerde tu nombre sabes que ahí dentro, en su mente y en su alma, continuas existiendo y sigue amándote. Pero al mismo tiempo me siento tranquila.
Él se quedó callado… Jamás había comprendido cuánto podía estar sufriendo su madre debido a su propia incapacidad y rechazo a sufrir. Pero lo hacía sentir mejor que ella también, al igual que él, se sintiese en paz con lo que había sucedido.
Hizo ademán de despedirse cuando su madre se volteó y se encaminó al interior de la casa.
— Te prepararé algo. No te he visto comer nada en todo el día.
Se sentaron en la mesa y ella sirvió dos vasos de coca-cola y en un plato varias rodajas de pan dulce. Era la merienda de su infancia; solo que, cuando era un niño, el vaso de coca-cola era de leche. Se vio transportado a un recuerdo en el cual él se sentaba de niño junto a su padre y su madre les servía la merienda. A veces se quedaban ellos dos solos y su padre la preparaba él mismo; luego se ponían a ver el partido de fútbol que estuviesen pasando mientras su padre, de vez en vez, acariciaba la cabeza de su hijo.
La vista se le empañó y su madre le preguntó que si se encontraba bien; él le contó su recuerdo y ella sonrío. También lo recordaba. Se pasaron las horas contando recuerdos; riendo y llorando a intervalos, sanando las heridas que ambos sabían que existían pero que se habían empeñado en cicatrizar antes de curar.
Le entrega el reloj a su madre y ella solamente menea la cabeza sonriendo, antes de guardarlo en un cajón donde hay por lo menos una docena de relojes. Ambos escuchan el carro de su hermana afuera y salen a recibirla. Se disponen entonces a organizar una vida que se encuentra ahora repartida en un armario, dos gavetas llenas de relojes y en cada recuerdo que ellos conservan de él.
M. Figuera