Territorio desconocido
Mil kilómetros separan Nanjing de Beijing, una distancia que se puede recorrer en un tren de alta velocidad o en un cómodo avión de las aerolíneas Chinas. Optamos por volar, cansados del paisaje deprimente de los días anteriores. No queríamos ver más cadenas interminables de edificios impersonales, agrupados en colmenas que asomaban a través una sempiterna niebla. Parecía que la propia naturaleza, consciente de aquella monstruosidad, intentara tímidamente autocensurarse. Pero en realidad se trataba de contaminación.
Uno de los problemas de viajar con Hugo era su insomnio y las cinco de la mañana le parecían una hora razonable para alzar el vuelo. Me dejé caer en la cama. Sin un despertador a mano por mi reciente pérdida de móvil, recurrí al servicio de alarma que ofrecía aquel Fairmont de 64 plantas, alzado majestuoso en el centro de la ciudad. Al llamar, una voz amable con un acento dulce pero incomprensible me ofreció un despertar feliz. Repetí varias veces “five o’clock” hasta que ella repitió algo parecido y colgó. Suspiré, hice un gesto con la mano y la luz de la reluciente habitación se apagó. Era, probablemente, el primer inquilino en usarla; según la recepcionista el hotel se había inaugurado hace dos meses.
Aquella noche tuve varios sueños. En uno de ellos, una bandada de palomas robóticas se lanzaba hacia mi habitación, perforando la ventana de doble cristal e introduciéndose en la cama para ponerse a arrullar. Quince minutos antes de la hora acordada, con mi lado de la cama empapado, abrí los ojos, vencido, y renuncié a dormir de nuevo. Miré hacia la ventana, limpia y sin grietas. A más de 150 metros de altura, la ciudad, aún sumida en la oscuridad, se veía enorme. Allá donde mirase las autopistas se extendían hasta el horizonte, flanqueadas por una torre detrás de otra. En medio de una plaza, vislumbré lo que parecían cometas de luz alzadas al cielo, suspendidas por hilos invisibles, dando los buenos días al sol. Pero no vi a ninguna persona manejándolas. ¿Seguía soñando?
El desayuno del hotel comenzaba a las seis, así que recogí todo y bajé directamente a recepción.
Ahí encontré a Hugo mirando a una trabajadora.
“Buenos días”, le dije acercándome hasta el salón de desayunos
“¡Vaya mierda de maleta que llevas!”, dijo con desdén.
Cerré los ojos instintivamente, para protegerme de aquellas palabras cortantes. Mi maleta naranja, veterana de batallas, había conocido días mejores. Una grieta traicionera en su base dejaba entrever parcialmente su interior y, con cada roce contra el suelo, emitía un chirrido agudo. La cremallera principal lucía un desgarro que podría destriparla ante cualquier impacto. Aun así, me repetía “vamos, aguantas un viaje más”.
Hugo y yo salimos del hotel en busca de un taxi que nos llevara al aeropuerto. Las calles de Nanjing, aún somnolientas, comenzaban a despertar con el bullicio de los primeros transeúntes y el zumbido de las cigarras que se asomaban al caluroso amanecer.
El viaje al aeropuerto fue rápido y sin contratiempos. Una vez allí, nos sumergimos en el caos organizado de los controles de seguridad y las salas de espera. Observé cómo Hugo se movía con la confianza de un viajero experimentando.
Ya en el avión, me hundí en mi asiento, agradecido por aquel tiempo sin conexión y preparándome mentalmente para una nueva ciudad. Hugo, por su parte, sacó su portátil y comenzó a teclear con frenesí.
“¿No puedes desconectar ni siquiera durante el vuelo?” le pregunté, mitad curioso, mitad irritado.
“El tiempo es dinero”, respondió sin apartar la vista de la pantalla. “Además, Beijing nos va a mantener ocupados. Tengo que adelantar trabajo”.
Suspiré y miré por la ventanilla. A medida que el avión ganaba altura, las formas de Nanjing se difuminaban bajo la omnipresente neblina. Me pregunté si en Beijing nos esperaría más de lo mismo y puse algo de música relajante en la pantalla del asiento.
Veinte canciones más tarde, aterrizamos en Beijing con cielo despejado. El aeropuerto era un monstruo de acero y cristal, un laberinto de pasillos interminables y pantallas parpadeantes.
“Bienvenido a la capital”, dijo Hugo con su falsa sonrisa. “Espero que estés listo para el caos”.
Beijing parecía vibrar con una energía diferente a la de Nanjing. Los rascacielos se alzaban imponentes, pero entre ellos se vislumbraban destellos de la China imperial: tejados de tejas verdes y rojas y pabellones ornamentados que se asomaban entre los edificios modernos.
“Nuestro primer destino es la Ciudad Prohibida”, anunció Hugo. “Después, tenemos una reunión en el distrito financiero”.
Asentí, consciente de que este viaje iba a ser una mezcla de turismo y negocios. Mientras nos abríamos paso entre la multitud, mi maleta naranja no dejaba de chirriar a cada paso, y me di cuenta de que estaba ansioso por descubrir lo que Beijing nos tenía reservado.
En la Ciudad Prohibida me sorprendió encontrar más turistas locales que extranjeros. Sus miradas se iluminaban al contemplar el Salón de la Suprema Armonía. Hugo, sin embargo, miraba al suelo y divagaba en alto sobre proyecciones de mercado y potenciales ganancias: “Si cerramos este trato con los estudios de Zhongwei, nuestro software podría estar detrás de la próxima superproducción china”. Luego, con un destello de codicia en sus ojos añadía: “Claro, siempre y cuando paguen las licencias, que ya sabes como son estos… ¿Te imaginas?”.
“Lo que tú digas pero… ¿Y los problemas de convergencia que encontramos la semana pasada?” contesté con una preocupación creciente.
Hugo hizo un gesto desdeñoso con la mano. “Detalles, detalles. Lo importante es entrar en el mercado ahora. Esos pequeños problemas ya los puliremos sobre la marcha”. Luego, con una paciencia mal disimulada, añadió: “Venga, es hora de irnos”.
Decidí guardar silencio. Nuestro taxi nos llevó hasta un rascacielos de cristal que parecía tocar las nubes.
“Zhongwei Entertainment, por fin”, anunció Hugo. “Si todo va bien, saldremos de aquí nadando en billetes”
Mientras subíamos en el ascensor, revisé mentalmente nuestra presentación.
Nuestro software prometía revolucionar la forma en que se generaban imágenes por ordenador, permitiendo recrear secuencias con un nivel de detalle y realismo sin precedentes, todo en una fracción del tiempo y costo habituales.
La sala de reuniones era impresionante, con vistas panorámicas de Beijing. Nos recibió un equipo de ejecutivos, todos hombres ataviados con trajes oscuros y expresiones impenetrables..
Hugo inició su discurso de ventas habitual al tiempo que yo preparaba la demostración en mi laptop. Cuando llegó mi turno, respiré hondo y pase a desglosar los aspectos técnicos de nuestra solución.
Todo marchaba según lo previsto hasta que uno de los ejecutivos, un hombre de mediana edad con gafas de montura fina, lanzó una pregunta incisiva sobre la capacidad de nuestro software para manejar escenas de mundo abierto con miles de agentes interaccionando simultáneamente.
Un nudo se formó en mi estomago. Era precisamente el tipo de escenario que había causado problemas en nuestras últimas pruebas. Miré a Hugo y me devolvió una mirada de advertencia.
“Bueno”, comencé, eligiendo cuidadosamente mis palabras, “nuestro software está diseñado para manejar escenas de alta complejidad…”.
Mis manos sudaban y perdía la compostura por momentos. Respiré hondo.
“Para ser completamente honesto, nuestro software aún tiene algunas limitaciones en escenas con miles de agentes en movimiento”. Hugo se tensaba con cada palabra que soltaba. “En pruebas recientes, hemos notado que puede haber límites de convergencia y en algunos casos colgar el sistema”
Los ejecutivos chinos intercambiaron miradas, y el hombre de las gafas finas asintió.
Hugo intervino rápido, con una voz tensa pero controlada. “Sin embargo, estamos trabajando arduamente en resolver estos pequeños inconvenientes . Con la inversión adecuada y la colaboración de estudios como el suyo, superaremos estas limitaciones en un futuro cercano.”
El Director de Tecnología, un hombre con kilos de más, se inclinó hacia mi. “Apreciamos su honestidad”, dijo con un acento que evidenciaba su dificultad con el inglés. “Es refrescante en un mundo donde muchos venden humo. Ahora, ¿puede decirnos más sobre su plan para abordar estos problemas?”
Danzábamos sobre una cuerda floja pero sentí un alivio momentáneo. Expliqué estrategias para optimizar el rendimiento y los pormenores de nuestra hoja de ruta. Transcurrió una hora más en un torbellino de preguntas y discusiones técnicas. Cuando la reunión concluyó, los ejecutivos nos dieron las gracias y prometieron ponerse en contacto.
En el ascensor de bajada, Hugo explotó. “¿En qué demonios estabas pensando alelado?” dijo con el rostro contorsionado por la rabia. “¡Acabas de tirar por la borda meses de trabajo!”
“No podía mentirles”, respondí, sintiendo una mezcla de culpa y determinación. “Si hubiéramos ocultado esos problemas, habríamos perdido toda credibilidad cuando los descubrieran.”
Hugo sacudió la cabeza, frustrado. “Niñato. Tendremos suerte si nos responden.”
Salimos del edificio en un silencio tenso, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Durante el paseo por las bulliciosas calles de Beijing, mi mente daba vueltas. ¿Acababa de arruinar nuestra gran oportunidad?
Esa noche, de vuelta en el hotel, recibí un email de Zhongwei Entertainment. Con manos temblorosas, abrí el mensaje…
“Estimados señores, después de considerar su presentación, nos complace informarles que estamos interesados en continuar las negociaciones. Su transparencia sobre las limitaciones actuales del software nos ha impresionado. Creemos que la honestidad es la base para una colaboración fructífera a largo plazo. Nos gustaría programar una serie de reuniones técnicas para discutir los siguientes pasos. Atentamente, Li Wei, Director de Tecnología de Zhongwei Entertainment”
Releí el email varias veces. Cuando finalmente asimilé la noticia me puse a saltar. Tal vez, después de todo, la sinceridad era el camino correcto. Salí de mi habitación emocionado para buscar a Hugo. Lo encontré en el bar del hotel, con un whisky en la mano y la mirada perdida en las luces nocturnas de Beijing.
“Hugo, no vas a creerlo”, dije, acercándome. “¡Zhongwei quiere seguir adelante!”
Hugo se volvió con una sonrisa enigmática, sin dejar de tintinear los hielos del vaso. “Por supuesto que quieren continuar. Lo sabía desde el principio.”
Fruncí el ceño. “Pero… pensé que estabas enfadado por cómo fue todo…”
“Oh, vamos”, dijo Hugo con tono condescendiente.
“¿De verdad crees que tu pequeño arrebato de honestidad consiguió esto? Fue mi estrategia desde el minuto uno.”
“¿Tu estrategia?”, inquirí incrédulo.
Hugo se levantó, tambaleándose ligeramente, y me palmeó el hombro con aires de superioridad.
“Claro que sí. Sabía que los chinos valorarían esa aparente honestidad. Les ofrecí exactamente lo que querían: un equipo honesto con potencial pero que necesita su ayuda. Psicología básica de negocios, my friend.”
“¿Pero tú de dónde sales?”. Me hervía la sangre. “¡Estás borracho!”. Hugo me ignoró, sacó su teléfono y comenzó a hacer llamadas.
“Sí, hola. Hugo al habla. Grandes noticias. Hemos cerrado el trato con Zhongwei”, decía al teléfono. “Sí, fue una negociación complicada, pero logré convencerlos…”.
A partir de ese día, Hugo se pavoneó por todo Beijing como si fuera el dueño de la ciudad. En cada reunión de seguimiento con Zhongwei, se aseguraba de tomar el centro del escenario, relegándome a un papel secundario.
“Nuestro equipo técnico — me señalaba con un gesto displicente — estará encantado de trabajar en los detalles.”
Yo me mordía la lengua y no veía el momento de volver a casa y dejar de compartir comidas con Hugo el vendehumos.
Los días siguientes fueron una montaña rusa de emociones. Hugo se sumía en una arrogancia creciente, presumiendo de sus habilidades negociadoras con cualquiera que se pusiera delante. Yo me enfoqué en el trabajo técnico, colaborando estrechamente con el equipo de Zhongwei para resolver los problemas de convergencia.
Una semana después, llegó el día de la presentación final ante la junta directiva de Zhongwei. Hugo entró en la sala de conferencias endiosado.
“Señoras y señores”, comenzó con grandilocuencia, “estoy aquí para mostrarles cómo mi brillante estrategia y mi incomparable visión de negocios han llevado a este acuerdo histórico.”
Observé con vergüenza ajena su monólogo. Los directivos intercambiaban miradas de incredulidad.
Finalmente, Li Wei levantó una mano para interrumpir. “Disculpe, Sr. Hugo, pero creo que hay un malentendido. Nuestra decisión de colaborar se basó en la honestidad y el conocimiento técnico demostrado por su colega.”
Hugo siguió en sus trece. “Claro, todo lo que yo le he enseñado…”
En ese momento, la puerta se abrió y entró por sorpresa el Director General de nuestra compañía.
“Hugo”, dijo con voz grave, “he estado observando con preocupación informes detallados de nuestro equipo técnico y de Zhongwei. Creo que es hora de plantearnos algunas cosas sobre tu papel en esta empresa.”
Hugo balbuceó. Su castillo de naipes se derrumbaba más rápido que la capacidad de nuestro software de recrear secuencias. “Estás despedido”, sentenció. “No podemos permitirnos a alguien que antepone su ego al éxito del equipo y de la empresa.”
Aparecieron dos agentes de seguridad por detrás de Hugo y fue rápidamente escoltado fuera de la sala. Al ver su rostro, sentí una mezcla de alivio y vindicación.
El Director General se volvió hacia mí. “Excelente trabajo. Tu honestidad y dedicación han salvado este acuerdo y posiblemente el futuro de nuestra empresa. ¿Te gustaría liderar este proyecto de aquí en adelante?”
Asentí, abrumado y emocionado por la oportunidad. Li Wei sonrió y extendió su mano. “Esperamos con ansias una larga y fructífera colaboración.”
Al salir de la sala de conferencias, vi a Hugo en el vestíbulo, discutiendo acaloradamente por teléfono y su maleta cara a sus pies. Algunos empleados lo miraban y cuchicheaban, claramente al tanto de sus despropósitos. Me dirigí hacia la salida, preparado para asumir el liderazgo del proyecto. Al pasar junto a Hugo, nuestras miradas se cruzaron un instante. Se giró abruptamente y masculló algo entre dientes, una frase ininteligible que se perdió en el aire.
De repente, el suelo se volvió inestable. Las paredes del pasillo ondulaban como cortinas de seda. Parpadeé varias veces, intentando enfocar mi visión.
“¿Se encuentra bien?”, preguntó una voz distorsionada en la lejanía.
Quise responder, pero mi boca no se movía. El mundo a mi alrededor empezó a desvanecerse; los colores se apagaron y las formas perdían definición. Cerré los ojos debido al vértigo.
Cuando los abrí de nuevo, me encontré tumbado en la cama de cara al techo. La habitación estaba a oscuras, con un resplandor tenue que se filtraba a través de las cortinas. Me incorporé lentamente, desorientado. El reloj digital en la mesita de noche marcaba las 4:59 AM en números rojos. Un segundo después, cambió a 5:00 AM y la alarma comenzó a sonar. Los detalles de la habitación del Fairmont de Nanjing comenzaron a tomar forma en la penumbra.
Me froté los ojos, tratando de sacudirme la sensación de déjà vu. Aquello había sido tan vívido, tan real… Pero aquí estaba, en el principio de nuestro viaje.
Sin entender mucho, me levanté y me vestí. Minutos después, bajé a la recepción con mi maleta naranja. Hugo esperaba.
“Buenos días”, le dije, acercándome.
Hugo me miró de arriba abajo, deteniendo la mirada en mi equipaje. Una sonrisa triunfal se dibujó en su rostro.
“¡Vaya mierda de maleta que llevas!”