Yo, coleccionista

Una reflexión sobre esa manía que tenemos de guardar “cositas” porque ay míralas qué bonitas son, cómo se ven juntitas…

Juan Carlo Rodríguez
Vestigium
9 min readSep 26, 2020

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Benicio del Toro como Taneleer Tivian, El Coleccionista, en Guardianes de la Galaxia. Cortesía Marvel Studios

No puedo saberlo con seguridad, pero estoy seguro que la primera cosa que quise coleccionar fue una concha de mar (perdón a mis seguidores argentinos), sin duda una de guacuco o algún otro caracol recogida en uno de los viajes a Margarita. Recuerdo claramente haber agarrado una caja de pizza para pegar los más bonitos que recogía de casi todos los viajes que hacía, que luego de un tiempo se fueron acumulando mucho. Mucho.

Después también me dejé llevar por las tarjetas telefónicas, primero de la telefónica principal (CANTV) y luego su versión móvil (Movilnet). Nunca me fui por los caminos normales de coleccionistas, como filatelia o numismática (esos caminos los tomaron mi hermano y mi primo, respectivamente), o cajitas de fósforo (algo que le dejé a mi madre). Y por supuesto que caí en la fiebre de los álbumes de barajitas (cromos/estampas), no sólo de los Mundiales (en el de 2014 compartí fiebre con hermano y papá) sino de cuanta comiquita (Mazinger Z en especial) o tema (Mamíferos) podía encontrar. Y ahora tengo una fiebre nueva, pero de eso hablo en un momento.

¿Cuál es el sentido que tenemos los humanos de recolectar cuales ratas cambalacheras cuanto artículo que puede formar un bonito conjunto? Y ojo, no incluyo en esto a los que coleccionan (está bien, coleccionamos) libros o discos o películas, pues ellos tienen un propósito definido: están hechas para consumirse de una manera u otra, aún si son ediciones especiales o raras. En estos casos ciertamente uno puede tener cosas de colección; yo tengo la suerte de tener un ejemplar de la biografía del ex presidente de Venezuela Rómulo Betancourt autografiada por su autor, Manuel Caballero; y mis redes fueron testigos de mi autorregalo de cumpleaños. Pero de aquí hablo de cosas que de una forma u otra fueron explícitamente diseñadas para coleccionarse, es decir, para formar un conjunto de ciertas características estéticas (o no).

Mi pequeña colección de vinilos (izq) (sí, sé que los debería tener en vertical, pero no tengo espacio aún) y una pequeña parte de mi no tan pequeña colección de DVDs y BluRays.

Tampoco se crean que esto de ser acumuladores con estilo es algo nuevo de los humanos. No es ni siquiera viejo, sino viejísimo, y ciertamente empezó como algo de la élite. Hay evidencias que la nobleza coleccionaba esculturas en la ciudad de Nippur de la antigua Mesopotamia (hoy Irak) que datan de aproximadamente tres mil años A.C. Y qué era la biblioteca de Alejandria (snif) sino una gran colección de textos de todo el mundo, reunida por la dinastía tolemaica en Egipto. Ya en el Renacimiento, la familia Médici inició la práctica de coleccionar arte para liberar a los artistas del dinero de Iglesia y estado. Esas colecciones de patrones privados son las que llenan muchos museos hoy en día, aunque si le creemos a Malcolm Gladwell, como argumenta en un episodio de su podcast Revisionist History, los museos actuales son más acumuladores cual el dragón Smaug, quien simplemente acumulaba tesoros que se negaba a compartir o siquiera a mostrar. Pero ese es otro cuento.

“Conversación Smaug”, de JRR Tolkien. De la primera edición estadounidense de El Hobbit, 1938. Fuente: Tolkien Gateway

El hábito de coleccionar como se conoce hoy en día, léase como hobby, es descendiente de los llamados gabinetes de curiosidades del siglo XVI, también conocidos como cuartos de maravillas, donde los ricos con posibilidad de viajar reunían objetos diversos. Podían ser un mueble — saben, tipo un, pues, gabinete — o una habitación completa, y ahí podían estar las más diversas cosas, en especial fósiles y especímenes biológicos, pero también piedras inusuales, corales secos y pinturas.

De Frans Francken el Joven — Kunsthistorisches Museum Wien, Bilddatenbank.., Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=5247649

Un elemento vino a finales del siglo XIX que finalmente marcaría el inicio del coleccionismo recreativo: el tiempo libre. Unido a una prosperidad alcanzada en ciertos países, empezó una curiosidad por muebles antiguos, jarrones y objetos decorativos de Oriente. Así que la gente empezó a invertir en estos objetos y bueno, empezaron las colecciones.

Pero eso va un poquito más allá. Hay quienes dicen que el coleccionar viene de nuestra época de homínidos recolectores, que nos gustaban las cosas coloridas y brillantes y las agarrábamos. Y cierto, la curiosidad de un primate es bien conocida, como ven en este video de un gorila investigando de cerca a un camaleón. También se puede argumentar que coleccionar no es solo de primates; son famosas (bueno, al menos entre nosotros los fans de la naturaleza) las aves llamadas pergoleros, o tilonorrincos, de Australia y Nueva Guinea, que forman elaboradas estructuras para atraer a las hembras y, en su afán, forman una colección de diversos objetos a la entrada de dichas estructuras que van, como se ve aquí, desde cáscaras de escarabajo y frutas hasta plumas y tapitas de botellas (algo que los ha puesto en peligro, por cierto).

Pergolero satinado colocando una pluma en su pérgola. Noten la tapa de plástico a sus pies. Esta especie tiene una obsesión con el azul. Foto: Tim Laman

Sin embargo, ningún mono conserva lo que consigue, y las colecciones de los pergoleros buscan atraer pareja. Los humanos coleccionamos por otro propósito: simplemente nos hace sentir bien. El cerebro humano tiene tendencia a reunir todo en conjuntos, así que ver un libro organizado con estampillas diversas es estéticamente placentero. Igualmente, cuidar de una colección elimina el estrés, y lleva a educarse en diversos temas. Como pude constatar de mi época de barajitas, también es una actividad social, pues se forman grupos de entusiastas a discutir sus hallazgos y otros aspectos, algo que Internet ha facilitado notablemente. Y por último también muestra un interés en otras culturas; piensen en los que coleccionan postales de distintas ciudades o temáticas, o, como hacía mi madre y como se ve en esta hermosura de cuenta de Instagram, distintas cajas de fósforos.

Claro, es muy fácil que un interés por coleccionar se convierta en obsesión. Son demasiados los casos de coleccionistas que han caído en desgracia por completar su colección, como se narra en este episodio del programa radial Nuestro Insólito Universo. Eso ya cae en desórdenes mentales, y ahí ya hay que buscar ayuda. Creo que todos los que coleccionamos tenemos algo de eso, pero también uno tiene que entender que no, que esa edición única de A Night At The Opera no vale un mes de alquiler… ¿verdad?

Dicho eso, ver la cantidad de cosas que pueden coleccionarse es casi intimidante, y es algo a lo que ni las celebridades ni los intelectuales son inmunes. Rafael Sylva, creador del mencionado programa de radio, coleccionaba llaves antiguas. El periodista y humorista Manuel Graterol, conocido como Graterolacho, tenía una enorme colección de sapos de porcelana, por su apodo de “Sapo”. Geddy Lee, bajista y líder de la banda Rush, tiene una enorme colección de bajos tan enorme que ahora la va a prestar a un museo. Igual la colección de artefactos de terror del guitarrista de Metallica, Kirk Hammet.

Kirk Hammett con parte de su colección. Cortesía Raymond Ahner para Vice.

Pero luego están las cosas que uno no pensaría que puede uno coleccionar. Botones, tapas de botella, corchos, las mencionadas llaves, vasos, bolígrafos (culpable), tapetes, tarjetas de presentación… Si se puede hacer una variación, se puede hacer una colección. Nada más miren la lista de colecciones del libro Guinness de Récords Mundiales. ¿Tubos de pasta de diente? ¿Máquinas de escribir? ¿Tostadoras? Sí, sí y sí.

Y claro, está el aspecto comercial de las colecciones. Cualquier juguetito que pueda ser hecho con alguna variedad tiene un valor coleccionable. La lista es tan larga como variada, y va desde los carritos Matchbox y tarejtas de béisbol (realmente cualquier deporte) hasta pines en los parques Disney. Y no olvidemos que el valor de un coleccionable aumenta a niveles a veces absurdos, como carritos de 9.000 dólares, estampillas de casi 10 millones…

Cada temporada parece tener su propia línea de coleccionables. En los 80 eran las muñecas Repollito (y sus primos menos tiernos); en los 90 los Beanie Babies; y en los 2000 la inspiración para este artículo. Acompáñenme a hablar de Funko.

Creo que si a alguien puedo “culpar” de mi obsesión por coleccionar es a mi madre. Desde que tengo memoria, mi mamá reunía… algo. Lo que más recuerdo es la colección de cajitas de fósforo que ya mencioné, pero nooo, ella no paró ahí. Empezó luego a reunir patos tallados en madera, todos regalados. Luego fueron cascanueces y pesebres (la última vez que conté tenía 24 de esos, además de al menos dos que le hacía en origami). Y luego crucifijos. Ha tenido que parar por razones obvias, pero las cuida con primor.

Parte de la colección de cascanueces de mi mamá. Allá al fondo se ve parte de la de crucifijos. Foto mía.

Así que no sorprende que uno de sus dos hijos heredara la pasión. Y ojo, mi hermano no se queda atrás: tiene una importante colección de monedas y billetes extranjeros, además de sus colecciones de Iron Maiden y Pink Floyd. Pero el casi acumulador, lo admito, soy yo. Yo no puedo ir a una exposición sin reunir veinte bolígrafos distintos. Dejé de reunir caracoles, pero por una época las cambié por tarjetas de teléfono. Tengo una creciente colección de artefactos con Deadpool (un cuaderno, un bloc de notas, dos franelas, un paraguas, una figurita de madera, un suéter…).Y ahora de adulto, por las figuritas de vinilo de la casa Funko.

En caso de que no sepan de qué les hablo, Funko es una compañía fundada en 2005 en Everett, Washington, que empezó haciendo alcancías de los restarantes Big Boy. Al tener éxito decidieron expandirse, empezando con figuritas “bobbleheads” de Austin Powers. Pero desde 2010, están con la línea Pop! Vinyl que recuerdan al estilo chibi japonés, que es la que me ha empezado a obsesionar, desde que obtuve una Daenerys Targaryen y Ned Stark de Juego de Tronos. Al mudarme a Estados Unidos y compartir el gusto con mi novia, la colección empezó a expandirse. Ya tenemos más de 40 modelos, principalmente de Star Wars y Marvel, pero también tengo a Lemmy (Mötorhead), Marilyn Manson, Slash y Kerry King (Slayer). (Por si lo ptreguntan, la colección tiene un valor de unos mil y tantos de dólares; el más valioso está ahora en unos $200). Ah y por supuesto, a los miembros de Metallica, junto a Lady Justice (de la portada de su disco …And Justice For All).

Y los conseguí baratos.

Todos los días me consigo con nuevos modelos de la línea que quiero tener y regalar, pero la situación económica no me da como para volverme loco. Y de hecho, mientras me preparaba para limpiar la colección y esperaba nuevas llegadas (ah de paso les cuento, Yadi está personalizando Funkos por encargo, por si les interesa), me puse a pensar: un día todos estos muñequitos quedarán en cajas, museos o la basura, mientras la fiebre pase. Entonces, ¿cuál es el punto de seguir comprándolos, de querer seguir tener formas de exhibirlos cada vez mejores, si como sea va a ser algo efímero?

Por supuesto que esta no puede ser una respuesta objetiva. Mi única razón es que en el momento actual, es algo que apela a mi naturaleza coleccionista, otra herencia de mamá. Puede que pare por un tiempo, dado que hay otras prioridades como adulto, pero creo que lo único que me detendría sería la falta de espacio (y bueno, actualmente no es que tenga mucho).

¿Actividad banal? Por supuesto. ¿Relajante? Absolutamente. Y en estos días, eso es algo vital. Cualquier cosa que tenga la mente distraída de la absoluta locura que ha resultado 2020 creo que, mientras sea dentro de los límites de lo sano, debería ser obligatoria.

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Juan Carlo Rodríguez
Vestigium

Periodista venezolano. Lucho por encontrar equilibrio en un mundo desequilibrado. / Venezuelan journalist, struggling to find balance in an unbalanced world.