Salir a la calle, hablar con la gente, mirar

Maria Cruz
Vivir en Estados Unidos - Living in the US
6 min readJun 29, 2018

Hoy, en el camino de vuelta a casa, vi un cartel que no había notado antes: Rainbow Laundry. Un cartel amarillo huevo, con el ícono del arcoíris, en todos sus colores, como un cuarto de círculo entre el Oeste y el Norte. Entre las 9 y las 12. Un recuerdo, como una foto instantánea, me transportó a la librería Arco-Iris (escrito así, con guión), en Olivos, que tenía un cartel casi idéntico (el mismo color, el mismo ícono, en el mismo lugar).

Mi mamá me mandaba a hacer fotocopias para su clase de inglés. La señora que atendía — creo que se llamaba Graciela — era muy bonita, y siempre estaba contenta. También era la mamá de dos chicos que iban a mi escuela, la N˚31, y que a veces atendían la librería también. Un día fui a sacar fotocopias, y cuando terminamos con los libros de mi mamá, Graciela me dijo que ponga la mano en el vidrio de la fotocopiadora, y apretó el botón. Salió una hoja con la fotocopia de mi mano, con todas las pulseritas de tela que usaba a los 10 años. Yo me quedé sorprendida y encantada, mirando la fotocopia, y a Graciela, pensando cuál era el rol del tubo de luz en la máquina — que sentí tibio debajo de mi mano — , cómo funcionaba la fotocopiadora, qué tiene en común con una cámara de fotos — en esa época, ya sacaba fotos con la Olympus trip de mi papá — , y otras ideas que uní por asociación en lo que habrá sido un minuto. Le dije “Muchas gracias” a la señora de la librería, y me volví a casa a contarle a mi mamá lo way que me había pasado. Estaba fascinada, además, porque Graciela, que era muy bonita, me había regalado una fotocopia a mí, y en esa época, las fotocopias eran caras. Atesoré la fotocopia de mi mano durante muchos años, un pedazo de papel que me parecía lo máximo.

El otro mandado que era mi responsabilidad era ir a la fábrica de pastas, a comprar medio kilo de tallarines. Como iba yo, compraba mis favoritos: angostos. Y aunque mi mamá no me mandaba, siempre que iba a la fábrica de pastas, me cruzaba al vivero de en frente. Amaba caminar entre todas las plantas y ver todos los accesorios que tenían para el jardín: piedritas blancas chiquitas, piedras grandes, regaderas, macetas colgantes. No recuerdo su nombre, pero la señora del vivero era muy amable, y aunque yo nunca compraba nada, ella siempre me charlaba. Así me enteré que era de Virgo, igual que yo. Un día le pregunté a la señora de la fábrica de pastas si era de Virgo, y me dijo que sí. “Vos te diste cuenta porque los de Virgo somos muy intuitivos”, agregó.

En esta época y en esta ciudad donde vivo, especialmente, donde la gig economy, ha extirpado al proveedor y dejado simplemente el servicio, donde una persona X — siempre alguien diferente — busca la bolsa de ropa sucia por la puerta de tu casa, y otra persona distinta devuelve la bolsa un día después con la misma ropa, limpia, donde siempre te toca un Lyft driver diferente — y si le das 3 estrellas o menos, el sistema se asegura de que no te vuelva a tocar — , donde ni veo a la persona que me trae las viandas de Thistle, no sé qué auto maneja, si tiene hijos, si la mamá lo quiere, en este momento y lugar, me pregunto cómo salimos a la calle y nos conectamos con otros que habitan nuestro circuito cotidiano. O simplemente, con otros, desconocidos, que aunque no habiten lo cotidiano, comparten un momento, un espacio con nosotros, y al terminar eso, desaparecen para siempre. ¿Cómo nos conectamos con los demás?

Pienso cuál es la intención de las palabras en conversaciones casuales. Las palabras tienen, en el espacio público, un peso específico. Pero muchas veces, la mímica de lo políticamente correcto es como un agujero negro que se traga cualquier cuerpo brillante y lo borra del universo. Por ejemplo, acá es muy común saludar diciendo “Hola, ¿cómo estás?”. A veces siento que soy la única persona que se toma esa pregunta en serio. Cuando escucho esa frase, que se suele decir todo seguido, casi sin respirar, pienso en cómo estoy, cómo me siento, respondo, y luego pregunto: “Y vos, ¿cómo estás?”. El martes fui a un evento, y en la mesa del check-in, una mujer me saludó de esta manera. Yo seguí mi proceso, y cuando le pregunté a ella cómo estaba, la miré a los ojos y noté que se había sorprendido con la pregunta. La mayoría de las personas acá, a la pregunta “¿Cómo estás?”, responden “Bien, gracias”. ¿Qué es ese “gracias” desagradecido? Si alguien te pregunta cómo estás, ¿no deberías interesarte por cómo está esa persona también?¿No debería conmoverte que alguien tenga este interés en vos, y aunque tengas un mal día, pensar en lo lindo del gesto, y tener la misma deferencia? ¿O la pregunta de cómo estás no es genuina? Y si no lo es, ¿por qué lo preguntan? En mi interacción de ayer con la chica del check-in, me di cuenta que ese minuto en el que evalúo el peso específico de las palabras y elaboro una respuesta sí importa: me permite conectarme con los demás. Cuando la miré, vi en sus ojos un gesto de gratitud, tal vez se sintió vista, en un proceso semi-automático, tal vez se sintió valorada, y en ese minuto, nosotras dos nos conectamos.

Esto está en relación directa con la presencia que uno trae a los sucesos de su vida. ¿Estamos presentes cuando los demás nos hablan? ¿Nos damos cuenta que es una persona del otro lado? La semana pasada, fui a cenar con una amiga a la pizzería Delfina, en el Mission. Estaba esperando para entrar al local. En la puerta, un chico apoyado en el marco miraba su teléfono. La moza salió del local y le empezó a hablar de su pedido. Una parte estaba lista para llevar, y la otra aún no. Que si podía tomar las cajas que estaban y esperar las otras. El chico le contestaba que sí a todo, sin moverse de ahí, y sin despegar los ojos del teléfono. Como si estuviera confirmando el delivery de comida en GrubHub. La moza le tuvo que repetir como tres veces: te estoy diciendo que agarres las cajas porque no tengo lugar para tenerlas adentro. El chico, sin levantar la vista, finalmente entendió, a pesar de su ausencia permanente.

La ausencia, desatención, la falta de interés, nos alejan, paso a paso, del contexto en el que vivimos, nos insula de una realidad que, lejos de atravesarnos, nos pasa por enfrente, a través de una pantalla, procesada por filtros, una realidad curada a medida, como el menú de opciones que nos ofrece Netflix. En la era donde la proyección del ser en el espacio público es una construcción cuidada, donde tenemos personas digitales que creamos a nuestra imagen y semejanza, pero sobre todo, a imagen y semejanza de lo que nos gustaría ser, este filtro con la realidad finalmente nos termina por distanciar de nosotros mismos.

¿Cuántas veces hablaste, hace poco, de algo doloroso? ¿De una mugrecita que cuesta mirar? ¿Cuándo fue la última vez que le hiciste una pregunta difícil a un amigo? ¿Cuándo fue la última vez que le preguntaste a un desconocido cómo está?

Acá, donde vivo, me llevó tiempo entender que esta forma de relacionarme con la gente no es tan común. Me llevó tiempo darme cuenta que hay gente que llamo amigos, a los que les digo “I love you too”, que siempre van a surfear las conversaciones en la ola de lo superficial. Muy cada tanto, estas personas se acercan más al centro, y hablamos de algo más crudo, más conectado a la realidad. Para ellxs, si bien esto es bienvenido, muchas veces también es muy difícil de acceder.

Acá, donde vivo, en este momento, en un lugar tan competitivo, con presiones profesionales, ansiedad de inmigrante, y una agenda social muy cargada, es una decisión consciente cuando le pido a mi cabeza que pare. Respirar para estar consciente y conectarme con el otro. Pensar las palabras que escucho. Salir a la calle, hablar con la gente que atiende el negocio, mirar para arriba y re-descubrir que, hace veinte años, ver mi mano fotocopiada me disparó una decena de ideas, y sentir, de nuevo, esa gratitud, alegría, plenitud, que siempre me trajo la creatividad.

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Maria Cruz
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Journalist. Open Source Program Manager @GoogleCloud / Formerly @wikimedia / Part of @MozOpenLeaders network