Exilio

Jonathan Ortigosa
vocES en Español
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6 min readAug 31, 2023

«Me pido el cuarto del ordenador», así fue como saludé a mis padres al entrar en su casa. Iba a ayudarles a empaquetar todo antes de la mudanza. «Perfecto, que está lleno de cosas tuyas», saludó de vuelta mi madre. Y qué razón tenía. Había miles de recuerdos. Encontré cuadernos Rubio, mis notas de bachillerato, libros de El Barco de Vapor, mi Nokia 3330, el primer número de la revista FHM, el que tenía a Elsa Pataki en la portada; decenas de postales de mis amigos y hasta cintas con programas de Lorena Berdún grabados.

Emociones adolescentes recorrían mi cuerpo con cada tesoro que desenterraba. Ahí me di cuenta de que los adultos ya no sentimos así. No sé si será porque hemos domesticado nuestras emociones, porque las hemos racionalizado o porque directamente nos las ocultamos. Pero a mis treinta y siete ya no siento con la misma intensidad.

Y entre todas mis posesiones también encontré ese sobre grande de color naranja. Como sabía lo que había dentro, tuve que sentarme en la vieja silla de oficina que había en el cuarto. Quería recordar ese año. Necesitaba recordar ese año. Si preguntan qué curso era, lo tengo muy claro: 4º de ESO. Si me preguntan qué año era o qué edad tenía, tengo que pensarlo… El curso comenzó en otoño de 2000 y tenía quince años.

Hasta entonces, mi clase se había dividido en tres tribus herméticas: los populares, los rebeldes y el resto. Este último grupo lo formaban los alumnos que iban por libre y los marginados, que para las dos otras tribus eran sinónimos. Sin embargo, las que más se parecían entre sí eran las de los populares y los rebeldes, pues eran las que solían usar la violencia contra cualquiera que no fuese de su tribu. La única diferencia era que cuando había víctimas, el criminal popular era de los que «siempre saludaba» mientras que el criminal rebelde era de los que «todos sabíamos que iba a acabar mal».

Después de pasar todas las vacaciones en el pueblo de mis abuelos, regresé a mi tribu: la de los rebeldes. Pero todo estaba cambiado. Nada más verme, esos amigos que no había visto en tres meses me dijeron que habían empezado a salir con los populares y que ellos «no quieren que vengas con nosotros». Algún jefecillo tribal había decidido sacrificarme en la unión y ahora era un exiliado, un apátrida. Para ellos, un marginado.

Cuando salí al patio sentí por primera vez la soledad. Estaba rodeado de más de quinientos alumnos y ninguno quería tenerme cerca. Los unos me repudiaban y los otros me temían. Decidí escaparme a dar un paseo a la playa. Nunca había llorado, y menos por tristeza, pero sentado en la arena no pude contenerme.

Los días posteriores no fueron más sencillos. En clase la situación era soportable. Me bastaba con atender y mantener un perfil bajo. Los recreos, en cambio, me horrorizaban. La noticia de mi exilio había corrido como la pólvora y ya ni los marginados me temían. Además, no querían que fuese uno de ellos porque me odiaban por mi pasado. Me sentía destinado a ser la próxima víctima. Una víctima por la que nadie sentiría compasión. Si podía, en esos recreos me escapaba del colegio. Si no, me quedaba en clase con cualquier excusa. Cualquier cosa era mejor que estar en el patio y sentir la mirada y los cuchicheos de los demás.

Uno de los días que durante el recreo decidí quedarme en clase para leer, sentí a dos marginados rezagados cuchicheando. Entonces, uno de ellos se me acercó y me preguntó por el cómic que leía. Levanté la vista. En su mirada vi que esa persona había sufrido algo parecido y que encima, percibía mi sufrimiento. Se acercaba por compasión. Dudé sobre cómo responderle. Esos dos chicos eran marginados y mi yo de entonces opinaba que «con razón». Si confraternizaba con ellos daría definitivamente la espalda a un posible regreso a mi tribu. Pero responderle vilmente tampoco me aseguraría recuperar mi estatus. Opté por ser cordial. Le narré el argumento del cómic y le dije que si quería, le prestaba alguno.

Pasaron más días y las conversaciones casuales resultaron en un «¿quieres salir al patio con nosotros?». Aunque frecuentemente me hacían poner los ojos en blanco con sus rarezas, ellos hicieron que esos recreos de 4º de ESO en blanco, negro y grises se colorearan un poco. Ya no estaba solo, pero aún no era feliz. Seguía anhelando mi vida anterior.

Entre cuchicheos y miradas de mis antiguos compañeros de tribu, me presentaron a más alumnos peculiares. Lo curioso es que para todos ellos el inusual era yo. No controlaba mis emociones, me faltaba empatía y siempre me metía en líos. Eso era lo que me decían.

Un día otros chicos me propusieron unirme a su asociación de tiempo libre, que se llamaba como el jesuita que presenció la bomba de Hiroshima. Tenían planes casi todos los findes. Unas veces disfrutaban de la naturaleza y otras veces hacían actividades solidarias. ¿De verdad creían que yo era una persona pía? En aquel entonces para mí era más fácil creer en el infierno que en el cielo. Para eso no me hacia falta la fe, me bastaba mirar alrededor. Pero me dio igual, necesitaba conocer gente para pertenecer a algún grupo y acepté.

Las actividades en la naturaleza me encantaban. Siempre lo pasábamos muy bien. Yo hacía alguna travesura, ellos reían y poco a poco fuimos congeniando. Empecé a no ver sus rarezas como algo que erradicar, sino como algo bello. Una característica que les definía a cada uno de ellos. En esta tribu no había jefecillos ni dogmas. Todos éramos diferentes y a pesar de ello, aceptados. Las actividades solidarias me costaron más. Cuando íbamos a residencias de ancianos o al comedor social y se me acercaba algún usuario a conversar, mi primera reacción siempre era la misma: Mi cerebro viajaba lo más lejos posible de aquella escena para ocultarse en el fondo de mi egoísmo, de mi apatía, y planear mi fuga. Fue un hábito difícil de corregir pero gracias a mis nuevos amigos, pude dominarlo.

Abrí el sobre naranja, lo volteé y cayó un librito titulado La credencial del peregrino. Lo abrí y lo ojee. En la primera página ponía mi nombre, que salí de Vilalba el 1 de julio de 2001 y que llegué a Santiago de Compostela el 9 de julio de 2001. El resto de las páginas tenían sellos. Uno por cada pueblo que me dio cobijo: Vilalba, Baamonde, Miraz, Sobrado de los Monjes, Boimorto, Arzúa, O Ceadoiro, un sello ilegible y Monte del Gozo.

Poco antes de verano, la asociación de tiempo libre nos había propuesto realizar los últimos ciento cincuenta kilómetros del camino de Santiago. Diez noches con amigos en mitad de la naturaleza, ¡el sueño de cualquier quinceañero!

Nunca se lo he confesado a nadie, pero el día que tenía que entregar la solicitud para ir al camino de Santiago, mis examigos me hicieron una visita. Me contaron que había problemas en «nuestra tribu». Que iba a haber una reestructuración esa misma semana. Alguien iba a correr el mismo destino que corrí yo. Que si quería «podían hacerme un favor» e interceder para que me dejasen volver. Que iba a poder ir con ellos a su viaje de verano a Cambrils. Cuando terminaron su alegato les sonreí. «No gracias, ya tengo planes con mis amigos para este verano», dije antes de alejarme. Con esa decisión me di cuenta de que por fin, yo había cambiado. Ya no era un individuo tribal, sino uno social. Ahora pertenecía a una sociedad, que no tribu, donde cualquier persona era más importante que el dogma. Una sociedad que se basaba en valores que poco a poco iba aprendiendo.

Y en el camino de Santiago me seguí formando. Además, por primera vez pude enseñar algo a mis amigos. En Sobrado de los Monjes les instruí en algo que nunca habían hecho: asustar a la gente con petardos. Al fin y al cabo, todos somos la suma de las personas que conocemos, y yo había pasado muchos años entre rebeldes. Nunca había sido tan feliz.

Dentro del sobre quedaban la Compostela, fechada a 9 de julio de 2001 y mi diario de viaje con mis escritos de aquellos días. Cogí el diario y me lo guardé en la mochila. Esta noche lo leeré y seguiré recordando el año que cambió el rumbo de mi vida.

Propuesta presentada al X concurso de relatos «UNA HISTORIA EN EL CAMINO» de la Asociación Cultural Padre Serapio.

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Jonathan Ortigosa
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“Hay que escribir mucha mierda hasta tener algo que realmente merezca la pena leer” y éste es el baúl donde la guardo..