Vos y la tragedia

Dan Alvarez Ruano
Vestigium
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6 min readDec 8, 2020
Foto por Omar Ram en Unsplash

Me desperecé el primero: año nuevo. La mañana, soleada, me invitó a salir. Afuera estaba fresco bajo la sombra, a usted le habría gustado. Recuerdo sus cortos momentos de claridad, mientras escapaba de aquello que le engullía, cuando abría los ojos y extendía su mano, truculenta, tan delgada, hacia las florecitas del jardín. De cuando en cuando el vecino la saludaba, el dueño de las flores: usted le prestaba poca atención. Si su cerebro estaba despierto (viendo el rojo, el morado, el amarillo suave), quizá solo quería saber de florecitas. Tan lindas, ¿verdad, mama? Yo saludo al vecino por usted, no se preocupe.

— ¿Cómo sigue doña Tina? — preguntaba él, con un dedo sobre la manguera, regando su jardín.

— Hay días… Creo que hoy es uno — respondía yo, una sonrisa leve marcando las palabras — . Poco a poco vamos.

— Me alegra verla, doña Tina — agregaba él — . Llévesela si quiere, la flor que usted quiera.

Yo cortaba la flor con delicadeza, protegiendo los pétalos. Amarillo suave, el pistilo hexagonal y los estambres rodeándolo. Tanta perfección que se nos pasa por alto: usted despierta y la florecita viva. Recuerdo que sostuve con más fuerza el mango de la silla que la movía, me detuve un momento a contemplarla: pensé en su pelo, tan ralo, suave, angel hair. Y en lo delicado de usted entera, allí, bajo los tres ponchos que la protegían del frío. Hacía calor fuera, bajo el sol, pero de algún tiempo para acá usted siempre tuvo frío.

Vámonos, mama, dije. Pero esta vez a mi me tocó impulsarla, las ruedas de su silla vibrando sobre el asfalto caliente, granulado. La noche anterior, el año viejo, los cuetes nunca se callaron. El cielo era un arcoiris pero a usted le dolía escucharlo. Y yo la escuché llorar, le pregunté qué pasaba. Usted, enmudecida por el suplicio, nunca me supo decir. Cuánto extraño tenerla, poder hablarle; le robaron la voz, mama, y ni le preguntaron.

Me la llevé por la calle de Residenciales, la colonia de siempre. El mundo dormía y nosotras aprovechábamos la paz, esa que se nos esfuma sin verla. La que nos hizo falta anoche… ¿usted ya lo habrá olvidado? Sobre la calle, tan vacía, me detengo frente al barranco que circula la colonia. Hay un parque allí, repleto de hojas secas y papel periódico. La noche anterior debió ser de las pocas en las que los niños salieron a quemar cuetes. Volcancitos y ametralladoras, ahora solo queda el periódico cubriéndolo todo, hecho añicos, un emblema de la felicidad pasada. Hoy, un primero de enero, se ve poca gente. Todos están dentro, durmiendo. El barranco lo reclamaron los zopilotes, se posan sobre las ramas de árboles que surgen del fondo como varas del inframundo — aunque más bellas, verdes, corpulentas. ¿Sabrán ellos que a sus abuelos los vimos hace cuarenta años?

— Ayer hace cuarenta años, mama — le dije — usted y yo corrimos la San Silvestre.

Usted gruñó levemente.

Si usted se recordara, toda la familia corría. Los dos mayores competían, siempre tan ágiles. Luego Chando empezó, la curiosidad se plantó en mi después. ¿Para entonces usted tendría 50? Yo me recuerdo jovencita, de apenas 19. Así que se lo sugerí, la carrera sería un 31 de diciembre y usted, ante la posibilidad de un año nuevo distinto, me respondió como siempre: aaah, ¿y por qué no? Tan segura de sí misma sin siquiera dudarlo…

Aquí es donde me pongo triste, mama, porque mientras impulso su silla de ruedas por las calles desoladas, entre las fogatas de volcancitos que los niños abandonaron en la madrugada, la recuerdo a usted, treinta años antes, corriendo decidida hacia el parque que perfila la colonia. La gente del parque (los niños que aún salían) nos saludaba todas las mañanas; nosotras les devolvíamos el saludo y, recuperando el aliento por dos segundos, emprendíamos la carrera de vuelta. Usted se me adelantaba de a pocos, se reía, bueno vos, ¿y me vas a alcanzar o no? Estoy segura que se le llenaba el estómago de aire por hablar tanto mientras corría, pero yo ya le dije y usted ya lo sabe: usted siempre fue segura de sí misma sin siquiera dudarlo.

Ese día, de vuelta en año nuevo, nos sentamos en el parque a tomar el sol. Quizá la luz le robe el frío, la haga sonreír. Con su cabecita apachada, mama, ya casi no la he visto sonreír.

— Como le dije, mama, a estos zopilotes ya los conocíamos. Veníamos juntas a correr, llegábamos hasta este parque y nos íbamos de vuelta. Y los pajarotes siempre estaban allí, siempre en silencio, posados sobre las ramas y viendo hacia el precipicio… — y me quedé pensando, quizá esperando una respuesta suya.

— Usted era tan fuerte, mama, más de lo que yo me imaginaba. Y pícara también. ¿Se recuerda que una vez nos fuimos por allá lejos, por el kilómetro 16 de la ruta? Usted me lo sugirió, me dijo: bueno, ¿y si probamos correr más hoy? Era otro sábado por la mañana y le pregunté qué tenía en mente. Vonós lejos, me dijo, de aquí a la casa de la Olga. Yo digo que son casi los nueve kilómetros de la carrera. ¿Mama y cómo supone que nos regresemos?, le pregunté yo, sabiendo que de aquí para allá era bajada y parecía sencillo, pero… ¡Si de regreso es pura subida!, agregué. Ah, ya vas vos, si de regreso nos vamos a venir en bus, y usted se rió tan fuerte que aún resuena, una carcajada como pocas veces escuché.

— Para cuando llegó la carrera estábamos listas. Empezamos en la Municipalidad y usted sostenía su pelo, colocho y castaño en ese entonces, tras una banda elástica. Yo lo llevaba en cola. De la Municipalidad atravesamos zona 4 y zona 9 sobre la sexta avenida. Al principio, estoy segura, íbamos confiadas, sonriendo. Yo procuraba correr a su ritmo, pero usted tenía otro sentido para la competencia. De a pocos se me adelantaba, yo me reía y apresuraba el paso. Eventualmente desembocamos en el Bulevar Liberación y nos sumergimos en zona 13, llena de árboles y sombras precisas. Dimos la vuelta, llegamos a la Avenida de las Américas y corrimos de vuelta hacia zona 9, atravesando el Obelisco y por sobre toda la Reforma. En una de las muchas versiones de la San Silvestre, esta terminaba en el Estadio Mateo Flores. A media Reforma la empecé a perder: usted se atrasó una decena de metros y yo, viéndola detrás, le hice señas para que me alcanzara. Usted no se inmutó, estaba sudando pero iba determinada. Me despreocupé, sabía que con esa cara llegaría al fin de la carrera y del mundo de ser necesario.

— En la entrada, faltando metros para la meta, usted pasó volando. Una gacela. ¡Era impresionante, mama! Yo no hice nada, no pude ni quise hacer nada. Me faltaron dos segundos para alcanzarla y usted entró primero… Dejó que me confiara, ¿verdad, picarona?

El día en el parque era apacible. Las bancas, demoliéndose con el tiempo, me sostenían a su lado. El descuido reinaba: 50 años de una colonia olvidada en la zona 17 de la ciudad le hacen eso a la materia, la desgastan. La única vida aquí está en nosotras, en las memorias que nos vienen, de a pocos. En las lágrimas que me explotan dentro, que me llevan a abrazarla sin control. A quererla de vuelta, a buscar un tiempo en el que usted y yo vivíamos de más que la zozobra. Hace cuánto tiempo, mama. Unos en la pena, y otros en la pepena.

— ¿Se recuerda de algo, mama? ¿Siquiera se recuerda del regreso a casa en bus desde el Estadio? ¿De los tamales de esa noche y de cómo le contamos a la Vita sobre la carrera? Después de correrla con usted, usted pasó años corriendo con la Vita. Cada diciembre corrían juntas, la Vita aún suspira cuando se recuerda…

Usted y el silencio pétreo.

— Qué condena terrible, mama, tenerla sin poder hablarle. Hace meses que empezamos a fabricar conversaciones para recordarla, la voz de todas nosotras tratando de imitar lo que ya no sale de sus labios.

Usted gruñó. Recuerdo que, sentada allí, a un lado, sus manos se tensaron y sostuvieron su vestido floreado con vigor. Encorvada, bajo sus ponchos, hizo un esfuerzo por verme.

— Vos y la tragedia, Levi — me respondió, primero seria.

— Pero la vida continúa — agregó, con la mirada y la calma que tanto echaba de menos, que me traía de vuelta.

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Dan Alvarez Ruano
Vestigium

escribo para no olvidar. leo para recordar. pueden descargar mi libro, «La Desaparición de las Flores», gratis en: goo.gl/kuQ7en