Cuarto diálogo

Diálogos del Cádillac y la Ardilla IV

Rojo, rojito

Julián González
vocES en Español
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6 min readJul 28, 2017

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Diálogos del Cádilla y la Ardilla

— ¿Sabes por qué te dejé entrar? —le pregunta Cádillac a la ardilla.

— Porque tenías miedo de estar solo en el ancho desierto.

— En parte sí, pero no solo por eso. O mejor, solo me decidí a hacerlo cuando te iluminé y supe el color de tu pelambre. Eres parda, casi roja.

— ¿Es una especie de racismo el tuyo? ¿Solo aceptas rojos como tú?

No, no se trata de alguna estúpida discriminación, sino más bien de una suerte de extraña simpatía. Eso le dice Cádillac a la ardilla.

— En realidad, tiene que ver con la razón por la que soy un Cádillac completamente rojo. Le he escuchado esta historia a mi dueño cientos de veces, y te la contaré para que entiendas por qué te dejé entrar. Cuando me compró yo era un Cádillac negro, casi fúnebre. De hecho, se lo vendió un colega, el hijo de un adinerado sepulturero de Leesburg, la capital del condado de Loudoun (Virginia), uno de los más ricos de Estados Unidos. Soy un Eldorado Brougham, modelo 1957, quizá el más prestigioso de los Cádillac; pero estaba maltrecho y estropeado por un patabrava, un jovencito descuidado, habituado al lujo sin esfuerzo. Se complacía exhibiéndome, pero a duras penas sabía cargar gasolina. Cuando me vendió, todavía conservaba intactas algunas de las valiosas piezas originales, y René Sinclair, mi nuevo dueño, supo apreciarlas en cuanto me vio. Tras comprarme por algunos cientos de dólares («una ganga», según dice), me llevó a El Alicate, el taller mecánico de un mejicano, Aldo Benítez, en Nuevo México, famoso por echar a andar autos que estaban condenados a las prensas compactadoras y a las trituradoras de los cementerios de carros. Benítez consiguió devolverme el lustre que había perdido con mi antiguo dueño. Tres meses tardó el esmerado trabajo. Pero René quiso cerrarlo con broche de oro y le pidió que me pintara completamente de rojo. No cualquier rojo. Rojo sangre. «Rojo como la sangre humana, purificada y oxigenada, luego de pasar por los pulmones», le dijo. Eso fue hace 28 años, y hasta hace una semana fui una máquina floreciente y hermosa. Dicen que a 70 millas por hora parezco una bala roja, un bólido alargado e intimidante cuyo vibrante rugido estremece. René me llama la Aorta.

Hubo un silencio que se prolongó varios minutos hasta que la ardilla comprendió que Cádillac había perdido el hilo de la conversación.

— Y entonces, ¿qué tiene que ver tu rojo sangre con que me acogieras?

Cádillac se despabiló.

—Ah, sí, sí, sí. Te estaba contando que Sinclair, mi dueño, me pintó de sangre humana. Él prefiere decirlo así: «Teñí mi Cádillac de sangre». Y explica que es un homenaje a su madre.

— ¿Muerte violenta? ¿Murió acuchillada la pobre, quizá?

—¿Cómo? —se sorprende Cádillac—. No, no, no. La señora Sinclair todavía está viva, ronda los 90 años y tiene el vigor y la lucidez de una jovencita. No. La historia es así. Al menos es la que cuenta René, mi dueño. (Él no se refiere a sí mismo como mi dueño, pues dice que tenemos una relación de mutuo beneficio. Él me pasea y yo lo transporto.) Era un niño, tenía 9 años de edad y apenas conseguía levantarse por encima de la mesa del comedor cuando el enano prepotente que era, y sigue siendo, alardeaba una mañana mostrándole a todo el mundo un dibujo recién hecho. «Nadie ha creado algo tan bueno, mamá. Nadie». Entonces ella le pidió que se sentara en la silla y que la esperara un momento mientras regresaba. Dos minutos después traía en la mano algunos útiles escolares de René. La señora Sinclair comenzó a preguntarle con dulzura: «¿Quién hizo este lápiz con que dibujaste? ¿Y la hoja de papel en que lo hiciste? ¿Y la goma de borrador con que puliste y corregiste algunos trazos? ¿Y quién creó las palabras con las que piensas tu dibujo? ¿Y quién te enseñó la manera de trazar círculos para retratar un rostro? ¿Y de dónde viene la idea de que puedes ir dibujándolo todo por ahí? ¿Y cómo sabes distinguir un buen dibujo de uno mediocre? Ves, René. Detrás de cada cosa que usamos, detrás de cada cosa que sabemos, detrás del lenguaje que empleamos, detrás de cada una de nuestras acciones hay miles, millones de seres humanos que nos legaron su trabajo ayer, ahora o hace miles de años. Entonces todo lo que somos ahora y todo lo que hacemos se afirma en esa herencia. Somos una especie de red, estamos hechos de los seres humanos de ahora y de los seres humanos del pasado, y en ella tejeremos a los seres humanos del futuro. Debes entender que nadie se hace solo y nadie hace nada solo. Y eso es precisamente lo que nos hace tan fuertes».

— Es como dice mamardilla: préstame tu nariz y tus ojos que yo te presto mi cola y mis patas.

— No entiendo —señala Cádillac, un poco molesto por la interrupción.

— Déjame explicarte —le dice la ardilla—. Cuando uno está royendo una nuez o cualquier alimento, pierde de vista a los predadores y queda expuesto. Está indefenso. Entonces necesitas que otras ardillas estén atentas y listas para avisarte y echar a correr ante cualquier amenaza. De esa manera te salvas y salvas a las demás. Luego, en agradecimiento, uno les prestará su nariz y sus ojos. Las conducirá hacia nuevos depósitos de alimentos y otras bayas. Usando la cola marcamos el camino para otras ardillas. Entonces nos ayudamos unas u otras, ¿entiendes?

—Sí —responde Cádillac—, pero hay algo más que supervivencia en el relato que te cuento, pues no se trata solo de solidaridad para salvarse, sino de lo que define a los seres humanos. La señora Sinclair terminó la lección para René con las siguientes palabras: «Gracias a que somos red, nadie es indispensable». Y añadió: «Cada uno de nosotros es muy importante porque somos red. Pero nadie es imprescindible, porque somos red. ¿Te imaginas un mundo en el que alguien fuera completamente indispensable? Si muere, si enloquece, si toma decisiones erróneas, todo se acabaría, todo se vendría abajo. En red no existen los clamorosos triunfos del genio, ni el rotundo fracaso del torpe: solo un extraordinario y persistente tejido de historias». Luego René supo que en castellano red es net y que el término inglés red significa rojo en castellano. Pero rojo es también un tipo de conducta política: es ser de izquierda. Entonces se le ocurrió un lindo el juego de palabras, que es su lema, su firma y la frase que desea en su epitafio: «Soy rojo, y rojo es red que es net que es red que es rojo». Con los días comprendió en qué reside el peligro de los iluminados, los elegidos, los líderes y los dictadores. No asumen que son red y, al no saberlo, tienden a destruir todas las redes existentes o se tornan paranoicos y las consideran una amenaza, o las usan como instrumento secreto de su propio poder.

— Por eso te dejé entrar, porque eres roja, rojitale dice Cádillac a la ardilla.

A la distancia alcanzan a ver un vehículo de la guardia fronteriza que se acerca. Se ha vuelto cada vez más peligrosa desde que Trump se hizo al poder en Estados Unidos. El tipo de líder que sabe lo que América necesita.

Cádillac apaga las luces y ardilla se oculta bajo las sillas. Apenas anoche escucharon por la radio que hubo 300 nuevas deportaciones. En la lista estaba Aldo Benítez. René no alcanzó a ocultarlo y protegerlo.

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Julián González
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