Viaje a los mundos interiores

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Uno de los temas que más apasionan a Vila-Matas es la desconexión entre el tiempo y el lugar, el estar siempre desorientado y fuera de lugar. Básicamente, el estar fuera, lejos de aquí, por decisión propia. Liberarse del corsé social, jugar al escapismo con uno mismo, tal vez como ejercicio onanístico del ego, de destacar sobre la masa. Eso ya no lo sé y tendrán que juzgarlo otros, pero reconozco que yo también puedo hacer mío su viejo anhelo — que a su vez aprendió de otro escritor — pues yo también quiero estar “fuera de aquí, tal es mi meta”.

Fuera de aquí, tal es mi meta. ¿Fuera de dónde? No lo sé, ahí está la gracia. No hay salida posible, no se puede escapar, al menos en los mundos exteriores. Dentro de uno sí que es posible salir, evadirse y volar a otros mundos interiores — insospechados — que albergan la posibilidad de ser descubiertos con calma, llenos de aromas nuevos. De esa evasión hago mi meta, que en sí misma es la evasión. Por eso será que me gusta jugar, porque me evade, me lleva lejos de aquí.

Cargar el mundo a hombros, con su sucia pesadez, su apestosa forma líquida, que diría Zygmunt Bauman. Todo es tan cambiante que abruma, como en un caleidoscopio gigantesco y poroso, nada es lo que parece, todo es irreal y la vida gira alrededor del cordón umbilical de los virtuales Yo escrutadores. Cargar la vida en urnas de cristal transparente, tan frágiles, tan deseables; se pueden transportar ligeras. Son mucho mejores que cargar el mundo a hombros, pero con ellas no puedes estar lejos de aquí, y estar lejos de aquí es mi meta.

No se puede viajar a los mundos interiores sin haber fallado antes unas cuantas tiradas de cordura, como en buenos juegos sobre el universo de Lovecraft. No es posible abarcar las llanuras que poseemos dentro sin clavar alfileres de dudas en la masa cerebral. Antes que eso es más simple conocer todos los saberes de la humanidad, al alcance de un par de clicks. Pero lo que hay dentro de uno, lo del fondo — muy profundo — eso no sale en las pantallas; eso queda en la parte de atrás de las córneas.

El viaje a los mundos interiores no transita por senderos luminosos, ni bellos, ni siquiera anodinos. Es un viaje entre ciénagas, estercoleros y pantanos ponzoñosos, poblados con despreciables criaturas pringosas formadas por la envidia y el secreto. Abismos, fango, niebla. Piedras y rocas. El camino no es fácil, pero no está trazado por nadie más que nosotros mismos, con nuestras decisiones, nuestras mentiras y nuestra nobleza, o la ausencia de ella.

El camino es un largo transitar, pero al dejar atrás el duro sendero se hallan las llanuras prometidas, de nuevos aromas, muy dentro de uno. Son puras porque son las primeras formaciones, intactas. O al menos, deberían estar inmaculadas, y prefiero imaginarlas así, perfectas. Así es como debería ser el fondo, por mucho que el escudo que lo protege esté lleno de pecados; la fortaleza de uno puede haber sido fabricada con ellos, pero no debería ser más que eso: una protección de lo más bello de uno mismo, que no se exhibe en urnas de cristal transparente, sino que se esconde entre lo peor de uno mismo.

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