Vic Halley
VicHalleyGoa | Travel diary
11 min readOct 21, 2014

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#VicHalleyGoa

17 Octubre 2014, Mumbai

Mumbai, 17 Octubre 2014

Antes de partir, mi mayor preocupación en este viaje era sentirme solo. No es que no esté acostumbrado a estar solo, incluso me gusta, y siempre he sabido saborear esos momentos que uno comparte consigo mismo. Pero sentirse solo es distinto, no es una elección. Uno solo se siente solo cuando no quiere sentirse así, cuando piensa que acompañado estaría mejor y, aunque en mi vida siempre había sabido manejar muy bien esta situaciones y sortear los obstáculos sin ayuda, en los últimos meses había estado compartiendo muchos momentos y muchas emociones con mucha gente y tal vez eso había ablandado más de lo normal la corteza que recubría con solidez mi sentido de la independencia.

Tal vez por eso me tomé la precaución de allanar el terreno y tratar de hacer contactos al otro lado del túnel antes de dar el gran salto, y tenía una herramienta a mi alcance que controlaba a la perfección: Internet. Había estado haciendo algunas búsquedas, personas en Goa que respondieran al perfil de Djs, productores, promotores de fiestas, agencias o cualquiera que pudiera estar involucrado en un mundo del que yo quería formar parte. Escribí un mensaje uno por uno anunciando mi llegada y pidiendo consejo para esos primeros días en que uno se siente perdido. Y el feedback fue especialmente bueno. Prácticamente todos mostraron interés y ofrecieron su consejo, forjado en experiencia y con un inesperado grado de empatía, como si por un momento esas personas que estaban a miles de kilómetros pudieran teletransportarse y colarse en mi piel, adivinar mis preocupaciones, pensar como yo, sentir como yo. Me dieron consejos de todo tipo, sobre dónde vivir, qué tener en cuenta, qué hacer y qué no, iluminaron un camino que en mi mente estaba poblado de sombras y, sobretodo, restaron importancia a lo que no conocía con algo tan sencillo como “no te preocupes por eso ahora, cuando llegues aquí descubrirás que es muy sencillo”. Y no quiero dejar pasar esta oportunidad para agradecer especialmente la atención de Amit Makwana, Clement D’Souza y Christ Burstein. ¡Gracias!

En los días previos a mi partida tuve también la suerte de poder reunirme con Kamal, para quién había trabajado unas semanas atrás haciendo algunos cambios en la página web de su empresa de eventos, con la que me había puesto en contacto mi buen amigo Quim Clark. Kamal, de origen indio, accedió a darme algunos consejos y recomendaciones en una comida informal. Además tenía familia en Mumbai y me puso en contacto con un primo suyo, Ajay, por si podía ser de ayuda en mi breve paso por la ciudad. ¡Gracias también a vosotros, Kamal y Quim!

No recuerdo si dormí mucho o poco, ni si me levanté temprano o tarde, pero era mi primera mañana en Mumbai y la expectación me hizo salir de la cama con un brinco (los que bien me conocen saben que no es mi estilo). Había compartido noche con dos chicos franceses que hacían la ruta de norte a sur y un indio del norte de Mumbai que se había desplazado al centro para un festival de cine o algo así. Al salir de la habitación me encontré con los otros viajeros rodeando la mesa, todos preparando la aventura que les depararía el nuevo día. Entre ellos estaba Henry, el chico inglés y Gorane, la chica vasca. Hablé con ambos para saber qué planes tenían y por lo visto los dos coincidían en querer viajar a Colaba, el centro neurálgico, aunque geográficamente se hallaba en el extremo sur de la ciudad que, vista en el mapa, me recordaba a la forma de un cucurucho. Nosotros estábamos más bien al norte, y dos líneas de tren cruzaban el cucurucho en sentido vertical, como dos grandes arterias que transportaban a centenares, probablemente a miles y quién sabe si a millones de indios cada día desde las zonas más pobres al norte hacia las áreas con más actividad al sur.

Yo tenía intención de visitar a Ajay. Llevaba algún material en mi equipaje especialmente valioso y no terminaba de fiarme de la seguridad del hostal. Le transmití mis sensaciones y él me sugirió guardar mis pertenencias de forma segura en sus oficinas durante los dos días que estaría en la ciudad, y a mí me pareció buena idea. También tenía intención de encontrar otro hostal más cerca de Colaba para pasar las siguientes noches, así que empaqueté de nuevo mi equipaje, me lo enredé al cuerpo como la coraza de un crustáceo, maleta grande a la espalda y maleta pequeña al pecho, y salí a la calle con Henry y Gorane camino de la estación de tren. Nos dispusimos a tomar un taxi rickshaw y aquí Henry tomó la iniciativa, regateando con el primer indio que nos pidió 150 rupias por el trayecto. Lo descartó y finalmente encontró uno que le pareció aceptable. Se había informado previamente de que el trayecto no debía costar más de 30 rupias y, por un momento, me sentí estúpido al caer en la cuenta de la ventaja que me llevaban los demás. Henry había estado viajando des del norte y se había curtido en el trato con los indios. No podía culpárseles por tratar de engañar a los viajeros; era su modo de vida y, en india, el regateo era la norma, así que decidí perdonar mi inocencia, tomar nota de la lección y mantener los ojos bien abiertos.

La estación de tren lucía el nombre Andheri Station en sus andenes y era una de las principales estaciones de la línea. Pagamos 10 rupias por el ticket que más tarde nadie nos exigiría y esperamos en el andén. Justo antes de nuestro tren, otro pasó por la misma vía. No iba demasiado rápido pero no llegó a detenerse, y algunos indios se subieron a él en marcha, saltando con calculada agilidad y eficacia, agarrándose a los barrotes que quedaban al alcance tras los huecos de unas inexistentes puertas en los vagones. Era un tren directo que no tenía parada en todas las estaciones y la escena me dejó perplejo. Más tarde, cuando tomamos el nuestro, más lento pero seguro y que sí se detuvo, observé a los ocupantes del mismo: hombres sobretodo, de todas las edades, también los había más jóvenes y otros eran niños, algunos sentados y otros apoyados junto a los huecos de las puertas, en ocasiones con medio cuerpo asomando fuera del tren. Y fue entonces cuando terminé de darme cuenta, pensando también en la peculiar manera que tenían de conducir, de que el sentido del peligro en India se medía con una vara absolutamente distinta a la de occidente. Por un momento pude imaginarme dentro de aquel tren a cualquiera de las madres que conozco con una mueca de angustia en sus rostros y gritando “¡no te acerques a la puerta, niño! ¡ven aquí, quédate quieto!”. Las madres indias simplemente no estaban allí, y los chicos asumían riesgos que yo no estaba acostumbrado a digerir.

Tras unos 45 minutos en el tren llegamos a mi estación: “Marine Lines”, un poco al norte de Colaba. Me despedí de mis compañeros de viaje, que se apeaban en la siguiente y me encaminé, siguiendo a medias un mapa que había capturado en mi teléfono y a medias mi intuición, hacia las oficinas de Ajay. Tras preguntar en varios negocios locales por “Ajay Suhkwani” por fin un chico reconoció el nombre y me acompañó hasta la entrada de unas oficinas de un blanco reluciente. El aire acondicionado me dio la bienvenida como si las montañas al norte del país se hubieran adueñado del lugar. El sofocante calor y humedad del exterior se hizo más evidente al notar el contraste y deseé quedarme allí dentro para siempre. Una chica india se encontraba tras el mostrador de la entrada y, tras intercambiar algunas palabras en hindi con el chico, me acompañó a un despacho al fondo donde me senté a esperar a Ajay con dos botellitas de agua fría que dispuso en la mesa. Se llamaba Naina y tenía el pelo largo y oscuro como la noche, unos ojos brillantes y una blanca sonrisa que no supe si interpretar como amabilidad extrema o incluso como un punto de acostumbrada sumisión. Vestía de verde un cuerpo esbelto y sus pómulos redondos le conferían un aspecto de absoluta amabilidad. Me descubrí por primera vez abriendo los ojos a la belleza de las mujeres indias.

Unos minutos más tarde Ajay apareció y tras un apretón de manos nos sentamos para compartir algunas impresiones. Su inglés era notablemente más fácil de entender, más occidental que el del resto de indios. Incluso se aventuró a soltar algunas palabras en español que había aprendido durante el tiempo que vivió en Madrid. Charlamos un rato y me ofreció todo tipo de ayuda, sobretodo logística en cuanto a lo referente a mi equipaje. Pasado un rato otro hombre irrumpió en la sala. De unos 50 años, alto y delgado, con la tez morena, el pelo corto y blanco y un bigote también blanco que asomaba bajo una abultada nariz. Era la viva imagen del indio afable que había estado imaginando antes emprender el viaje. Trabajaba para Ajay y oyó que hablábamos sobre encontrar un hostal, así que se ofreció a acompañarme a Colaba para visitar algunos lugares que conocía. Tomamos un taxi y nos adentramos en las avenidas que daban acceso al centro turístico y yo aproveché el momento para tomar algunos vídeos desde la ventana del vehículo. Finalmente nos apeamos y visitamos algunos hostales y hoteles, pero algunos estaban ocupados y otros no me convencieron, así que finalmente apliqué ese famoso dicho de “Más vale malo conocido que bueno por conocer” y decidí llamar al hostal donde había pasado la noche anterior para comunicarles que volvería a pasar allí las dos siguientes. No obstante aproveché la visita guiada para pasear por algunas de las calles del centro de Colaba haciendo todo tipo de preguntas a mi buen acompañante.

https://www.youtube.com/watch?v=c3LOtyXwTGc

Volvimos en taxi a la oficina y esperé de nuevo a Ajay en su despacho. Aproveché para preguntar a Naina si conocía algún buen lugar en el que saciar el hambre que se había ido apoderando de mi estómago y, tras unos minutos, me sorprendió irrumpiendo en el despacho con dos hamburguesas vegetarianas de McDonald’s y dos botellitas de agua más. La extrema amabilidad y entrega de Ajay y sus trabajadores empezaba a resultarme abrumadora y me estaba quedando sin recursos para agradecerles su entrega. Finalmente Ajay apareció y me confesó que era su cumpleaños y que había hamburguesas para todos. Me sentí un poco menos mal. Le expliqué mi plan de regresar al hostal anterior y, tras analizar con depurada lógica la compleja situación logística, llegué a la conclusión de que era mejor volverme con mi equipaje al hostal y confiar en la seguridad del lugar. Al fin y al cabo todos los otros viajeros lo hacían y yo no quería ser un estúpido despreocupado, pero tampoco un arrogante desconfiado incapaz de integrarse en un mundo distinto.

Me despedí de ellos y me encaminé de nuevo hacia la estación de tren. Eran casi las 6 de la tarde y las primeras sombras del atardecer empezaban a cernirse sobre las calles. El contraste de clima estival y el temprano adiós del Sol me chocó y comprendí que, después de todo, el otoño se asentaba también en aquellas latitudes. Me senté en un bar a medio camino guiado por el consejo de Ajay para dejar pasar la hora en que los trenes van más abarrotados de indios que regresan a las barriadas al norte. Saqué un libro de una de las mochilas y abrí la primera página. Era Shantaram, un famoso libro basado (aunque nadie sabe hasta qué punto) en las vivencias de Gregory David Roberts en su estancia en Mumbai. Me lo había regalado Sarah, un ángel caído del cielo que había dado media vuelta al mundo desde Suecia hasta Australia pasando por media Asia antes de entrar en mi vida. Tenía una larga melena rubia, con unos ojos tan azules como el mar más claro o el cielo más despejado y una impresionante habilidad para organizar y sorprender a partes iguales. Su compañía, consejos y ayuda fueron de inestimable valor en las semanas antes de partir y había escrito a mano una carta en la primera página, que los editores sabiamente suelen dejar en blanco. Había estado esperando el momento oportuno para leer esa carta. Sabía que no me decepcionaría y tras la primera frase unas lágrimas a las que nadie había invitado a la fiesta decidieron precipitarse rodando por mis mejillas. Los otros ocupantes del bar me miraron pero no me importó. Leí hasta el final y re-leí, saqué mi teléfono y empecé a escribir una respuesta que fue más larga de lo que había previsto y, cuando me di cuenta, era momento de partir de nuevo.

Al salir del bar el cielo azul de Mumbai había dejado paso a un oscuro matiz de grises y tintes de marino, y unas neblinas blancas procedentes del humo de los vehículos y de algunos puestos de comida a pie de calle se arremolinaban en un baile de aromas que aún no había dejado de impactarme. Tomé asiento en el tren junto a un hombrecillo indio, tan moreno que se fundía con el acero del vagón en la noche. Me giré para preguntarle si este tren realmente conducía a Andheri, la estación en la que necesitaba apearme y, antes de poder abrir la boca, ya me estaba contestando, como si pudiera leer mi pensamiento. El trayecto se hizo largo y el tren se fue llenando más y más, hasta que empezó a preocuparme poder alcanzar la salida con todo el equipaje a cuestas. Me giré para pedirle al hombre que me avisara en la estación de antes para tener tiempo de salir y, de nuevo, mis palabras llegaron a su cerebro antes de salir por mi boca. Contestó “don’t worry friend, I tell you the one before”. No salía de mi asombro. Llegado el momento me vestí de nuevo con las pesadas mochilas y me dispuse a abrirme camino entre la multitud de indios. Muchos bajaban en la misma estación y no fue difícil alcanzar un buen lugar. Lo que no comprendí entonces fue por qué, llegando a la estación, los más aventurados saltaban en marcha del vagón sin esperar que se detuviera. Por un momento temí tener que hacer lo mismo, perder el equilibrio con las mochilas y verme arrollado por el monstruo de hierro. Respiré aliviado cuando finalmente se detuvo, pero un segundo después me invadió el pánico al ver una oleada de indios abalanzarse contra la salida del tren desesperados por subirse a él. Tuve que saltar contra ellos, placándolos y abriéndome camino como pude hasta que estuve a salvo en el andén. Me giré para contemplar el espectáculo de hombres que se agarraban a cualquier barrote, asidero o incluso a cualquier otro hombre con tal de ocupar un lugar en el vagón. De nuevo acudieron a mi mente todas las madres que conozco angustiadas y gritando.

Tomé un rickshaw camino del hostal y, una vez allí, me re-encontré con los otros viajeros. Henry y Gorane me recibieron con sorpresa y intercambiamos impresiones sobre nuestros días.

Me derrumbé sobre el sofá del salón, respiré profundo y me dije “has sobrevivido al primer día en Mumbai, no era para tanto”.

Based on my current stay in Goa.
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