Yo también quiero ser una amenaza

Fernanda Rio
Vestigium
Published in
4 min readSep 16, 2018

I.
Sobre el miedo

Hace unos meses comencé a leer “De caminar sobre el hielo” de Werner Herzog que es un diario sobre su viaje a pie de Munich hasta París para ver a su amiga enferma, Lotte Eisner. Herzog camina día y noche, irrumpe en graneros para dormir, habla con extraños y en ningún momento siente miedo. Su mayor preocupación ni siquiera es dónde dormirá o qué comerá si no un pie que empieza a darle molestias a menos de medio camino. Para mí esta historia parecía una ficción, más como una novela de Verne que una bitácora, porque mi cerebro no me dejaba creer que alguien caminara tantos kilómetros solo y sin miedo. Entonces pensé: Claro, Herzog es hombre. Puede caminar sin miedo. A nadie le importa lo que lleva puesto — ni a él mismo — y más importante aún, nadie se cuestiona porqué camina solo o si debería hacerlo.

El miedo, para mí, es una sensación implantada y represiva. No nací con ese miedo ni sintiéndome distinta a los hombres, mi temor se fue moldeando con las direcciones que dieron mis padres, maestros y amigos. Desde los primeros años me indicaban las cosas que eran para los hombres y no para mí, cerrando poco a poco la libertad de acción que tenía para descubrir el mundo. Desde mi infancia pasé por muchos regaños y rechazo por preferir todo lo que hacían los niños, es más, hasta los siete años las personas seguían preguntándole a mi hermana si yo era hombre, a lo que ella respondía que sí muy apenada y molesta. Me regañaban constantemente por no usar vestidos, por no pedir muñecas en navidad, por traer el cabello corto y no querer peinarlo, por insistir en jugar con coches, andar en bici, correr y revolcarme en el lodo sin importarme quiénes me vieran o cómo me vieran. Las niñas me odiaban y me decían “marimacha” y los niños se avergonzaban de jugar con una mujer. Para mí todo era muy confuso y no logré entenderlo hasta los once años cuando tuve mi primera menstruación.

Era catorce de febrero y noté una pequeña mancha roja en mi ropa interior. Me cambié pero a escasos minutos apareció otra, corrí a decirle a mi mamá y ella me explicó con tristeza lo que estaba sucediendo. Lloré todo ese día. Por primera vez me sentí distinta a los hombres, como si tuviera un secreto tibio en mi cuerpo, ¿cómo iba a explicarles a mis amigos que había nacido mujer? ¿Cómo iba a explicármelo a mí misma? Todas las mujeres a mi alrededor se encargaron de explicar que esto marcaba una nueva etapa en mi vida, que ahora era una mujer y que debía de cuidarme. Apareció el miedo absurdo a que los otros notaran ese secreto, a que pudieran quitármelo. El terror comenzó poco después cuando a los doce años una amiga me contó a detalle cómo la había violado un taxista y un año después cuando un hombre me persiguió por la noche gritando que quería masturbarme. Poco a poco fui entendiendo que eran cosas que sólo le sucedían a las mujeres y que era normal.

Recuerdo cómo y cuántas puñaladas recibió la mamá de una amiga antes de que su esposo la metiera en la cajuela para que sus hijas la encontraran. Recuerdo haber llorado en medio de una fiesta el quince de septiembre cuando fue encontrado el cuerpo de Mara Castilla envuelto en una sábana de motel. Recuerdo apretar el puño hasta sangrar cuando vi la cara desfigurada a golpes de una mujer en mi familia. Recuerdo sus historias y siento su miedo, nuestro miedo. Cada día hay que soportar el sabor y la textura correosa de una noticia más, de las palabras que se aprietan contra el cráneo: Muerta, torturada, decapitada, acosada, violada, abusada, hostigada, desaparecida, amarrada, golpeada, mutilada. Soportar uno a uno los párrafos en las noticias, los comentarios en las calles, las cápsulas en la televisión, las consignas en las marchas. Masticarlo y digerirlo como el pan de cada día en este país. Me siento abierta, vulnerable, un objeto que alguien puede tomar y nadie hará nada, escribí justo después de ser acosada en la calle, yo también quiero ser una amenaza, que ellos me tengan miedo a mí, no sólo ser una herida abierta, si no lo que corta, lo que intimida.

La verdad es que no quiero ser una amenaza, quiero también poder caminar con la seguridad con la que camina Herzog, sin temer a ser emboscada, a recibir comentarios violentos, a sentirme presa de algún desconocido, pero cómo podría hacerlo con historias como la de Sirena, asaltada, violada y asesinada en Costa Rica, ¿cómo podría sentir esa libertad que Herzog ni siquiera es consciente que tiene? Ahora sólo hay impotencia y frustración, ganas de haber estado ahí para cada una de esas mujeres que fueron injustamente arrebatadas de lo que amaban sólo porque la educación de nuestros padres, maestros y amigos fue decirnos que tuviéramos miedo cuando podrían habernos enseñado a caminar sobre el hielo.

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