Ritos y calendarios, tiempo y orden

Francisco Belmar Orrego
vocES en Español
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4 min readNov 28, 2023
Jacobello Alberegno. Jerusalem Celestial (1375–1397)

Desde hace varios años que intento formar mi rutina definitiva. Por un tiempo corto logré hacerlo, pero los cambios en mi vida personal fueron transformando las cosas. Desde la aparición de esos pequeños traumas en el orden que había creado, he tenido que trabajar muy duro para conseguir cierta consistencia. La dificultad radica en muchas cosas y no solo en aquello que directamente inyecta incertidumbre en mis actividades diarias. La peor de las dificultades es la de conjugar todos los ámbitos de la existencia personal con tal de conseguir una armonización que facilite el trabajo y dé también un sentido a la existencia. Este desafío parece pequeño, pero no lo es. Como en casi todo de lo que hablo en estas reflexiones, es necesario decir que hoy nos hemos convencido de que casi todo aquello que daba orden a la vida es innecesario.

El orden es fundamental para nuestra existencia y el caos es todo aquello que la destruye. En los tiempos que corren, un poco por ignorancia y otro poco por el renacer de las ideas gnósticas, nos hemos convencido de que la verdad es lo contrario. Todo aquello que ordena sería destructivo y todo aquello que desordena sería edificante. Esta idea se fundamenta en que la hipocresía es algo necesariamente malo. Por lo tanto, si nos comportamos ordenadamente sin querer hacerlo, estaremos comportándonos mal, pues estaremos forzándonos a ser de una determinada forma. Por el contrario, si actamos de una forma desordenada porque es lo que se nos antoja en ese momento, estaremos haciendo lo correcto porque no estaremos en contradicción con nuestros impulsos. A esta argumentación subyace la idea de que siempre podemos elegir cómo comportarnos, refrendando una ilusión tremenda basada en nuestra capacidad de adaptación.

Esta posición, tan fomentada y avalada hoy en día, va además en contra del sentido de la educación, puesto que esta es precisamente la acción de obligarnos a ser como no lo hemos elegido. De ahí provienen los esfuerzos interminables por acabar con la utilidad del proceso educativo, inoculándolo de una enfermedad terminal llamada entretenimiento. Como lo que queremos es que los niños elijan estudiar, debemos convertir la educación en un entretenimiento que les facilite hacer la elección. El problema es que ni el entretenimiento es la educación ni la civilización es elegible. En realidad sí lo es, pero eso implicaría aceptar que el mundo se divide en quienes la aceptan y quienes no y eso nos llevaría a dividir la sociedad entre civilizados y bárbaros. Esto tiene sentido, pero va a contrapelo de los ideales de la ilustración. Como se le consideraba, al decir de Kant, “la mayoría de edad de los pueblos”, la civilización transmitida por medio de la educación debía ser para todos aunque no la quisieran, lo que en palabras de Rousseau no era más que “obligarlos a ser libres”.

En la vieja tradición, la naturaleza caída del hombre lo lleva a dejarse guiar por sus impulsos más primarios. De este modo, la civilización es la imposición de normas morales que regulen su actuar hacia la virtud. De ahí que podamos llamar civilización a todo aquello que ordena y da sentido. La tendencia que hemos podido ver desde hace ya varias décadas es la del desprecio de todo aquello que ordena y estructura la existencia humana. Este suele ir acompañado de la argumentación que ya hemos señalado: ataque al cuidado de las formas, a la delicadeza y a los modales, para dejar espacio para la celebración de una autenticidad que, en realidad, es inconsciencia y brutalidad.

Desde una mirada clásica, la impiedad es la destrucción del mundo. Todo orden es tal porque está fundamentado en el orden y estructura superior, de ahí nace su legitimidad. La piedad es el respeto por las cosas que consideramos sagradas y eso es lo que la religión aporta al mundo. A medida que la impiedad crece, la religión muere y, a medida que esto sucede, se van horadando todas las bases de la cultura y la civilización. Cuando la impiedad domina y la religión no existe, el nihilismo se cuela por cada grieta de la existencia. Todo parece innecesario, pues ya no existe aquello que dota a la virtud de su legitimidad. Para qué ser cordial, para qué ser educado, para qué estudiar y esforzarse, para qué… quién dice que hay que actuar así. Si ya no hay Dios, no queda freno para nada que no sea el deseo y el deseo desenfrenado lleva luego a fundir incluso las cosas más básicas en la relativización. Todo límite se desvanece, incluyendo aquellos que evitan que nos matemos entre nosotros.

La religión siempre lo entendió y, por lo mismo, tiene esa dedicación con la liturgia, con el trabajo, con la alabanza constante, con la oración interminable. Un calendario que enseña, que ordena el tiempo y que lo dota de sentido a partir de los ritos. Nuestra sociedad contemporánea, a medida que diluye ese orden, construye el suyo propio: la productividad y la eficiencia surgen como una forma de religión que supera su carácter meramente procedimental. Como dijimos, en el orden antiguo, la estructura del tiempo litúrgico armonizaba todo, tanto el trabajo como el ocio, con lo trascendente. Hoy los seres humanos corren de un lado a otro tratando de acabar con la depresión afincados en la esperanza de conseguir el éxito, pero es un objetivo tan mundano, que se aleja como un espejismo cada vez que el pobre hombre posmoderno se le acerca un poco. Su imagen es aterradora: leyendo un libro de organización para la productividad, al mismo tiempo que todo en su contexto se desmorona por la falta de orden. Quien dijo que prefería el caos a la realidad, pronto verá su deseo cumplido, lamentablemente.

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