Pura cuerda

Charla con Joe Troop, cantante, violinista y banjoísta estadounidense que vive en Buenos Aires.

Hernán Fernández
10 min readNov 23, 2013

Hicimos la entrevista hace cinco meses en la casa que comparte con otros dos músicos y un chef en el barrio de Once. En un rincón de su habitación acampan, uno al lado del otro, un violín, una mandolina, una mandolina eléctrica y un banjo. Cuando me voy de su casa, me queda resonando uno de sus comentarios: “Soy de cuerdas”. Joe Troop decidió que sería un ejecutante de instrumentos de cuerdas el día que, a los catorce años, su hermano le hizo escuchar una grabación de bluegrass, ese género del country que se toca con violín, banjo, guitarra, mandolina y bajo. “Me hice adicto. Ahí me dije: `Soy de cuerdas´. Soy banjoísta. Soy violinista. Soy mandolinista. Soy guitarrista”. Asegura haber nacido como músico en el momento que tuvo un banjo en sus manos por primera vez. “Antes, tocaba el piano y cantaba, pero ahí es donde dije: esto es lo que voy a hacer por el resto de mi vida. Amo esto eternamente. Entonces, dediqué mi adolescencia a explorar cuerdas y a curtirlas”.

Joe nació hace treinta años en Winston-Salem (una ciudad de Carolina del Norte), vive hace menos de cuatro años en Buenos Aires, y “curtir” no va a ser la única palabra en lunfardo que se le escape en la charla. Introduce la jerga porteña con tanta naturalidad que uno tiene la certeza de que los gestos localistas se le escurren; no los piensa, no los mide, no los propone como un atajo en la empatía. Usa el “ponele” con mucho criterio. Cuatro veces va a decir, en algo más de una hora de conversación, que algo le “chupa un huevo”. Le escucharé enfatizar una frase con el vocablo “man”, pero no lo pronunciará en inglés sino que lo soltará como un porteño canchero, con el desdén con el que podría hacerlo Mario Pergolini en una publicidad de cigarrillos.

En 2002, Joe se fue a vivir a Sevilla, donde estudió japonés y francés, perfeccionó su castellano y exploró jazz y teoría musical. Etnomusicólogo aficionado, allí se enamoró de lo más local que tienen los andaluces: el flamenco (“He estado en tablaos e incluso muchas vez participé en ellos. Me impactaron muchísimo”.) Imita el acento andaluz con la misma perfección que habla el porteño: “Un amigo español me dijo: `Tío, tú eres una esponja humana… Que tú estás aquí estudiando flamenco y te ha salido el duende un poquito´“. Cuando hable de sus años en Sevilla, lo va a hacer en andaluz, cuando cuente algo que le dijo su madre lo va a hacer en inglés; el resto del tiempo hablará en porteño. Joe es consciente de que cada lugar entraña un estilo, y de que ese estilo es difícil de transmitir a través del sentido de las palabras. “Si tú ´stás en Andalucía, no´ vamo´ a comunicar de esta manera, que ´s diferente. No voy a hablar con los mismos gestos. No voy a hablar con la misma cadencia, coño. Pues tendré otra presión de palabra, un poco ma´ andaluz. ¿Qué e´ andaluz? Andalú e´ andalú”.

No tiene la intención de caer simpático. No parece ser esa clase de viajeros que, cuando está de visita o viviendo en otro país, celebra hasta lo incelebrable, como si tuviese que cotizar su aventura. “No diría que hoy me encanta Buenos Aires, pero me gusta. Más allá de Buenos Aires, me gusta lo que atrae, la gente que está acá, las cosas que uno puede hacer. ¿Si me considero un argentino más? No me interesan esas cosas. No quiero ser nada. Voy a imitar su hablar, pero no voy a ser argentino”. Antes de venir a Buenos Aires, Joe vivió dos años en Kamimura, una aldea de Japón con seiscientos habitantes, y regresó a Carolina del Norte por dos años y medio. “Estaba muy descontento con mi vida en Estados Unidos”, comenta. “Estaba muy perdido, no sabía qué hacer. Me encuentro muy bien fuera de mi país, no hablando mi idioma materno”.

¿Por qué decidiste venir a Buenos Aires?

En España conocí en la calle a un bandoneonista y, a través de él, conocí a más argentinos. Algunos de ellos son mis mejores amigos, entonces, quería ver el lugar que los vio nacer. Muchas de las personas que conozco acá, con quienes comparto el escenario, no son argentinas. No quiero regalarle al nacionalista un pedazo de orgullo: “Oh, un extranjero que ama eternamente Argentina”. No. Yo estoy acá y el país se llama Argentina. Y me chupa un huevo el país. Perdón que lo diga, esto seguramente me juega en contra. Lo que me gusta es estar en la bohemia, en la movida artística de este lugar. Hay cosas de acá que son interesantes y que me están enriqueciendo. Hay solidaridad. Y me parece que acá la gente no se mete demasiado en tu vida. No conozco el norte del país todavía. Tengo que conocerlo e investigarlo. En muchos sentidos soy el típico músico-sorete: voy a los lugares cuando toco yo.

¿Qué similitudes encontrás entre las temáticas del folklore argentino y las del bluegrass?

En el bluegrass hay muchos cuentacuentos. Se cuentan anécdotas lindas pero tal vez no tan poéticas (ni de protesta) como las del folklore de acá. Atahualpa Yupanqui, por ejemplo, desafiaba ciertas normas políticas y decía cosas muy tristes y muy fuertes. Eso me gusta. Acá hay una cosa interesante relacionada con la profundidad de la palabra, bien pensada, que impacta al oyente. Es muy común que en la canción de campo de acá se luzcan como poetas, mientras que en el bluegrass, en general, la letra es linda pero no tan poética. En el jazz tampoco. Por otro lado, en jazz hay temas como Strange Fruit, de Billie Holiday, que es muy bueno y muy macabro. Trata sobre afroamericanos ahorcados y tiene una letra política muy impactante. Si elegimos bien las palabras, la canción puede ser así. Y creo que acá puedo aprender mucho sobre cómo elegir las palabras.

¿Qué música argentina escuchaste?

Escuché a Raúl Barboza, que es un chamamecero que toca el acordeón, a Atahualpa Yupanqui. Tengo un disco de Pugliese que me encanta. También cosas más mordernas, de Buenos Aires, como Alan Plachta, Matías Mormandi. ¿Qué músicos locales me impactaron? Diego Sánchez, con quien toco, Mormandi, Pablo Motta, que es un contrabajista de tango. No he escuchado tanta música de Argentina; los sonidos de acá me llegan a través de la gente con la que toco. No soy mucho de nombres. Me chupa un huevo todo eso. Soy de gozar de lo que aparece en el momento. Por vocación espiritual, me considero etnomusicólogo: investigo, escucho música. Pero a veces no sé de quién es la música que estoy escuchando. En ese sentido, soy un etnomusicólogo malo.

¿Cuál es la historia del bluegrass?

Es una fusión de ritmos y sentidos melódicos de lugares muy distintos, como el Caribe, Gambia, Senegal… Irlanda también aportó mucho a este estilo. Los inmigrantes eran principalmente europeos (mayormente, de Irlanda y de Escocia). También se difundió la música de los africanos, porque era buena. Muchos de los negros que llegaron a los Estados Unidos lo hicieron a través del Caribe (llegaron a Nueva Orleans, a Mississippi, y muchos ya no eran esclavos). Toda esa gente fusionó culturas, y desde finales de la Guerra Civil hasta 1920, 1930, se produjo una explosión de creatividad musical. Es muy complejo. Había mucha gente de muchos lugares tocando sus folklores y de esa fusión salieron el jazz y otros folklores como el blues, el ragtime y el bluegrass, que lo tocaban los descendientes de la música celta. En el bluegrass, aunque es un género tocado mayormente por blancos, se puede encontrar el groove, que es el sentido rítmico que África le dio al universo. Hay que homenajear a la negritud.

¿Cómo te fuiste metiendo en el bluegrass?

A los catorce años, mi hermano me pasó una grabación, y me hice adicto. Cuando agarré por el camino de las cuerdas, empecé a enterarme de que había música irlandesa. Mi vecino, que era irlandés, me enseñó un montón de temas. Empecé a ir a festivales y a jams de bluegrass. Conocí el jazz manouche, a Stéphane Grappelli y a Django Reinhardt. Así, fui yendo hacia lo que más me interesaba, y que hasta hoy sigue siendo lo que más me interesa: el bluegrass, el jazz manouche, el jazz en general. La verdad es que en Estados Unidos tenemos un folklore riquísimo. Es un país de mierda, con una política de mierda, pero la música es buena [risas].

Me resulta interesante la idea de la improvisación en la música: uno tiene que prepararse mucho (aprender escalas, yeites, motivos) para después poder ejercer bien la libertad en la improvisación.

Hay que estudiar la teoría. El músico tiene que incorporar un sentido intelectual en relación con lo que hace. Tenés que saber armonía, escalas, modos, aprender los dibujos… A menos que quieras dedicarte al arte sin criterio, pero a mí eso no me interesa. A mucha gente le encanta.

¿Qué es la música sin criterio?

Está hecha por músicos que no saben hacer nada: no saben improvisar, no saben componer; no tienen la más mínima idea de lo que están haciendo. Payasadas. Hay mucha gente que vive de eso.

Proyectos

Joe Troop y el contrabajista bonaerense Diego Sánchez integran un dúo de música fusión que lleva sus nombres. El jueves 19 de diciembre, a las 21:30 horas, se presentarán con entrada gratuita en Casa Dasein (Avenida Estado de Israel 4116, Ciudad de Buenos Aires). Allí van a tocar algunos temas de su segundo disco, que verá la luz en marzo o abril próximo.

En 2011, Joe Troop & Diego Sánchez lanzaron A Traveler’s Sketches, un álbum de doce temas compuestos por Joe, que recorre y fusiona géneros como el bluegrass, el tango, el jazz y el flamenco. Allí toca el violín y el banjo, y canta. Joe también es parte del dúo de bluegrass Dulce de Yanqui, que integra junto a su compatriota Joshua Schilling, a quien conoció en Buenos Aires y con quien comparte casa en el Once. La descripción de uno de los temas versionados que subieron a YouTube (Rock Salt and Nails, de Utah Phillips), anuncia: “Grabamos este video en nuestro departamento en la pieza de Joshua que da a un pulmón roñoso en la mismísima cuna del bluegrass argentino, el barrio de Once”.

Además de integrar otros proyectos como la banda Le Cuis y una orquesta de música clásica , Joe es profesor de banjo y violín. Resulta curioso que, al preguntarle si aprendió a hablar el castellano en forma autodidacta, me responda que ésa es la única manera de aprender y que no cree en la docencia. “Todos somos autodidactas. Nadie te enseña nada. Te pueden ofrecer conocimiento, pero vos tenés que experimentar para llegar a adquirirlo. Tuve maestros que me inspiraron, claro, pero yo hablo castellano porque me enseñé”.

Tenés una facilidad para adoptar las tonadas de los lugares adonde vivís.

Sí. Tengo un oído bastante afilado porque trabajo exclusivamente con el oído. El sonido es todo para mí. No parezco porteño, pero me defiendo bastante bien. Me obsesiono, soy muy estudioso. Aprender cuesta, no es algo que te llegue. Sangre, lágrimas. El castellano es muy importante para mí. Siete años de mi vida los viví en un mundo hispanohablante. No es un hobbie; es una parte integrada a mi vida.

¿Cómo es Winston-Salem, la ciudad donde te criaste? Noto cierto disconformismo en la forma de referirte a ese lugar.

Es un pueblo, y los parámetros del pueblo me quedaban muy chicos. No iba a poder encajar en eso. Mi madre me dice que ellos, desde que yo era muy chico, ya sabían que en algún momento no me iban a ver más. We always knew that one day we would never see you again. Ésas fueron sus palabras exactas. No es verdad, porque siempre vuelvo y los visito. La pecera me quedaba chica. Quería un océano.

Tenés un tema bastante combativo, Tell Me Why, en el que hablás de lo difícil que es ser gay en una ciudad pequeña. ¿Creés que eso sigue siendo igual?

Ese tema lo quise mencionar en el momento en que grabé el disco. Fue decir transparentemente: mirá, soy homosexual.

¿No lo habías dicho hasta ese momento?

Sí, lo dije con 19 años. Tuve todo el coming out, el salir del closet. Fue un alboroto para el pueblo, para mi gente. Fue un proceso muy hincha pelotas. Como si uno tuviese que justificarse… El ser humano es muy mecánico, es de dos dimensiones. Por lo general digo que soy gay porque es la mejor opción para mí: me atraen más los hombres que las mujeres. Fue un tema. Es un tema… No es el tema central de mi vida, de ninguna manera. Fue un pequeño “plip” que me provocó un montón de estrés. Me hinchó las pelotas tener que defender algo innato. Igualmente, peor es ser una niña de catorce años a la que circuncidan en una aldea de Indonesia, sin anestesia, con un cuchillo oxidado. Eso es un poco más difícil que ser gay en una familia de clase media de Carolina del Norte.

¿En Argentina hay más tolerancia con los gays?

Por ahí en una ciudad grande, sí… ¡No me importa la gente! ¡No me importa su sagrada opinión! Ni quiero hablar de esas cosas, no me interesan. Por lo general, quiero ir en contra de lo que dice la gente. No me gusta lo masivo. Se dice “mu” y la gente dice “mu”. Ése es el problema que tiene mucha gente de Holanda, ponele. Son unos aburridos. Viven en una sociedad hedonística, muy liberal y abierta. ¡Me cago en tu puta libertad! La gente dice lo que dice la gente de su entorno. Punto. El ser humano es mecánico. Sigue las pautas de su sociedad. Y eso no me interesa. Eso es lo que opino yo [risas].

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