Amor y literatura 2: Diferentes clases de amor, del paraíso a la lujuria y la desdicha

ESPECIAL 2 / En San Valentín, repaso a libros que escudriñan en el corazón del ser humano. Hoy el amor eterno, el adulterio, la lujuria y la infelicidad por culpa de miedos y cobardías

Winston Manrique Sabogal
Winston Manrique Sabogal
13 min readFeb 14, 2017

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Martes, 14 de febrero de 2017

Tras disfrutar, en la primera entrega, de las historias de amor y sus primeras etapas reflejadas en la literatura, hoy llega el turno de los amores eternos, de los ajenos, de los contrariados, de aquellos cargados de desdichas por culpa de los miedos, la cobardía o los prejuicios y, claro, de los desamores. Algunos de los comienzos literarios más famosos y bellos son, precisamente, historias sobre estos amores esperanzados o tristes cuyas primeras palabras presagian todo:

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”, de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez.

“Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”, de Anna Karénina, de Leon Tólstoi.

“He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa”, de Cumbres borrascosas, de Emily Brontë.

“Ésta es la noche más triste, porque me marcho y no volveré”, de Intimidad, de Hanif Kureishi.

Después de estos evocadores inicios literarios de grandes novelas empiezo la segunda parte de las diferentes clases de amor en la literatura:

El amor eterno

El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. (…)

Fue el año del enamoramiento encarnizado. Ni el uno ni el otro tenían vida para nada distinto de pensar en el otro, para soñar con el otro, para esperar las cartas con tanta ansiedad como las contestaban. Nunca en aquella primavera de delirio, ni en el año siguiente, tuvieron ocasión de comunicarse de viva voz. Más aún: desde que se vieron por primera vez hasta que él le reiteró su determinación medio siglo más tarde, no habían tenido nunca una oportunidad de verse a solas ni de hablar de su amor. Pero en los primeros tres meses no pasó un solo día sin que se escribieran, y en cierta época hasta dos veces diarias, hasta que la tía Escolástica se asustó con la voracidad de la hoguera que ella misma había ayudado a encender. (…)

A las siete de la noche dieron la primera señal de partida, y Fermina Daza la sintió resonar con un dolor agudo dentro del oído izquierdo. La noche anterior había tenido sueños surcados de malos presagios que no se atrevió a descifrar. Muy temprano en la mañana se hizo llevar al cercano panteón del seminario, que entonces se llamaba el Cementerio de La Manga, y se reconcilió con el marido muerto, de pie frente a su cripta, en un monólogo en el que soltó los justos reproches que tenía atragantados. Luego le contó los pormenores del viaje, y se despidió hasta muy pronto. No quiso decirle a nadie más que se iba, como había hecho casi siempre que viajaba a Europa, para evitar las despedidas agotadoras. A pesar de sus tantos viajes se sentía como si este fuera el primero, y a medida que rodaba el día le aumentaba la zozobra. Una vez a bordo, se sintió abandonada y triste, y quería quedarse sola para llorar.

Cuando sonó la advertencia final, el doctor Urbino Daza y su esposa se despidieron de ella sin dramatismos, y Florentino Ariza los acompañó a la pasarela de desembarco. El doctor Urbino Daza trató de cederle el paso a continuación de su esposa, y sólo entonces cayó en la cuenta de que también Florentino Ariza se iba de viaje. El doctor Urbino Daza no pudo disimular el desconcierto.

-Pero de esto no habíamos hablado -dijo.

Florentino Ariza le mostró la llave de su camarote con una intención demasiado evidente: un camarote ordinario en la cubierta común. Pero al doctor Urbino Daza no le pareció una prueba bastante de inocencia. Dirigió a la esposa una mirada de náufrago, en busca de un punto de apoyo para su desconcierto, pero se encontró con unos ojos helados. Ella le dijo muy bajo, con voz severa : “¿Tú también?”. Sí: él también, como su hermana Ofelia, pensaba que el amor tenía una edad en que empezaba a ser indecente. Pero supo reaccionar a tiempo, y se despidió de Florentino Ariza con un apretón de mano más resignado que agradecido”.

Gloria y desdicha por un amor ajeno

Anna Karénina, de Leon Tolstói

“Cuando Alekséi Aleksándrovich apareció en el hipódromo, Anna ya se había acomodado en la tribuna al lado de Betsy, rodeada de lo más granado de la sociedad. Dos hombres, su marido y su amante, constituían los dos polos de su vida, y era capaz de adivinar su presencia sin ayuda de los sentidos. (…)

Cuando dio comienzo la carrera de cuatro verstas con obstáculos, Anna se inclinó hacia adelante, sin apartar los ojos de Vronski, que en ese momento se acercaba a la yegua y subía a la silla, al tiempo que escuchaba la odiosa voz de su marido, que no paraba de hablar. Le atormentaba el temor de que Vrosnki sufriera algún accidente. (…) ‘Soy una mala mujer, una mujer perdida -pensaba-, pero no soporto la mentira, la aborrezco. En cambio, para él, es pan nuestro de cada día. Lo sabe todo, lo ve todo. Y, sin emabrgo, ahí está hablando tan tranquilo. ¿Qué sentirá en su fuero interno? Si me matara a mí o matara a Vronski le respetaría. Pero no, lo único que le importa es la mentira, guardar las apariencias’, se decía.

Anna, sin pronunciar palabra, miraba con los gemelos siempre hacia el mismo sitio. En ese momento se procedió a la salida y todas las conversaciones se interrumpieron. Era evidente que en esos instantes sólo una cosa existía para ella. Apretaba el abanico con mano convulsa. Apenas respiraba. (…)

La carrera fue muy accidentada. De los diecisiete participantes más de la mitad se cayeron y resultaron mal heridos.

Todo el mundo expresaba en voz alta su desacuerdo, todo el mundo repetía la frase que había dicho alguien: ‘Ya sólo nos falta el circo con los leones’. El sentimiento de horror se había impuesto de tal modo que el grito que se le escapó a Ana cuando cayó Vronski pasó desapercibido. Pero el cambio que a continuación se operó en su rostro resultaba francamente indecoroso. Había perdido por completo el control de sí misma. Se agitaba como un pájaro en la trampa…”.

* Anna Karénina, de Leon Tolstói. Traducción de Víctor Gallego Ballesteros (Alba)

El miedo y la infelicidad

Brokeback Mountain, de Annie Proulx

“Ennis del Mar se despierta antes de las cinco, el viento mece el remolque, silba al entrar por los marcos de aluminio de la puerta y la ventana. Las camisas colgadas de un clavo se estremecen ligeramnte en la corriente. Ennis se levanta rascándose la cuña gris del vello púbico y de la tripa, se acerca al hornillo de gas arrastrando los pies, vierte los restos de café en un desportillado cazo esmaltado, las llamas lo envuelven de azul. (…) El rancho vuelve a estar a la venta. Tal vez tenga que quedarse una temporada con su hija casada hasta que encuentre otro trabajo, y, sin embargo, lo embriaga una sensación placentera porque ha soñado con Jack Twist.

El café rancio ha roto a hervir y Ennis lo retira del fuego antes de que se deborde, lo sirve en una taza sucia, sopla sobre el líquido negro y deja que se deslice ante él una escena del sueño. Si no se esfuerza en recordar, quizá el sueño lo reconforte durante todo el día, y reavive los viejos tiempos en la fría montaña, cuando eran los amos del mundo y todo parecía estar en su sitio. (…)

En 1963, cuando Ennis conoció a Jack Twist, estaba prometido con Alma Beers. Tanto Ennis como Jack aseguraban estar ahorrando para comprar un terrenito. Aquella primavera, ávidos de cualquier trabajo se apuntaron a la Agencia de Empleo en Granjas y Ranchos; salieron juntos en la lista; el uno como pastor y el otro como guardián del campamento, para apacentar un rebaño al norte de Signal. (…)

Nunca hablaban de sus relaciones sexuales, dejaban que surgieran, al principio sólo en la tienda de noche, luego a plena luz del día con el potente sol cayendo a plomo, y de noche en el resplandor de la hoguera, deprisa, a lo bruto, riendo y resoplando, no sin ruidos, pero sin pronunciar una maldita palabra a excepción de la vez que Ennis dijo: ‘Yo no soy maricón’, y Jack se apresuró a dejar claro: ‘Yo tampoco. Una y no más. Queda entre nosotros’. (…)

La camisa le pareció pesada hasta que descubrió que llevaba dentro otra que Jack había robado y escondido allí, dentro de su camisa, ambas como dos pieles superpuestas, dos en una. Apretó el rostro contra la tela, inhaló despacio por la boca y la nariz, queriendo percibir un leve rastro del humo, la salvia de la montaña y el agridulce tufillo de Jack, pero no tenía un aroma real, sólo su recuerdo, la fuerza imaginada de Brokeback Mountain de la que nada quedaba salvo lo que sostenía en sus manos”.

Amor y lujuria

El erudito de las carcajadas, de Jin Ping Mei

“Después de cruzar una serie de preguntas intencionadas, Ximen Qing sacó de su manga una cajita cilíndrica de plata por fuera y de oro por dentro, con pastillas de té perfumadas, que le ofreció con la punta de la lengua. Se abrazaron y sus lenguas se deslizaron como serpientes en medio de un sonido perceptible de succión. (…) Arrebatado por el deseo, Ximen Qing descubrió aquel órgano que le salía de las ingles y guió la mano de la mujer para que lo manipulara.

Ximen Qing había comenzado desde joven a frecuentar callejas y callejones de los barrios de placer, y mantenía a algunas de las mujeres que allí vivían. En la base de su miembro llevaba un anillo de plata, fundido con hierbas medicinales. (…)

Poco después la mujer se deshizo de sus vestidos; Ximen Qing la acarició con su mirada y observó que en su pubis no había un solo pelo; era claro y fragante, terso e hinchado, suave y prometedor; rojo y arrugado, pero tenso y firme. Amado por mil, anhelado por diez mil. (…)

Dejémonos de rodeos. A partir de aquel momento, la mujer se escurría cada día a casa de la anciana Wang para encontrarse con Ximen Qing, su profundo amor los fijaba como goma. Sin embargo, ya dicen desde antiguo, las buenas acciones traspasan la puerta, pero las malas se transmiten por mil lenguas. Antes de medio mes, todo el vecindario lo sabía; el único que no se enteraba era Wu el mayor”.

El desamor y la separación

Intimidad, de Hanif Kureishi

“Ésta es la noche más triste, porque me marcho y no volveré. Mañana por la mañana, cuando la mujer con la que he convivido durante seis años se haya ido a trabajar en su bicicleta y nuestros hijos estén en el parque jugando con su pelota, meteré unas cuantas cosas en una maleta, saldré discretamente de casa, esperando que nadie me vea, y tomaré el metro para ir al apartamento de Victor. Allí, durante un periodo indeterminado, dormiré en el suelo de la pequeña habitación situada junto a la cocina que amablemente me ha ofrecido. Cada mañana arrastraré el delgado y estrecho colchón hasta el trastero. Guardaré el edredón impregnado de humedad en una caja. Y recolocaré los almohadones en el sofá.

No pienso volver a esta vida. Me resulta imposible. Tal vez debería dejar una nota para decírselo: «Querida Susan: No voy a volver…» Tal vez sería mejor telefonear mañana por la tarde. O quizá podría venir a verla durante el fin de semana. Todavía no he decidido los detalles. Es casi seguro que no le comunicaré mis intenciones ni esta tarde ni esta noche. Lo voy a posponer. ¿Por qué? Porque las palabras son acciones y provocan acontecimientos. Una vez pronunciadas, no puedes retirarlas. Será algo irrevocable, y tengo miedo y estoy indeciso. De hecho, estoy temblando, y llevo así toda la tarde, todo el día.

Ésta, pues, puede ser nuestra última tarde como una familia honesta, completa e ideal, mi última noche con una mujer a la que conozco desde hace diez años, una mujer sobre la que lo sé prácticamente todo y junto a la que no quiero seguir más tiempo. Dentro de poco seremos como extraños. No, nunca seremos eso. Herir a alguien es un acto de involuntaria intimidad”.

El secreto del amor, la pasión y el deseo

El último encuentro, de Sándor Márai

Después de estas diez historias de amor recuperaré a Sándor Márai en El último encuentro, donde dos amigos mayores, unidos por una mujer en el pasado, reflexionan sobre el amor, el deseo, la pasión y la fidelidad:

“¿Exigir fidelidad no sería acaso un grado extremo de egolatría, del egoísmo y de la vanidad, como la mayoría de las cosas y de los deseos del ser humano? ¿Es acaso nuestro propósito que la otra persona sea feliz? Y si la otra persona no es feliz en la sutil esclavitud de la fidelidad, ¿amamos a la persona a quien se la exigimos? Y si no amamos a esa persona ni la hacemos feliz, ¿tenemos derecho a exigirle fidelidad y sacrifico?”. (…)

Hay algo peor que la muerte, peor que el sufrimiento… y es cuando uno pierde el amor propio. Hay algo que duele, hiere y quema; y es cuando una persona o dos, hieren ese amor propio sin el cual ya no podemos vivir una vida digna. Simple vanidad, dirás. Sí, simple vanidad… y, sin embargo, esa dignidad es el contenido más profundo de la vida humana.

¿Crees tú también que el sentido de la vida no es otro que la pasión, que un día colma nuestro corazón, nuestra alma, nuestro cuerpo, y que después arde para siempre, hasta la muerte, pase lo que pase? ¿Y que si hemos vivido esa pasión quizás no hayamos vivido en vano? ¿Qué así de profunda, así de malvada, así de grandilocuente, así de inhumana es una pasión?… ¿y que quizás no se concrete en una persona en concreto, sino en el deseo mismo?”.

Ustedes tienen la palabra. Feliz día de San Valentín.

Pero antes, les recuerdo otras grandes obras de amor y pasión felices y desdichadas, pero donde la literatura se alza como un dios y paraíso único:

“En la hermosa Verona, donde colocamos nuestra escena, dos familias de igual nobleza, arrastradas por antiguos odios, se entregan a nuevas turbulencias, en que la sangre patricia mancha las patricias manos. De la raza fatal de estos dos enemigos vino al mundo, con hado funesto, una pareja amante, cuya infeliz, lastimosa ruina llevara también a la tumba las disensiones de sus parientes”, de Romeo y Julieta de William Shakespeare.

“Esta es la historia más triste que he oído nunca”, de El buen soldado, de Ford Madox Ford.

“Von Aschenbach, nombre oficial de Gustavo Aschenbach a partir de la celebración de su cincuentenario, salió de su casa de la calle del Príncipe Regente, en Munich, para dar un largo paseo solitario, una tarde primaveral del año 19…”, de Muerte en Venecia, de Thomas Mann.

“Estoy en una esquina en Monterrey, de pie, esperando que llegue el autocar, con todos los músculos de mi voluntad reteniendo el terror de afrontar lo que más deseo en el mundo. La aprensión y la tarde de verano me resecan los labios, que humedezco cada diez minutos, a lo largo de las cinco horas de espera”; de En Grand Central Station me senté y lloré, de Elizabeth Smart.

“En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza: “Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste”, de El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzerald.

Y, sin duda, esta el amor malsano, probihido y obsesivo de Humbert Humbert en Lolita, de Vladímir Nabokov, pero narrado de manera magistral: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.”.

Feliz día de san Valentín.

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Winston Manrique Sabogal
Winston Manrique Sabogal

Periodista literario y cultural itinerante que comparto experiencias lectoras. Escribo en el diario EL PAÍS (España) y revistas latinoamericanas.