Si se pregunta: ¿qué objeto se aprecia en la imagen a la izquierda?, lo más común es que las personas respondan que es un triángulo. Mas tal respuesta no es del todo correcta. Dado que el objeto no es un triángulo exacto sino un conjunto de líneas que, dada su composición, la percepción termina familiarizando con una idea previamente almacenada en la memoria, en este caso la idea de un triángulo.
Pero suponiendo que la imagen se le muestre a una persona que desde su nacimiento haya sido completamente aislada de la sociedad y no maneje el concepto de «triángulo», lo más seguro es que la termine asociando con otros objetos que le resulten familiares mas no con un triángulo. En tal sentido, ante todo lo que resulte abstracto para la mente humana esta buscará darle forma con base en ideas y conceptos empíricos. Lo anterior viene a estar respaldado por estudios realizados por la corriente Gestalt.
Ahora, si la mente humana no concibe la abstracción y a cada imagen, elemento, objeto o «x» cosa no definida termina buscándole una asociación o un significado, por más trivial que sea, ¿qué puede esperarse para una de las más grandes incógnitas que han acompañado a la humanidad desde sus inicios como lo es el significado de la existencia?
La fe y, en consecuente, la religión vinieron a ser la respuesta inmediata a esa gran interrogante. Creencias que desde sus inicios han estado determinadas por aspectos empíricos, culturales, geográficos, étnicos. Lo que explica que en un Oriente extremo se profesen cultos como el budismo, shintoísmo, etc.; en Occidente, lo propio con el cristianismo; el animismo en culturas aborígenes desde América, pasando por África, hasta llegar a Oceanía, solo por citar grosso modo.
Me permito esta introducción porque en cierta manera viene a ser una interpretación sobre la tesis de la que es a la fecha la última cinta del director norteamericano Martin Scorsese, adaptación, a su vez, del libro homónimo del escritor japonés Shusaku Endo: Silence (2016). Y es que si algo viene a enfatizar Scorsese en esta cinta es ese choque, no entre dos culturas o religiones, sino de dos nociones distintas de la existencia.
Alerta: posibles spoilers
La historia se centra en un par de jóvenes jesuitas portugueses (Andrew Garfield y Adam Driver) de la segunda mitad del siglo XVII, los cuales viajan a Japón en busca de su mentor, un reconocido misionero de nombre Ferreira (Liam Neeson), de quien se dice que, tras ser perseguido y torturado, ha renunciado a su fe, algo difícil de creer para los jóvenes sacerdotes. Ya en Japón, ellos mismos vivirán el suplicio y la violencia con que las autoridades japonesas persiguen a los cristianos, a los que torturan hasta hacerlos apostatar o morir.
A nivel técnico Scorsese vuelve a demostrar por qué hoy por hoy es uno de los grandes maestros del cine. Acompañado por la fotografía del mexicano Rodrigo Prieto, nos ofrece imágenes de un simbolismo soberbio; desde un plano cenital con los protagonistas emprendiendo su travesía —alentándonos del descenso de estos hacia el auténtico Averno— hasta la escena del inquisidor irrumpiendo desde la bruma con su comitiva, como si de un ejército de las tinieblas se tratase.
Pero lo que más resalta es el uso de la banda sonora, o la ausencia de esta, recurriendo solo a sonidos ambientales que terminan acentuando la sensación de vacuidad, apelando con esto a elementos de metaficción. Se asocia ese mutismo extradiegético que reina a lo largo de la cinta con la ausencia de respuestas que buscan los protagonistas, lo que se extrapola a la misma inexistencia de un dios. Esto a su vez lleva a más interrogantes, como las ya planteadas por Fiódor Dostoyevski: ¿se justifica el sufrimiento terrenal por una hipotética recompensa metafísica?
Finalmente, pareciera que la mejor respuesta al conflicto planteado por la pugna entre las dos visiones —la de los cristianos, representada por los jesuitas, y la de las autoridades japonesas— es la actitud pragmática que terminan adoptando el personaje de Garfield y de Neeson al final. Sin embargo, previo a ello y en pleno clímax de la historia, Scorsese no se resiste a la tentación de ofrecer respuesta a una de las interrogantes planteadas —la voz en off de Dios que le habla a Garfield— , lo que, por lo menos en mi caso, hace que la película pierda al abandonar la posición neutral que hasta un punto mantenía e inclinándose más por la visión cristiana. Pero sobre todo, al quitar al espectador la exclusividad de hacer su interpretación —sin condicionamiento— de los hechos.
Esto último y el personaje del «Judas» — recurso que termina rayando en lo tragicómico — restan potencia a la obra. Aun así, sigue conservando méritos para ubicarse como una de las propuestas cinematográficas más interesantes de la última década, ya no solo por su planteamiento audiovisual, sino por ofrecernos una profunda reflexión sobre el choque cultural, la religión, la fe y el arrojo de los seres humanos en busca de significados ante el insoportable silencio que plantea la existencia.