Naturaleza Muerta
Intersecciones de libros con la realidad prosaica
Le había dicho esa mañana del 26 de julio de 2023 a Rocío, la amada, que tomaría un conjunto nuevo de fotografías en La Barra como el que preparé para Gris Profundo. Ahora me ocuparía de un aspecto que me sorprendió mientras caminábamos las playas: varios objetos lastrados y ruinosos como si un cataclismo nuclear los hubiera arrojado a las orillas tras la devastación. Animales muertos, peces y aves; botellas y sillas desventuradas; un trozo de sandía destrozado a dentelladas. Naturaleza Muerta, le llamaría a este arrume de restos.
Esa noche, luego de acumular las fotografías, retomé Un hombre en la oscuridad, la novela de Paul Auster (2008) en la que, una vez más, incursiona en la literatura encajada o paraliteratura, esa en la que el escritor se multiplica en alter egos, y va encadenando relatos que contienen otros relatos. Muñecas rusas y juegos de espejos narrativos.
Y entonces ocurrió uno de esos guiños neuronales de los que había escrito hace 6 años en Engaños y Tretas de la Mente. Un pasaje de la novela de Auster refería el tópico exacto de mis fotos en curso.
“Uno de los hombres deja el rifle y sujeta firmemente la cabeza de Titus con ambas manos para mantenerla derecha mientras el del hacha prosigue su labor. Ambos están cubiertos de sangre.
Cuando la cabeza se separa finalmente del tronco, el verdugo suelta el hacha, que cae al suelo. El otro quita la capucha a la cabeza de Titus, y luego un tercero agarra bien sus largos cabellos pelirrojos y acerca la cabeza a la cámara. Chorrea sangre por todos lados. Titus ya no es enteramente humano. Ha pasado a ser la idea de una persona, de una persona que no es tal, un objeto muerto y sangrante: une nature morte” (Un hombre en la oscuridad, Paul Auster, 2022, Editorial Planeta, pág. 186).
Las huellas de la muerte, sus sombras, sus rastros espejean incluso allí donde la vida es más viva e intensa: en La Barra, Pacífico colombiano. La naturaleza muerta se afirma en los peces sin vida que pintaran tantos artistas a lo largo de centenios, en la sombra del retratista dentro de sus propios retratos, en las sandías que Henri Matisse y Ana Mercedes Hoyos descifraran cuadro a cuadro, en los muebles encallados que migraron mar adentro desde quién sabe donde, en las botellas plásticas de las multinacionales que promocionan un mundo ambientalmente sano y sostenible mientras se lo cagan, y en un pelícano destrozado y vencido que alguna vez se atragantó de peces que ahora lo cortejan en su funeral.
La muerte, qué le vamos a hacer, es una pintora insólita. Sabe componer escenas que cuesta decidir dónde disponer: si en el salón de las burlas y comedias; en el gran teatrino de las tragedias y llorerías; o en el vulgar sótano de las trivialidades y las cosas sin importancia ni sentido.
Y al fondo, más allá del despiporre, puede advertirse el festín celebratorio de decenas de gallinazos, eso hijos de Hades que decidieron traicionarlo y se encargan de rehacer la vida traficando con cadáveres.
Y en ese mismo rincón rico en vida y muerte, las ballenas yubartas se entregan a la celebración in extremis de la vida: la cría de los ballenatos. Este pequeño homenaje a la naturaleza muerta no podía cerrar de otra manera que con un breve vistazo a la delicada relojería de la vida en uno de sus especímenes más impresionantes: las ballenas.
Al final de cuentas y aunque siempre pierda, la vida es de lejos más recursiva e ingeniosa que la muerte. Es decir, a pesar de todo, el peregrino mundo sigue girando, escribe el imaginado August Grill de Paul Auster, que cita un verso de Rose Hawthorne Lathrop (1851–1926).
Sigue girando y aleteando y bailando y burlando y caminando sur une nature morte.
