Illustration of Wrapping or Toilet Paper Roll, by S. Wheeler, in the Public Domain. Via Wikimedia Commons.

Mañana viene el plomero

Maria Cruz
Vivir en Estados Unidos - Living in the US

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En los años de mi adolescencia, vivíamos en una casa en Olivos, en la calle Ayacucho, que mis padres (yo me enteraría mucho después) habían comprado con gran esfuerzo. Si mal no recuerdo, la casa salió algo así como ciento veinte mil dólares, de los cuales mis padres tenían sólo la mitad, el resto lo completaron con un crédito a diez años del Banco Hipotecario, otro poco que les había prestado un amigo, y otro tanto que le pagarían al viejo Lloberas con un cheque a cobrar en sesenta días desde el momento de la compra. Como es sabido, las propiedades en Argentina se pagan todo de golpe, casi sin respirar.

La casa tenía varias cosas a resolver, pero en esencia, era lo que necesitábamos: tenía tres habitaciones, un living, una cocina y un garage. Y un estudio. Todas las paredes tenían empapelado, y cuando digo todas, me refiero a cada una: hasta la cocina tenía empapelado, que con el tiempo había absorbido la grasa que subía de las hornallas. Pilar y yo dormíamos en un mismo cuarto, opuesto y separado por un pasillo (y un baño) al cuarto de mis papás, separado por una pared al cuarto de mi hermano Facundo.

Ese baño del pasillo era uno de los problemas que tenía la casa. No sé bien qué puta cosa era, pero siempre se tapaba. El bañito del lavadero era mejor, pero estaba cerca de la cocina y el comedor diario, y la puerta era hueca: se escuchaban todos los ruidos. Entre los 12 y los 16 años, muchas cosas eran inciertas para mí, pero algo era seguro: me daba mucha vergüenza usar el bañito del lavadero.

Mi padre luchó contra esa cloaca del baño del pasillo muchos fines de semana durante meses. Tal vez años. Me acuerdo que llevaba puesto un jean y una camisa blanca arremangada, y traía una bolsa de cloro concentrado para tirar por el inodoro. En mi imaginación, el cloro concentrado era algo así como un ácido que disolvía cual cosa que estuviera ahí atascada (¿caca?) para que pasara por la cañería. Mi viejo puteaba el inodoro cada sábado, y los domingos ese baño, de verdad, olía mejor. Pero, entrado el martes, la podedumbre afloraba en ese cuartito minúsculo del pasillo, y el sábado era otra vez la misma historia. El problema escaló a tal punto que en un momento dado ya no teníamos permitido usar el baño del pasillo para hacer caca, sólo podíamos hacer eso en el bañito del lavadero. Salvo que hubiera visitas, entonces, bueno, los ruidos eran menos aceptables que el olor subiendo por la rejilla, y podíamos usar el baño del pasillo para cosas más serias.

El tema se agravaba cuando venían mis tíos y primos a visitarnos desde Santa Rosa para las fiestas. Ellos también eran cinco, lo cual duplicaba el número de personas usando el baño durante diez días en diciembre.

Muchos años después, cuando ya conocíamos el desenlace de esta historia, mi tía haría chistes sobre cómo mi papá se enojaba con el inodoro, y le echaba cloro concentrado cada dos o tres días cuando ellos estaban en casa. Yo me reía un poco, pero no mucho, porque me quedaba pensando que tal vez el inodoro, y toda la cuestión de la cañería, era el lugar donde mi viejo descargaba otras frustraciones, que nada tenían que ver con la caca acumulada en esos caños. Yo no lograba comprender esto del todo; más que un pensamiento, era una sensación difícil de explicar. Ese baño estaba cargado de momentos. Ahí fue donde mi papá lloró, o dejó de llorar, un domingo al mediodía antes de que saliéramos a comer afuera. Era el Día de la Madre, y mi tío llamó desde Santa Rosa para saludar a mamá. Luego habló con papá. Y le dijo: “Te paso con alguien que te quiere saludar”. Le pasó con mi abuela, que tenía Alzheimer avanzado ya, y no sabía bien qué día era o qué pasaba, pero sí le dijo a mi papá que lo quería mucho. Mi papá en ese momento hizo un ruido que nunca le había escuchado: un sollozo agudo. Dijo: “Yo también te quiero, mamá”. Luego, cortó el teléfono, se encerró en ese baño con olor a mierda, y salió a los sesenta segundos como si no hubiera llorado.

Image from the National Park Service Archive, through programs established for the purpose of documenting historic places, in the Public Domain. Via Wikimedia Commons.

Meses después, papá y mamá nos reunirían a mis hermanos y a mí para contarnos que tenían una plata ahorrada, que era de nosotros cinco, y que había varias cosas que podíamos hacer con esa plata. Una de ellas era arreglar la casa. Yo tenía 16 años, y la idea de tener mi propio cuarto, francamente, me pareció estupenda.

Cuando los obreros tiraron abajo algunas paredes y parte del piso, descubrieron que el problema de la cañería con el que había luchado mi viejo durante tres años era mucho más grave de lo que pensábamos. Resulta que el caño del inodoro estaba roto, y desagotaba el agua servida (y la caca) en los cimientos de la casa. Que si lo dejábamos más tiempo, hubiéramos tenido problemas mucho más serios. Al escuchar esto, y como tengo una memoria fuertemente gráfica, no pude evitar imaginar el Apocalipsis: el piso de la casa podría haberse hundido, y tal vez todos nos hubiéramos ido nadando en un mar de caca y vaya uno a saber qué nos deparaba el futuro.

Cuando terminaron la obra y nos mudamos de vuelta a la casa de la calle Ayacucho, mi padre nunca más tuvo que echarle cloro concentrado a un inodoro en su vida.

Casi diez años después, yo me mudé sola al departamento de la calle Amenábar. Lógicamente, uno de los primeros problemas que tuve que resolver fue con el inodoro: cambié el botón dos veces, luego cambié el flotante, y el botón otra vez, y finalmente anduvo. También aprendí a cambiar el sifón de la cocina, qué tipo de válvula conviene más, cómo usar el lavarropas para que rinda más años, y a inclinar la heladera para un lado de forma tal que el sistema de refrigeración dure más tiempo del esperado para un artefacto de segunda gama.

Cuando me mudé a San Francisco, me di cuenta que la vida aquí es muy diferente. La renta por mes incluye, además del alquiler, internet, agua, electricidad, gas, y hasta la empleada una vez cada dos semanas. Esperanza no solamente limpia el inodoro, que jamás tocaríamos ni Megan (mi roommate) ni yo , si no que además se toma la libertad de acomodar los muebles de mi cuarto, y también saca la basura, que se divide en tres categorías. En Amenábar yo tocaba la bolsa del tacho cada vez que sacaba la basura. Ahora, ni eso.

Anoche, mi roommate me dijo que mañana viene el plomero. Entonces me di cuenta que, a los 29 años, nunca había conocido a un plomero en mi vida. El tipo viene a arreglar algo de la bacha del baño, que se tapa un poco, aunque el agua pasa igual. Varias veces metí el dedo ahí, en el filtro del drenaje, y saqué pelos y mocos atascados. Megan me explica que esto pasó antes, que la cañería es vieja, y algo relacionado con los caños cubiertos de grasa (¿moco?). En mi mente, no puedo evitar ver a mi papá arreglando el inodoro de la casa vieja en Olivos. Vuelvo a San Francisco y escucho con atención lo que dice Megan. Una parte de mí piensa que no hace falta un plomero, que si me das una bolsa de cloro concentrado, lo resolvemos. Y la otra parte dice: déjalo ir.

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Maria Cruz
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Journalist. Open Source Program Manager @GoogleCloud / Formerly @wikimedia / Part of @MozOpenLeaders network