Aplicación móvil para correr y entrenar con zombies

Una de las aplicaciones más creativas para ponerte en movimiento y correr por las calles de tu ciudad. Disponible para iOS y Android

Inti Acevedo
We Are Sudamerican Bloggers
8 min readJun 2, 2013

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Tengo un par de semanas usando la aplicación Zombies, Run! prácticamente todos los días. En menos de un mes he bajado 5 kilos de peso. La idea básica es muy sencilla: correr por tu vida. Una excelente simulación de audio crea todo el ambiente de un Apocalipsis zombie y va lanzando instrucciones y describiendo situaciones que tienes que superar.

La aplicación esta disponible en la App Store y en Google Play por un poco más de 3 dólares. El diseño es muy profesional y el resultado es de una calidad e inmersión que te sorprende.

Es probable que cuando leas esto sea un poco tarde y ya no exista forma de bajar la aplicación. Ya sabes como son las cosas en el mundo de hoy.

En Venezuela todo comenzó con una pequeña epidemia del virus H1N1, la Ministra de Salud. en un programa en vivo y directo por Globovisión, desestimó el brote, y llenó la pantalla de cháchara revolucionaria. Al día siguiente Maduro, con sus ojeras de siempre, en una cadena de radio y televisión como las de siempre, informaba que era mejor permanecer en sus casas, un pequeño tic nervioso casi imperceptible aparecía en su ojo izquierdo. Al fondo se escuchaban voces que indicaban órdenes incongruentes. El mensaje del presidente fue detenido muy rápido. La televisión quedó en negro.

Lo que ocurrió luego es una tormenta de imagenes que parecían disparadas por los mejores lanzadores de toda la historia del béisbol de las grandes ligas.

Intente llamar a mi padre en Chile, los teléfonos estaban muertos. Ese martes de abril podría ser el día uno, pero estoy casi seguro que era el día dos o tres. Cuando te acostumbras a la mentira, nunca te imaginas lo cruda que puede ser la realidad. A las 9 de la noche ocurrió el apagón, sonaron algunas cacerolas. Los teléfonos celulares comenzaron a fallar a las 10 de la noche. Sin internet en la mano y sin electricidad, recordé aquel radio a pilas de la cruz roja que estaba en algún rincón de la casa.

El dial se movió frenético, a la velocidad que tiene Pastor Maldonado solo en sueños. Encontré dos radios, la típica radio evangélica predicando el fin del mundo con una voz sobreactuada, y una radio de noticias las 24 horas que hablaba de un golpe de estado, la movilización de tropas, y el toque de queda.

Deben estar jodiendo

Más allá de lo que era nuestra realidad política hace un par de semanas. Esto era toda una exageración. Fui a la habitación de Camilo, lo vi dormir plácidamente como solo saben hacerlo los niños que creen que todas las pantallas del universo, se mueven con los dedos. Mi esposa también estaba dormida, me acerque y le di un beso en la frente. No quería despertarlos porque no había nada que hacer. Las dos emisoras se apagaron de pronto. Quizás el golpe había sido un éxito.

Leí el Kindle por un par de horas a la luz de las velas y escuche algunos gritos desgarrados que venían del fondo de la ciudad. Hay que hacer algo ya con la delincuencia en este país. Me fui a dormir. Es la última noche, de probable toda mi vida, que pueda asegurar que: “Me fui a dormir”.

Antes de todo aquello repudiaba muchas cosas realizadas por el gobierno de Venezuela, sin saber que más tarde, de alguna forma, se las agradecería. La escasez de productos básicos había llegado hasta el papel higiénico, no se conseguía por ningún lado, y no estoy exagerando. Si algún día ven a otro venezolano, les podrá corroborar esta parte de la historia. Tampoco se encontraba leche, pañales, pollo, carne, harina, etc. Había que hacer largas colas para comprar, y visitar tres o cuatro supermercados. Esto hizo que muchas familias de este país compraran víveres y alimentos de forma exagerada, teniendo pequeños almacenes personales, dignos del más dramático programa de televisión de supervivencia y conspiración.

Así que en casa estábamos preparados para el fin del mundo, sin saberlo.

Mi idea siempre que fantaseaba con estas cosas era irme de inmediato al Parque Nacional Dinira, en una remota zona de Venezuela, donde la densidad poblacional es similar a la que debe tener el desierto de Atacama en Chile, pero con abundante agua pura, un bosque frondoso, la mejor tierra del mundo, y un clima tropical se selva húmeda.

Luego de cuatro meses encerrado en casa, con las provisiones a punto de terminar, decidí hacer mi primera exploración en el área cercana a mi edificio. No había participado de las improvisadas asambleas de vecinos que se fueron convocando, los días cinco, siete y veinte. Las mismas que se fueron apagando poco a poco, en la primera había treinta y siete sobrevivientes, en la segunda dieciocho y en la tercera solamente seis.

Asumí que permanecer la mayor parte del tiempo sin contacto de ningún tipo, aumentaría nuestras probabilidades de subsistir. Creo que no me equivoqué. Las primeras semanas fueron terribles, se escuchaban gritos e incendios por todos lados. Por suerte, las construcciones de Venezuela tienden a ser de hormigón armado, bloque, y (exagerado) cemento. Los incendios eran como fósforos XXL. Y se apagaban de la misma forma. Pero los gritos tenían una forma muy distinta de apagarse. La primera vez que los escuché, pensé en viajes en el tiempo, alguien grita de terror, y en el momento de mayor intensidad, el silencio se traga al sonido, como al revés de lo que ocurre con los aviones y su barrera del… yo pensaba en que se abría un portal entre universos por un segundo, y se comía al desesperado. Lo pienso ahora y hasta poético suena.

Había varias normas en la casa: estar a un metro de las ventanas, nunca responder a la puerta, encender las velas solamente en las dos habitaciones “sin vistas” y jugar con Camilo a que era el fin del mundo, y que papá y mamá lo cuidarían hasta el verdadero fin del mundo.

Todo esto nos ayudo a superar la barrera de los cuatro meses.

Bajar del piso siete a planta baja podía ser algo sencillo, una verdadera odisea, o el absurdo fin. Por suerte en Venezuela nos gusta más el béisbol que el fútbol, y en cada hogar de este tropical país tenemos un bate de madera listo para la caimanera del fin de semana. Ese bate era la única arma disponible. No tienen la más mínima idea de como este implemento deportivo puede salvar vidas y destruir otras, le escena más sangrienta que viste en el cine, es la más suave del mundo real.

La velocidad con la cual abrimos y cerramos la puerta multilock de casa, nos hubiera permitido ganar muchos premios en el patético programa de televisión de los sábados. La primera salida llegó hasta el piso tres, donde una barricada impedía el paso. Había que trabajar unas seis horas para despejar el camino. Llegar hasta allí me tomó una hora. Mis pasos eran más lentos que un gato danzando antes de pelear con cinco perros. Mis oídos registraban hasta el más mínimo silencio.

De regreso, en el quinto piso, encontré un apartamento abierto. Decidí explorarlo en búsqueda de agua y comida. Aquí el tiempo se hizo retorcidamente más lento, un gato mirando a diez perros. Podía sentir mi respiración como si fuera la del edificio, estaba en comunión con el concreto, sentía al viento golpear la pared oeste del edificio, sudaba el calor del sol de las 11:06 llegando al techo (cabeza), podía sentir el gas que aun fluía por mis venas de la torre. El bate en posición para dar el home run de mi vida, jamás Babe Ruth logró una pose tan perfecta. Recordé aquella vez que los Cardenales de Lara se llevaron el campeonato en los 90s, la celebración roja por toda la ciudad, los excesos de la alegría, los gritos, el triunfo.

Lo que pasó luego, tiene un espacio muy difuso en mi memoria. Ocurrió en medio de mis otros pensamientos, duro unos tres segundos. Cuando estaba por entrar a la cocina, de la habitación del fondo, salieron los “diez perros”. Mi ojo izquierdo registro el movimiento, mi ojo derecho busco alternativas de escape, mi mente soltó la trampa de ratón. Di el home run de mi vida cuatro veces. La sangre lo inundo todo. El edificio lo sintió. Jamás en mi vida había gritado tanto sin emitir un solo sonido. Mi preparación, sesenta días golpeando el maniqui-sofa con el bate durante dos horas cada doce, fueron para superar esos tres segundos. Esperé sin moverme, mirando fijamente a la habitación, treinta minutos.

Entré en la cocina, mi vida se fue iluminando mientras encontraba agua y comida para dos meses más. Gracias escasez venezolana creadora de bunkers. Así fue que me convertí en un sherpa, me amarre litros de agua al cuerpo, bolsas de comida, un martillo y todo lo que pudiera ser de utilidad. Parecía una Tortuga Ninja disfrazada de cinturón de Batman.

Bucle cinco veces.

De esta forma pudimos superar el año encerrados en casa. Parecíamos una versión urbana de Tom Hanks, Camilo era nuestro Wilson. Mi esposa se había convertido en Milla Jovovich, y yo en una versión fea y más gorda de Rick Grimes. Un año después éramos druidas de edificio nivel 15, en los dados sacábamos siempre más de catorce. Fuimos campeones mundiales de ajedrez, Risk, Scrabble, Colonos de Catan y Magic The Gathering. Hoy en día nos botarían de cualquier casino de Las Vegas. All in. Nos leímos hasta el nunca abierto “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” de nuestra biblioteca.

Nos habíamos adaptado y pudimos sobrevivir aislándonos por completo. El resto lo hizo la temperatura y el clima tropical. Ya era hora de escapar a la montaña, y contribuir con semejante reset de la humanidad.

La principal norma que nos colocamos fue no hablar con nadie, ni prestar ayuda a ningún sobreviviente. Si nos encontrábamos a alguien conocido, tenía que estar en una lista con las personas que más recordábamos Si no estabas en la lista, no nos detendríamos por ti. Nos preparamos por dos meses, aprendimos que los movimientos lentos y la paciencia, eran mejor que la velocidad de Hollywood.

Si hubieran visto nuestra camioneta, parecía preparada para un Paris-Dakar infinito. Salimos al camino justo con los primeros rayos de sol. Toda la ciudad estaba colapsada, muchos caminos cerrados, nos costó seis horas salir del área urbana. Vimos dos grupos de sobrevivientes, mutuamente nos ignoramos por completo. Seguimos nuestro viaje hasta el Parque Nacional Dinira. Camilo miraba mucho por la ventana, veía los cuerpos retorcidos, putrefactos y deshidratados por el calor, que aun se medio movían, y de vez en cuando decía:

— Zombi feo, mucho zombi feo papá.

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Inti Acevedo
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Aunque me encantaría venir del futuro, todos sabemos que lo hacemos del pasado. Ingeniero y escritor. @inti