Intercambios infinitos
Caras nuevas o viejas, enseñanzas nuevas o viejas
Hace algún tiempo me encontré con un texto de Marina Pedrosa y me encanté con esta reflexión que trajo:
“Con el pie en el camino, recorremos nuevas avenidas, encontrándonos a nosotros mismos y encontrando a los demás. De los muchos que pasan por nuestro curso, algunos siguen, unos pocos se quedan, otros van y vienen. Con el paso del tiempo, los encuentros se convierten naturalmente en despedidas. Cuando los caminos se cruzan, nos montamos en el destino de los demás y con esta misma fluidez, viene la certeza: la gente va y viene, pero en vano, nadie viene”.
(Traducción libre)
La frase resaltada se me ha quedado grabada en el cerebro. Tiene un aire de sabiduría popular, de mantra, de no sé que. El juego de sonidos y significados me parece simplemente hermoso y tan real… ¿No crees que es una de esas frases que dan ganas de decir en voz alta?
Algunas cosas que leo me dan ganas de recitarlas, de compartir con otros o incluso con una sala vacía la enseñanza que hay detrás de las palabras. ¡Creo que algunas frases necesitan salir del papel (o de la pantalla) y ganar el mundo de los sonidos! Así se vuelven más poderosas.
Entonces, por milésima vez, empiezo a recitar: “la gente va… — y pienso en todos los que han pasado por mi vida — …y viene… — y en los que no pudieron o no quisieron quedarse — …pero en vano… — reproduzco sentimientos que tantas personas han generado en mí, emociones buenas, malas, neutras incluso — …nadie viene” — y termino en la cúspide de la reflexión, asombrada por esta idea de que todos los que he conocido tenían algo que dejar o llevarse. Para aprender conmigo y yo con él, con ella.
Siempre que pienso en este tema, hago un ejercicio de visualización: cierro los ojos y empiezo a imaginarme caras conocidas. Al lado de cada uno de ellos enumero las posibles razones por las que nos conocimos. Puedo quedarme en esto durante horas… ¡tanta gente, tantas lecciones!
Con alguien aprendí una (de las muchas) facetas del amor, con otro descubrí lo que era el perdón, con un tercero me interioricé en el difuso mundo de la culpa, y con un cuarto comprendí lo que es el amor propio. Mi cabeza no deja de llenarse de caras, nombres y los sentimientos que asocio a cada uno de ellos. Sigo registrando todo lo que marcó nuestra experiencia compartida, las cosas buenas y las malas.
Los buenos y dulces recuerdos generan sonrisas y una deliciosa sensación de nostalgia. Siento un fuerte deseo de acercarme a la persona en cuestión y abrazarla o, al menos en estos tiempos de reclusión que vivimos, enviarle un tierno mensaje. Un pequeño agradecimiento por los colores que sólo ella podía aportar a mi vida.
Las cosas malas y dolorosas son más difíciles de digerir. Sé que son útiles, son parte de la vida. Gracias a ellas creamos resistencia, aprendemos a protegernos, a cuidarnos, a cambiar de rumbo para no volver a la angustia que nos provocan. Pero algunos recuerdos son tan malos, tan intensos en su objetivo de destrucción, que sólo puedo estar agradecido por haber sobrevivido. Y tal vez eso es exactamente lo que vinieron a enseñarme: que tengo la fuerza para superar y seguir adelante.
Todavía no he terminado mi lista imaginaria de personas y lecciones aprendidas. Poco a poco y siempre, la consulto de nuevo y la alimento con caras nuevas o viejas, lecciones nuevas o viejas. Algunas ya me las sé de memoria y hasta podría empezar a difundirlas, como una alumna que ha superado a sus maestros. Ya otros aprendizajes, la gran mayoría diría, aún no he conseguido asimilarlos al 100%. Pero así es la cosa! Y lo bueno es que siga abriendo nuevas conexiones o estrechando las existentes para seguir aprendiendo, creciendo, cambiando.
Versión en portugués:
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