Diálogos del Cádillac y la Ardilla V

Por fortuna somos mierda

Julián González
vocES en Español
6 min readFeb 14, 2020

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Diálogos del Cádillac y la Ardilla

Cádillac enciende la radio. Hay una noche espléndida y un cielo rico en estrellas en el que se destaca una luna como uñita recién cortada. Atrás de la luña brilla Antares, la estrella rojiza que muchos confunden con Marte o Ares. Es su opuesto. De ahí su nombre: anti-Ares.

Ardilla roe semillas y algunas cortezas mientras Cádillac escucha noticias en la radio. Oye del empeño de Trump, que desea extender 2000 kilómetros más el muro que separa a México de Estados Unidos; un muro que empezó a construir Bill Clinton en 1994 y se suma a la larga historia humana de murallas, fortificaciones, vallas y fronteras blindadas para aislar gente. El de Berlín tuvo 155 kilómetros y una altura de 3.6 metros. Fue construido en 1961. La Muralla China, 21.200 kilómetros, demandó mil años de construcción. El muro que desde 2006 separa a Cisjordania de Israel aspira a extenderse 721 kilómetros. El gobierno de Israel le llama Valla de Seguridad o Separación, y los palestinos Muro de la Segregación Racial, del Apartheid o de la Vergüenza. Van más de 400 kilómetros construidos. Desde 2004, una valla alambrada y cercada divide, por 750 kilómetros, a la India de Pakistán. Y muros y más muros siguen multiplicándose, reafirmación de que se globalizan las finanzas, las mercancías, el entretenimiento y las armas, pero no el tránsito de personas. El País de España indica que tras la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, quedaban en pie 11 fronteras amuralladas como esa en el mundo. 30 años después se levantan 70.

El calor agita ventarrones cargados de polvo y arenisca. Ardilla abre los ojos como platos y Cádillac comprende que no tardará en pronunciar alguna de sus raras sentencias.

Han pasado apenas algunos segundos cuando Cádillac la escucha murmurar:

-Es raro -dice Ardilla, que no termina de comer-. ¿Te has dado cuenta de que no hay ninguna cosa que realmente sea un muro en ninguna parte del mundo y quizás en ningún rincón del cosmos, excepto los agujeros negros supermasivos o los enormes espacios siderales vacíos que separan, por trillones de trillones de kilómetros, una galaxia de otra?

-¿Cómo que no hay muros? -protesta Cádillac-. ¿Acaso no acabas de oír lo que dice Trump? “Estamos hablando de una invasión de nuestro país, de drogas, de crímenes, de tráfico de personas”, dijo el presidente, y no parece haber renunciado a hacer uno grande, largo y costoso.

Ardilla se ríe. Está convencida de que, incluso, en ese caso no se trata de un muro realmente efectivo. Más grande es el muro, más grandes son las brechas: túneles clandestinos por debajo, agujeros o escaleras para cruzarlos, nuevos atajos, resquebrajamientos y aberturas forzadas. Más muros: más grietas.

-En este planeta menos que muros hay membranas. Ninguna fortificación ha evitado completamente el flujo de personas, cosas y gérmenes de un lado a otro. Ni siquiera la intimidante muralla china. Con el tiempo los muros que parecían infranqueables terminan ablandándose hasta parecer tejidos que, intentando separar, reafirman cuán juntos estamos todos de todo y de todos.

No hay muros perfectos. Eso había leído Ardilla en algún lado. Lo más parecido a un muro casi inexpugnable es un agujero negro capaz de tragarse hasta la luz. Pero incluso en este caso nada evita que lo que se trague escape alguna vez escupido por algún estallido cósmico.

-Te estás poniendo de nuevo filosófica, Ardilla –se queja Cadillac, que no entiende nada.

-Filofísica más bien –dice Ardilla, entre divertida y rezongona-. A través de las fronteras pasan de un lado a otro drogas legales e ilegales, armas y autos, turistas y trabajadores que ofrecen su fuerza al mejor postor, pasan sus ideas y sus experiencias; fluye dinero que no necesita cruzar las barreras físicas porque está cifrado en bytes y códigos de depósito financiero; pasa el aire infesto y las tormentas de calor; y las aves e insectos cargados de enfermedades atadas a sus picos y patas; pasan las palabras y los acentos. Pasan los sabores y las músicas. Paso yo. ¿Entonces, qué espera detener Trump con un muro que, al fin y al cabo, no detiene nada?

El muro, en realidad, es un símbolo y un instrumento de alineamiento político. Un precinto mental, dice Ardilla sin dejar de roer la corteza de mezquite (rosopis glandulosa):

-Muchos gringos tienen nostalgia del apartheid y la pureza racial. O, al menos, Trump les habla a los ciudadanos norteamericanos que creen en esa pureza. O que necesitan esa pureza pues se sienten amenazados, contaminados. O viven tan atraídos y aterrados por las mezclas que exigen muros y más muros para contenerlas. Se niegan a reconocer la condición esencial de todo lo vivo y, sobre todo, de lo humano: la vida germinó en una sopa de revolturas, y las culturas humanas están más vivas y son más fecundas y florecientes precisamente cuando más se mezclan.

Cadillac calla.

Y Ardilla sigue con su perorata sobre la misofobia, sobre el horror de tantos a lo inmundo, a lo impuro, a lo revuelto, a lo pútrido, a lo contaminado, a lo combinado.

-Las personas le rezan al sol, a las estrellas, al agua, al oro, al aire, a Dios, e ignoran precisamente lo más escaso, aquello a lo que más se parecen: sus fluidos, el barro, el estiércol, las cloacas. El universo que conocen es justamente el ancho reino de la pureza: aburridos bolsones de hidrógeno y más hidrógeno derramándose a lo largo y ancho del vacío. La transparencia del hidrógeno convertida en incandescencia estelar y sembrada en la helada inmensidad cósmica. Esa es la pureza que anhelan: la de lo no vivo. Son bobos, ¿no? Ese tipo de pureza es lo que sobra en el universo. Hay a 900 años luz de aquí, en la constelación de Acuario, una estrella de diamante, del tamaño de la Tierra. Trillones de toneladas de aburridora pureza.

Refunfuña Ardilla.

-¿En cambio, en cuántos lugares del universo hay auténticos muladares?

-No tengo ni idea. Y creo que tú tampoco, Ardilla.

Pero Ardilla no escuchaba a Cádillac. Inspirada continuaba su monólogo:

-Las cloacas y las aguas pestilentes, los hervideros de metano, la podredumbre y hediondez del amoniaco son escasos, son las verdaderas joyas del Universo, porque están más cerca de lo viviente y de lo que somos. La pureza de los soles, la radiación de las estrellas, el monótono pulsar de los cuerpos celestes es la norma, no la excepción.

Cádillac se meneó un poco.

-¿Y entonces que vengo siendo yo, a todas estas? ¿Cloaca o diamante?

Ardilla estiró las orejas y enroscó la cola. Se quedó pensando un segundo y luego, de golpe, soltó su respuesta:

-Tu eres primo muy lejano de algunas estrellas muertas, como las gigantes rojas, que terminan convertidas en un amasijo de hierro. Y nosotros, los orgánicos, somos primos cercanos del mismísimo fango y de la mismísima mierda, la materia primera de la vida.

Entonces Ardilla saltó urgida por la ventana de Cádillac y se internó en el desierto nocturno. Cavó un pequeño foso con las patas, levantó la cola y cagó tres o cuatro heces alargadas: hediondos frijolitos oscuros y compactos. Se las quedó mirando un instante como si se trataran de una auténtica y poderosa revelación cósmica.

-Son lo que soy.

Dos horas después estaba buscando qué comer recorriendo kilómetros de oscuro desierto nocturno. Y una vez más había cruzado la frontera con México, colándose por uno de los innumerables hoyos del muro, esa extensa membrana que Trump anhela convertir inútilmente en un infranqueable agujero negro.

Nota: Si le interesa, puede leer Diálogos del Cádillac y la Ardilla I, Diálogos del Cádillac y la Ardilla II, Diálogos del Cádillac y la Ardilla III, Diálogos del Cádillac y la Ardilla IV y Diálogos del Cádillac y la Ardilla VI.

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Julián González
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