El primer día de playa

Isabel María González Granda
vocES en Español
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3 min readJul 15, 2024

¿Para qué no admitir que fui feliz,

que a menudo me acuerdo?

En estas otras noches de noviembre

negras de agua, cuando se oyen bocinas

de barco, entre dos sueños, uno piensa

en lo que queda de esos días:

algo de luz y un poco de calor

intermitente,

como una brasa de antracita.

(“Conversaciones poéticas”, J. Gil de Biedma)

Vitamina D aparte, el efecto benéfico del primer día de playa tiene que ver con esa impagable sensación de que, si estás tumbada al sol con los ojos cerrados, el tiempo se para. Y entonces se agolpan los recuerdos, superpuestos caóticamente. El efecto gatillo para mí lo tienen el faro de San Juan y el olor del mar.

Cierro los ojos y oigo en esta misma playa a mi primo Pedro preguntando cuánto falta para que hayamos acabado de hacer la digestión y podamos bañarnos de una vez. Poco después su hermano Rafa tirita mientras jura que no siente frío y se niega a salir del agua. Mi madre y mis tías charlan y se ríen. Mi prima, mis hermanas y yo hacemos una lancha de arena cuando empieza a subir la marea, pero, como la supervivencia de la lancha corre peligro, acaban ayudándonos mi padre y mi tío. Así es mucho más divertido. Mi abuelo sonríe. Mi abuela está sentada debajo de la sombrilla y apenas se mueve de allí; en cambio Madrina se suma siempre a nuestros juegos de buena gana… Abro los ojos un momento y al cerrarlos de nuevo veo a mis hijas haciendo un pozo a la orilla del mar. Mi sobrino Kike las ayuda a ratos. Javier los vigila. Mi madre y yo aprovechamos para ir desde Salinas hasta San Juan mojándonos las piernas al caminar, porque es muy bueno para la circulación de la sangre. Vamos hablando sin cansarnos de problemas familiares que necesitan nuestra atención. Heredé de ella esa costumbre de dar vueltas hasta la saciedad a las cosas que me preocupan y nunca encontré interlocutora más comprensiva con esa tendencia mía -y suya- a la reiteración. Apuramos el día hasta que se pone el sol. Entonces iremos a casa de mi madre y cenaremos todos juntos. «Vais a atascarme la bañera con toda esa arena que lleváis pegada a los pies». Cuando nos disponemos a volver a nuestra casa es ya medianoche. Al llegar a Grado Javier y yo llevamos en brazos a nuestras dos hijas, dormidas y en pijama, desde el coche hasta casa y las metemos en sus camas. «¡Qué infancia tan diferente de la mía! ¿Crees que son felices?», me pregunta… Abro los ojos y se me llenan de lágrimas. Los cierro de nuevo y nos veo a Javier y a mí tumbados al sol en las dunas de San Juan. Los dos solos. No tenemos prisa. Me quedo dormida un momento. A mí me gusta agotar la tarde hasta que la playa está vacía y no se oyen más que las gaviotas. Cuando volvamos a casa cenaremos con una botella de cava bien frío. Javier interrumpe el silencio que nos rodea para imitarme burlonamente: «¡Qué paz!». Me río… Al abrir una vez más los ojos miro a mi alrededor y siento una punzada en el pecho. Ese faro salía ya en las fotos de juventud de mi abuela y sus hermanas. No puedo irme de la playa muy tarde, los gatos me echarán de menos y ya tendrán hambre.

Decía Gil de Biedma que «uno tiende a creer inconscientemente que el tiempo es recorrible en diversas direcciones, que es posible ir y regresar». Esa ilusión de que el tiempo es recuperable es lo que siento yo el primer día de playa.

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Isabel María González Granda
vocES en Español

Nada original: un diario personal, un bloc de notas, una manera de ordenar ideas y rescatar recuerdos que nos ayuden a entender la historia de nuestra vida.