Disfrutar de una puñalada y los sabores que son anclas

Ícaro Moyano Díaz
viejomoeb
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4 min readJun 10, 2021

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La nostalgia es una piedra atada al cuello que nos queda bien a todos. Como esas joyas que se heredan y llevas sin pensar: siempre han estado ahí. Pero quizá hay que meterle un poco de pausa, porque llevamos alegremente puesta una soga que nos está escatimando el aire.

A mí me aterra la tentación de la nostalgia y manoseo la posibilidad de cierta melancolía tratando de encontrar la dosis correcta; la forma correcta de darle espacio al pasado en nuestro día a día. El punto de equilibrio que nos permite avanzar sin dolor de cuello y con todo el aire en los pulmones.

Lo hago porque sé que hay sensaciones que son puerto seguro, hay sitios que son puerto seguro, hay sabores que son puerto seguro. Pero hay que saber siempre que ese momento de placer es, de alguna forma, disfrutar de una puñalada. Algo de daño nos estamos haciendo al tragar.

Quizá no es nostalgia, es buscar certidumbre.

Tras año y medio sin poder viajar sé que mi puñalada más honda es NYC, pero también sé que necesito un poco de NYC cada día (el vídeo de Casey tras volver a la ciudad, una foto en IG de los desayunos de Sweet Chick, el recorrido en Strava de algún corredor por el que es mi barrio cuando aterrizo en la ciudad…).

Hay platos con los que me pasa algo muy similar. Lo fácil sería decir que son aquellos que nos despertaron el placer de comer, que educaron nuestro paladar en el disfrute, las famosas croquetas de tu abuela que no son para tanto por mucho que a ti te flipen.

Pero creo que hay un poco más, creo que hay bocados que se convierten en anclas. Hay bocados que llevan la vida entera siendo exactamente idénticos, sabiendo exactamente igual. Y está bien así. Así es perfecto, porque la felicidad también es que todo siga igual aunque sea un instante.

Permíteme pensar que esto no es nostalgia, es acaudalar un poco de fijeza en tiempos de zozobra.

En esto pensaba hace un par de domingos cuando, justo un año después, volvimos a Samm con mi madre. Este fue el primer restaurante al que fuimos tras el confinamiento cuando nos dejaron salir. Fuimos el año pasado porque había terraza y poco aforo y volvimos este año porque en mi casa todo lo que sale bien una vez se convierte en un ritual. Pedimos lo de siempre: ensaladilla, boquerones fritos, un senyoret y el sorbete de limón y cava.

Todo era distinto menos el ancla, el arroz que preparan en la cocina que humea en el otro lado de la acera. Ese arroz lleva sabiendo igual desde que yo no tenía pelo. Y en cambio todo era distinto. Hace un año comimos con el susto pegado al cuerpo, casi en silencio y recelando hasta del aire. Este año había bullicio y nos mirábamos los unos a los otros como si fuese un domingo más.

Como si no fuese extraordinario. Como quien se come un arroz un domingo y el miércoles ya no se acuerda. A esto me refiero, hay platos que tienen ese poder: son el ancla que nos sujeta para que podamos coger aire y seguir.

Yo tengo varias anclas, tengo ese arroz de Samm y tengo la hamburguesa de Alfredo´s. Sé que sabe igual aunque él haya muerto porque en ese sótano cerca de Plaza de Castilla tengo guardados recuerdos que arrancan cuando llegué a la Universidad y atraviesan mi vida entera. Empecé yendo con mi tío y ahora voy contigo a compartir los aros de cebolla y que me robes medio brownie porque tú no quieres postre. Quizá no es medio, quizá sólo es un tercio.

Un ancla y las alas de un pichón

Este domingo conduje por Tierra de Campos hasta Lera, que es como coger el coche más de 250 kilómetros para llegar a casa. ¿Sabes por qué? Por el pichón que prepara Luis. Él no lo sabe, pero su comedor es un ancla reciente. Apenas llevo unos años buscando repetir este instante que construimos juntos y que ahora es parte de mi vida.

Siempre es igual y siempre tiene que ser igual: me como el pichón entero con las manos, desnudando cada hueso del ave con meticulosidad hasta dejar la osamenta pelada, brillante y ordenada sobre el plato que rebaño con pan candeal.

Vengo aquí varias veces al año y con las sucesivas visitas he aprendido una cosa: ese ancla son alas poderosas. El amor por la tradición y la sencillez con la que ese pichón se guisa permite a Luis echar a volar cada vez más alto. La forma en la que ha sofisticado su cocina nace en ese pichón.

Luis es un depredador, se le ve en los ojos. Es el mejor traductor del campo y la caza que yo he conocido y ahora ha pulido su propuesta hasta tener en Castroverde de Campos una de las cocinas más poderosas que se pueden pisar. Es un comedor fabuloso y serio, te lo digo con el recuerdo reciente de unos caracoles con huevo y unas acelgas que llegaron ante mi arropando una perdiz.

Vine buscando nuestra ancla y salimos volando.

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