Tocho

Maria Cruz
Vivir en Estados Unidos - Living in the US
9 min readDec 9, 2018

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En julio de este año tuve la oportunidad de viajar a Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Al finalizar la Wikimanía, la conferencia anual de Wikimedia, mi equipo y yo fuimos a hacer un tour por unas bodegas al sur de la ciudad. Caminando por un viñedo, noté que dejaban crecer la vegetación entre una hilera y otra de las plantas de vid. Cuando pregunté, el guía me dijo que hacen eso para que no se erosione tanto el suelo, como parte de una iniciativa de desarrollo sustentable. Envié una foto y el relato al grupo familiar de WhatsApp, y sin querer abrí la puerta a un viaje en el tiempo y el espacio, de Ciudad del Cabo a Mendoza, sin escalas.

Los viñedos en Stellenbosch, Sudáfrica.

Mi padre me contó que eso de la foto se aproximaba a algo que mi abuelo Tocho quería hacer en la década del ochenta. Cuando mis padres, recién casados, se mudaron a Mendoza en 1982, mi papá acompañó a Tocho a ver a varios productores de vid. A él se le había ocurrido que si sembraban alfalfa o algún tipo de pasturas entre las viñas, aprovechando el riego, se podía engordar ovejas que coman de esas pasturas. Tocho buscaba viñateros que tuvieran las vides en parral, para que las ovejas no intentaran comerse las hojas de las vides. Pero al final, no consiguió un productor de vid que quisiera experimentar con esto. Le conté esta historia a nuestro guía, y me dijo que en Sudáfrica suelen traer novillos y vaquillonas a los viñedos para que coman las pasturas. “Si tu abuelo pensó en esto en la década de 1980, es realmente un visionario.”

Quise escribir esta historia en seguida y mandársela a mi abuelo, describir este viaje témporo-espacial, casi intergaláctico, y tal vez recordarle algo de la grandeza que supo encarnar. Pero no lo hice. Tocho falleció el 8 de septiembre, y yo me quedé con la historia en la garganta. Me llevó un tiempo agrupar mis palabras, y lo que voy a escribir a continuación es un poco de todo: lo que viví, lo que me contaron, y lo que intuyo de los demás.

  • Creo que, en las primeras dos décadas juntos, mi abuela Dorita fue la compañera ideal de Tocho. Mi abuelo no era el agroproductor tradicional de La Pampa. Había empujado a su familia para crecer, y no quedarse sólo con el campo de la Puma; le gustaba participar en la Sociedad Rural; y cuando tenía una visión, la perseguía hasta el último no. O hasta el definitivo. Lo no tradicional, en una provincia conservadora, siempre cuesta: la mirada de las hermanas, lo que dicen los demás. Pero Dorita supo ser una buena compañera, y además, se divertía mucho. No sé porqué las cosas cambiaron después, pero estoy convencida, aunque faltaban aún 35 años para que yo naciera, de que al principio era de esta manera; y también estoy convencida de que sin Dorita a su lado, Tocho no se hubiera podido desarrollar como lo hizo.
Mi mamá con su vestido de novia.
  • Creo que mi mamá, su hija, fue una de las alegrías más grandes que Tocho tuvo en su vida. Cuando mi mamá estaba haciendo la escuela primaria, vivía en el pueblo (Quemú-Quemú) con su abuela vasca, Evarista. Iba al campo sólo los fines de semana. Tocho iba todos los miércoles a Quemú a “hacer trámites”, pero creo que más que nada, iba a verla a mi mamá. Esperaba, paciente, en la mesa de la cocina, a que mi mamá termine de escribir una carta para Dorita. Una vez, Tocho me contó que mi mamá se quería volver al campo, y empezó a correr alrededor de la camioneta, para que Tocho no pudiera irse. En una pasada, Tocho finalmente pudo tomarla del brazo, frenarla, y explicarle a una Adrianita que lloraba, que se tenía que quedar con la abuela vasca. Yo vi en su cara, durante el relato, que él también la extrañaba mucho durante la semana.
  • Cuando mis padres le contaron a mis abuelos que se iban a casar en enero, Tocho preguntó: “¿De qué año?” y largó esa carcajada tipo cacareo que tenía. Y después lloró. Y cuando mi mamá se iba, unos días después del casamiento (que se celebró en el galpón del campo), mi abuelo le dijo: “Te voy a extrañar”, a pesar de que mi mamá ya no vivía con ellos en el campo.
Si te podés sentar, te podés subir al caballo.
  • Tocho no esperó mucho tiempo después de que naciéramos para subirnos al caballo: yo debía tener dos años y medio la primera vez que anduve a caballo con él y mi hermano. Así, de a poquito, nos iba enseñando, porque no tenía esta concepción de edad mínima para empezar a colaborar con las cosas del campo: si te podés sentar, podés andar a caballo.
  • A la hora de carnear corderos, cada uno tenía una tarea asequible para la propia edad y la fuerza. A los cinco años, yo trenzaba chinchulines. A los siete, mi hermano cuereaba.
  • Cuando éramos chiquitos, a la noche, antes de cenar, Tocho nos contaba un cuento, como el del gallo y la gallina faraona. También los cuentos del Quirquincho, de los que atesoro frases en la memoria que aún me dan risa. Tocho hacía las voces y las entonaciones, y creo que tal vez de él aprendí el arte de narrar.
  • Entre los nueve y once años, Tocho me enseñó a manejar: si bien no llegaba a los pedales (iba sentada en su falda, y él presionaba los pedales), podía maniobrar y pasar los cambios. Una vez, cuando ya manejaba sola (tenía 11), se sentó al lado mío en la camioneta y me pidió que maneje desde el galpón hasta el molino, que quedaba a 400 metros. No doblé a tiempo, y me choqué un árbol joven, que se dobló en dos. Miré a Tocho asustada, pero él no se puso nervioso, ni se enojó: “No te preocupes, María. Mejor cambiemos de asiento, y dejame que manejo yo. No pasa nada. Otro día probamos de vuelta.” La que sí se enojó fue mi hermana Pilar, que venía en la caja de la camioneta: se bajó llorando a los gritos y se subió al lado mío. “No pasa nada Pili, no llores. Fue un susto, corazón. Por favor, no le digan nada a su abuela.” Dio marcha atrás y el árbol volvió a pararse. Durante varios años, Tocho me señalaba el árbol que yo había doblado en dos, y nos reíamos juntos, porque todavía era nuestro secreto.
  • De mis tres hermanos, yo era la única que iba a ordeñar con él a la mañana. En una sentada, mi abuelo sacaba entre diez y once litros de leche. Yo sacaba cinco o seis. Un día, pensé que se había ido al potrero sin mí, y salí corriendo a buscarlo, sólo para encontrar que todavía no había salido de casa: seguía en el baño, en su eterna rutina matinal de acicalamiento.
  • Quedarnos solos con el abuelo era un planazo. Recuerdo que, de chiquita, decidir entre dos planes divertidos me parecía super angustiante: nunca me quería perder el otro. Los miércoles a la tardecita, teníamos que decidir si ir al pueblo de Quemú-Quemú con mi madre y mi abuela Dorita, o quedarnos con mi abuelo Tocho en el campo. Ir a Quemú tenía contras: había que bañarse (fiaca) y ponerse la ropa de salir (implica esfuerzo extra de no ensuciarse). Pero también tenía cosas a favor: ir a ver a Pochocha, la hermana mayor de Dorita, que siempre tenía cosas ricas, y también pasear por el pueblo, que a los diez años era re divertido. Quedarse en el campo… bueno, no puedo recordar que tuviera cosas en contra. Estaba buenísimo: no te bañabas, Tocho preparaba una picadita excelente (que incluía morcilla casera y maní japonés), y mirabas más tele.
  • Tocho nos enseñó a jugar al truco a mis hermanos y a mí. De chiquitos y hasta los 15, más o menos, nos quedábamos hasta la una de la mañana pasando cartas. Nos enseñó todos los gestos para decirle al compañero las cartas que uno tiene, a mentir bien, y a no enojarse cuando uno pierde. Tenía una regla innegociable: la primera vale oro. Me acuerdo como si fuera ayer, Tocho preguntándole a Facundo (que, cuando era chico, era medio jetón), por qué no jugó el ancho de basto en la primera mano. “No, Facundo, la primera vale oro”.
  • Para mi fiesta de 15, le pedí a mi abuelo que me acompañe entrando al salón, junto a mi papá. Mis abuelos, mis padres, mis hermanos y yo, nos cambiamos en la casa de mis padres en la calle Ayacucho. Mi abuelo, hombre de buenos hábitos y muy elegante, estaba listo temprano, sentado en el living, mirando la tele. Mi papá pasó y, al verlo, dijo, medio en broma: “Qué pinta, Tocho, ¡traje de tres piezas!”. A lo que él respondió: “Por supuesto, no es para menos”, sin perder un gramo de seriedad.
  • Además de ir al colegio, yo también iba al instituto de inglés. Una vez, durante unas vacaciones de verano de visita en el campo, Tocho me preguntó si sabía bien inglés. Le dije que sí, y me pidió que contara hasta diez. Él sabía un poco de inglés porque, a los 17 años, había trabajado de peón en el campo de unos ingleses. Sabía frases de memoria, pero no sabía qué querían decir. Y sabía contar hasta diez. Me contó que la pareja de ingleses tenía un perro, un border collie que se metía en los canteros de flores todo el tiempo. “Le gritaban: ‘Gueráud-a-dere!’… ¿Eso qué quiere decir?”, me preguntó. Yo pensé un rato, y me di cuenta: “Ah, sí: ‘Get outta there’, quiere decir ‘Salí de ahí’.
  • Durante muchos años, lo ayudé con la huerta. Me gustaba especialmente arreglar las plantas de tomates, que siempre llevan mucho trabajo. Él tenía la huerta por gusto no más, y a veces no tenía tiempo o voluntarios para mantenerla. Una vez, de visita (yo estaría en mis veintis), encontré que las plantas de tomate estaban muy abandonadas, y estuve un buen rato arreglando las ramas y sacando tomates podridos. Tocho en esa época ya tenía problemas con la prótesis de cadera y caminaba siempre con bastón. No podía ponerse a trabajar a mi lado, pero sí se quedó parado mientras yo trabajaba, y me charlaba.
Mi abuelo Tocho, manejando la tablet y hablando por Skype.

Podría escribir tantas cosas más, pero esta tinta digital, como el hilo de sangre de José Arcadio Buendía, me ha atravesado por completo, y se ha detenido frente al recuerdo de la última vez que hablé con mi abuelo. Fue por Skype, en algún momento del 2016. Tomó la tablet que le dio mi mamá, impávido, como si la hubiera usado toda la vida (aunque sólo usó una computadora de escritorio una vez, cuando le enseñé a usar el correo electrónico, en el año 2003), y empezó a tocar la pantalla para ver cómo se usaba, hablando con toda naturalidad. Porque los visionarios ven el futuro, y se sienten como en casa: saben lo que tienen que hacer sin que nadie se los diga.

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Maria Cruz
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Journalist. Open Source Program Manager @GoogleCloud / Formerly @wikimedia / Part of @MozOpenLeaders network