Sueños
Todavía tengo encuentros furtivos contigo. Estos suceden, claro está, en la costa de los sueños.
Supongo que como mi cuerpo no puede tenerte, mi mente, terca, se empeña en encontrarte en aquel lugar cálido y callado de mi mente.
Una playa sin fin, aguas claras y solamente nosotros dos, existiendo en un lugar donde todo es permitido. Quisiera decirte que hacemos cientos de cosas, que nuestros cuerpos se funden apenas vernos, que la arena y el rugir del mar no son capaces de amedrentar nuestro inmenso amor… Pero te estaría mintiendo.
Siempre llego solo y camino durante lo que parecen ser horas. En ese momento no hay nada concreto en mi mente, sino una libre corriente de pensamientos, el ruido blanco que todos producimos al estar dormidos. Llega un momento donde el cansancio cae sobre mí como una lápida y me recuesto en la arena. El sol me pega en la cara suavemente y me quedo dormido mientras las olas velan mi sueño.
Algo me despierta. Tardo unos segundos en comprender que sigo ahí, aquí, en la costa. No logro comprender porqué todo esta mudo, callado, como cuando uno presiona el silencio del control del TV. Finalmente me encuentro con tu rostro y todo el cansancio que sentía se esfuma inmediatamente. Me incorporo y me quedo mirándote. Nunca he sido bueno con las relaciones… Demasiado de esto y muy poco de lo otro.
Me sonríes y el mundo comienza a cobrar sentido nuevamente. Siento el calor del sol y las olas vuelven a sonar. Me abrazas y encuentro aquel lugar que creía perdido. Hablamos durante horas. Me cuentas todo y yo escucho, callado, en aquella inmensa playa. Luego, siempre, sin falta, viene la inevitable despedida.
— Es hora de que te vayas — dices.
— No me quiero ir.
— No puedes quedarte. La playa no esta aquí siempre y si ella desapareciera contigo aquí, jamás podrías volver.
Asiento. Entiendo las reglas de la costa.
— ¿Cuándo te volveré a ver? — pregunto.
— ¿Tanto me extrañas?
Me encojo de hombros.
— Quisiera saber de ti. Encontrarte no solo en la playa, sino también en la falda de la sierra.
— Creo que afuera, más allá de la costa, yo también quiero verte. Pero no estoy preparado.
— ¿Hice algo malo? Quiero decir… ¿Allá afuera?
— No. Nunca hiciste nada malo. Soy yo, que no he terminado de comprender el peso de mis acciones. Pero hay respuestas que no te puedo dar por que aunque él (él, de afuera) y yo seamos la misma persona al mismo tiempo somos diferentes.
— Comprendo.
— Siempre podrás encontrarme aquí.
— Siempre es mucho tiempo.
— Para la costa el tiempo no existe. La arena nunca se irá y el mar jamás dejará de rugir. Aquí estamos a salvo.
— ¿De qué?
— Del tiempo. De su cruel y duro desgaste.
Vuelvo a asentir. Tomo una de sus manos y la acaricio. Él a su vez toma la mía y la besa.
— Es hora — dice.
Nos acostamos juntos, un cuerpo al lado del otro y nos vamos quedando dormidos. Lo último que siempre recuerdo es aquel beso en la mano.
Me despierto y me encuentro en mi cama, entre mis cuatro paredes blancas, con las primeras luces de la mañana atravesando furtivamente entre los espacios de la persiana. Me levanto y el día comienza. Cuando estoy llegando a la oficina me doy cuenta de que he olvidado el teléfono en la casa, pero no le doy mayor importancia; pienso que debo dejar la costa en mi mente y prestar más atención a los detalles del mundo fuera de ella.
En mi casa, encima de la mesa de noche descansa éste, mi teléfono, tranquilo y mudo. Sin que yo lo sepa su pantalla se ilumina y aparece tu nombre por encima de un mensaje que dice: «He soñado contigo».
M. Figuera