Hay que imaginarse a Pérez-Reverte

España Bizarra
Vidas ejemplares
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4 min readAug 24, 2016

Hay que imaginarse a Pérez-Reverte como a Trancos en El Póney Pisador, sentado socarrón en un rincón de cualquier bar de carretera español, fumando en pipa y sin importarle un cojón las sandeces que dicen esos mierdas que llenan el local, especialmente los guiris. Puto cáncer de Este País. Hay que imaginarlo muy por encima del bien y del mal, consciente de que todo el mundo sabe que está en su rincón pero nadie se atreve a mirar, no por cobardía sino porque saben de qué es capaz; aguardando el instante preciso en el que bajar hasta la barra, mirar con altivez al respetable y pedir con voz aguardentosa «un solisombra doble, Lola, de esos que bordas con el anís de estraperlo que hace tu tío en el pueblo y estos alfeñiques no pueden echarse al coleto sin chamuscarse los pelos del culo».

Hay que imaginarse a Pérez-Reverte como Chuck Norris, con pantalón de camuflaje, pecholobo al aire y cinta en el pelazo, levantándose en plena sesión de trabajo de la Real Academia Española del sillón te (mayúscula, obviamente) para ir caminando con paso lento y seguro, un poco chulesco también, casi de cowboy, hasta el de la eñe (minúscula, por supuesto). Y hay que imaginarlo haciéndole una llave en el cuello a Ansón mientras éste se va de varetas, por Dios y lo más hermoso qué haces Arturo, al tiempo que grita con la voz de mil trompetas que «¡me engañasteis con el ‘amigovio’ de los cojones pero por mi santa y difunta madre que no voy a permitir que metáis ‘rúner’ en el puto diccionario!»

Hay que imaginarse a Pérez-Reverte como a Bruce Banner sufriendo uno de sus episodios de estrés en mitad de un vuelo oceánico, resbalándole las gotas de sudor por la sienes mientras el bebé de al lado sigue berreando tras 3 horas, hiperventilando cuando la adolescente del otro empieza a leer 50 sombras de Grey en su Kindle tras terminar Ambiciones y reflexiones, y asomando el verde al iris de sus ojos con el ofrecimiento de la azafata de otro pacharán sin alcohol. Y hay que imaginar el avión estallando en mitad del aire y una flecha verde saliendo disparada de los restos hacia la otra punta del mundo, dejando atrás una nube de condensación y luego una explosión sónica mientras desaparece por el horizonte.

Hay que imaginarse a Pérez-Reverte como Bud Spencer, recorriendo los caminos que en su día hollase CJC, mochila al hombro, bastón de caoba y gorra de cuadros, contándole al viento y los mosquitos tigre el puto asco que le da todo y lo maricas que se han vuelto sus compatriotas, usando tractores a gasóil en vez de burro y azada para trabajar la tierra, no me extraña que los tomates sepan a plástico, ¡rediós! Es fácil imaginarlo entrando a cualquier casa de postas, sentándose en un banco de madera sin lijar, ¡astillas a él y su escroto!, y probando con los dedos un cocido maragato hecho 10 horas a la lumbre en una olla de cobre, de esas prohibidas porque a los pusilánimes les da cáncer, para a continuación levantarse de golpe tirando la mesa por los aires y abofetear al cocinero con ambas manos, palma-dorso, palma-dorso, al son de «no me pelé yo los huevos de corresponsal de guerra en tierras sin dios verdadero para que ahora me quieran sacar mis buenos cuartos por una bazofia desenlatada como esta, hideputa».

Hay que imaginarse a Pérez-Reverte, en definitiva, como lo más parecido a un superhéroe de carne y hueso que tenemos en España. Bocazas, cuñado, soberbio y pagado de sí mismo, ¡voto a Bríos!, porque los españoles somos así y así hay que querernos.

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Cazador de gamusinos, coleccionista de bizarradas, rotondismo violento