Traumas en olas
Los traumas vienen en oleadas. Algunas, olas pequeñitas, ni siquiera hacen cosquillas. Otras, tsunamis, llegan para causar estragos. Observo desde el borde del mar cómo estas olas se forman a lo lejos y crecen, crecen, crecen hasta que me golpean y acaban con la calma de un mar sereno.
Algunas olas son incómodas, pero mantengo los pies en la arena y resisto. Siento su impacto, pero no caigo. Aprieto los dientes, empujo y luego pasa. Supero ese momento y sigo adelante.
Otras olas, más grandes y amenazadoras, llegan con tal velocidad y violencia que consiguen tirarme. Me lanzan al fondo del océano y pierdo el control de mi cuerpo. Me entra agua por la nariz, trago un poco también, la arena me lastima la piel. Me siento a la deriva, perdida, sin fuerzas para levantarme.
Bajo el agua, miro al cielo y me pregunto si volver a respirar vale la pena. Hay algo reconfortante en estar ahí abajo, sumergida en el agua. Todo se mueve más despacio, no escucho ningún sonido. La incomodidad de estar en el mar parece menor que el dolor que sentiré cuando salga. Sé que la primera bocanada de aire devolverá todo a su lugar: el tiempo, los ruidos, los recuerdos.
A veces tengo más miedo de lo que ocurrirá después de que pase la ola que de la ola en sí. Pero el miedo a ahogarme es aún mayor, así que me armo de coraje y me pongo de pie. Vuelvo a respirar y me preparo para la siguiente oleada.
