Tos

David Casas
Vestigium
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4 min readSep 17, 2018

Me dirigía a tomar el bus después del trabajo, caminaba por un sector solitario pero que consideraba seguro — el problema, será quizá, que no hay ningún sitio seguro en la ciudad: el tipo que desde atrás me jaló me lo recordó.

— Pase el bicho gonorrea.

Amable. Su mano izquierda me agarraba del hombro mientras que la derecha sostenía una navaja curva y con huecos, tradicional en los atracos capitalinos.

— Déjeme los papeles — alcancé a decir en un acto de valentía y arrojo. Una dilación que enfureció más a mi ñero de turno.
— ¡Pase gonorrea! — repitió.

Lanzó la mano izquierda a mi bolsillo derecho donde guardaba el tan deseado «bicho», y mientras se disponía a meter la mano para sacarlo, un viento frío descendió de los cerros y nos rozó, indiferente ante la gravedad de la situación. Este leve soplido de la naturaleza sería un detalle menor en esta historia, un recordatorio de la frialdad del mundo frente a las injusticias humanas, de nos ser porque entró en una nariz resfriada. El aire que se aventuró en mis fosas nasales alteró el delicado equilibrio de mocos que mantenía con esfuerzo, generando una incomodidad que, por acto reflejo, hizo que entre leves espasmos inclinara mi cabeza hacia atrás, abriera mi boca y cerrara los ojos, acumulando la energía necesaria para que, a modo de kame hame ha, fuera liberada en un atronador…

— ¡Aaaa-chuuuuu! — retumbé involuntariamente; un pitido incómodo se alojó en mis oídos.
— ¡Uy, perro, qué asco! — dijo con la cara cubierta de saliva y moco.

Su rostro sorprendido no me causó tanta risa como el moco transparente que le colgaba del labio superior y que por instinto se tragó, cual moco propio, al pasarle la lengua encima.

Pero la risa de un agripado viene con un cruel precio: así, sin esperar la venganza del recién infectado atracador y después de dos sonoros «je», surgió una húmeda y gutural tos que me hizo tomar aire y expulsarla de manera violenta y ruidosa sobre la expresión de sorpresa, ira y asco del que intentaba despojarme de mis bienes: sin poder evitarlo, le entregaba una buena cantidad de saliva con cada contracción.

Hay dos que cosas me indicaron que el desgraciado que me atracaba era novato y estaba desesperado: primero, me atracó solo; y segundo, se paralizó cuando escuchó al demonio que vivía en mi pecho expresarse en su arcana lengua. En aquellos momentos en los que la tos emancipa a su emisor para permitirle recuperar el aliento, si se tienen el entrenamiento y la desvergüenza adecuadas es posible interpretar un truco de lo más de singular: consiste en no cerrar la boca y hacer vibrar la garganta, modulando y articulando los mocos en ella, logrando así un rugido parecido al de un dinosaurio viejo y aún peligroso, que como en esa ocasión me di cuenta, puede dejar psicológicamente desarmado a un ladrón novato.

La adrenalina que el atraco me inyectó hizo que viera todo esto claro y, aunque estaba claramente en desventaja física y armamentística, logró que me armara de valor y siguiera tosiendo en su cara, cada vez más duro, cada vez más húmedo, cada vez de manera más descontrolada. Esto volteó las ternas, haciendo que ahora el atacante fuera mi achacoso cuerpo.

Pero la victoria era pírrica, con mi pecho y garganta acusando el dolor de cada espasmo, lo que me llevó a involuntariamente posar una mano sobre su hombro para sostenerme y así toserle en la cara aún mejor: compartía las fuerzas de los espasmos con su delgado y fibroso cuerpo despojador de pertenencias. Estos constantes temblores, mas la periódica carga de saliva que llegaba a su rostro hicieron que el ñero perdiera el equilibrio y cayera.

No lo seguí en su viaje al piso por pura decencia: no me gusta seguir tendencias tontas. Así que al verlo allí, caído, mojado y asqueado decidí culminar el ataque con un toque final, con la presa del tamal, con la crema de leche del ajiaco, el pedazo de moco que causó todo este alboroto; le obsequié un pedazo de demonio dirigido intencionalmente a los ojos, pero que se estrelló final y felizmente en su nariz.

La adrenalina es cosa maravillosa, esa sustancia ciertamente nos da verdaderos superpoderes. O a eso le atribuyo el hecho de que, sin pensarlo mucho y terminada mi maniobra de defensa, con el tórax dolorido y casi sin aliento me pusiera a correr, no sin antes enviar una mano al bolsillo para confirmar la presencia del celular de la discordia.

Desde ese momento espero un comunicado desde Ginebra condenándome por violar su convenio contra las armas biológicas. Pero, mientras tanto, cada vez que me da gripa sufro con entereza y hasta orgullo sus síntomas, advirtiendo el poder que oculto.

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