El enemigo está dentro

Andrés P. Mohorte
Yugoslavia.
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4 min readDec 25, 2016

De 2014.

Lo nuevo que no termina de nacer, lo viejo que no termina de morir.

Cuando Gramsci se refería con estas palabras a la revolución no sabía que, tantos años después y para un contexto tan diferente, o quizás no tanto, servirían en el futuro para describir la situación del periodismo. Aunque no exactamente: es cierto que lo nuevo no termina de nacer, pero lo viejo terminará muriendo. O al menos una parte sustancial de lo viejo sí está muriendo, poco a poco, agonizante, muchas veces en silencio. En silencio ha muerto esta semana El Día de Cuenca, el decano de la provincia y la última publicación en papel diaria de la que disfrutaba la región. Con la cabecera ha caído también el grupo empresarial: adiós a CNC, el canal televisivo de la ciudad, y a los otros periódicos que bajo El Día de Castilla-La Mancha se editaban en otras ciudades de la comunidad.

Este hecho, tan común hoy en día, implica para mí algo filosóficamente turbador: yo ya he trabajado en el pasado. La primera vez que publiqué una noticia lo hice en las páginas de El Día de Cuenca, cuando aún no se había unificado bajo una misma cabecera autonómica, en verano de 2008. Aquellas eran mis primeras prácticas en el mundo del periodismo y la crisis, aunque presente y tangible, no se intuía tan fatal y desoladora para toda la profesión. Al año siguiente repetí experiencia, aunque tan sólo un mes. Ya no volvería jamás, y ya no volveré. Tampoco tenía esperanza de ello. No tengo esperanza de volver a ningún sitio: ni siquiera a El Periódico de Aragón, donde he pasado el último año de mi vida publicando todo tipo de noticias. El Periódico de Aragón aún es presente, y ojalá lo siga siendo mucho tiempo, pero huele y sabe a pasado.

No se trata de haber trabajado en el pasado como medida temporal sino como medida de valor. Aquel periódico, pese a su moderna redacción y ordenadores Mac, era el más reconocible de los pasados del periodismo. Supongo que debería sentirme afortunado por haber asistido al pasado que no termina de morir pero que, paradójicamente, muere a cuenta gotas. Yo al menos he tenido la suerte o la desgracia, según como se mire, de contemplar el fin de los tiempos: las estructuras de redacción obsoletas, las páginas webs desaprovechadas, los despidos, la bajada de sueldos, el mito del periodismo derrumbado ante los ojos de la última generación que creyó en él, el servilismo publicitario y las luchas intestinas entre los medios de comunicación por ganarse hasta el último gramo de dinero público que permita cuadrar cuentas a fin de año. Al cadáver del periodismo escrito, en un par de bocanadas definitivas, lo encontrarán con un balance en la mano como señal inequívoca de su enfermedad.

Esto es común a tantos y tantos sectores que resulta naif embriagarse por ello, pero es mi profesión, o al menos la que aspiraba a ser mía. Uno esperaba encontrarse al periodismo yaciendo muerto en las cunetas del riesgo informativo, de la trepidante exclusiva, de la incomodidad al poder y demás clichés y tópicos sobrevenidos que han deambulado como fantasmas por todas las convenciones y congresos que trataron y tratan de extirpar el mal. No hay nada de romanticismo ya en el periodismo escrito o en los medios de comunicación: quienes aún cuentan con un altavoz desde el que pregonar el futuro recurren a esta idea, pero quienes observan su cuenta corriente cada día más menguada y luchan diariamente contra sus propios jefes en la redacción saben que el romanticismo está muerto y que el periodismo se parece tanto a la épica como un prostíbulo al amor.

No quiero aquí aventurar soluciones porque, obviamente, no las tengo. Es uno de los problemas: nadie las tiene. Nadie sabe cómo ganar dinero publicando noticias. Hay quienes lo están intentando, pero ellos no son el pasado. Ellos son el futuro. Aunque el futuro a veces se parezca sospechosamente al pasado, obsesionado con cincelar su imagen en base a una ideología o a un modelo de pensamiento, sustentando su medio de comunicación en la opinión más barata y aderezándolo con unas cuantas noticias prefabricadas. Supongo que es la consecuencia natural de que el futuro también esté en manos de quienes consiguieron que hablar del periodismo escrito se convirtiera en un duro ejercicio de memoria.

El enemigo está dentro. Estas son tan sólo tres o cuatro ideas mal hiladas y peor escritas, pero si tuviera que lanzar un mensaje al mundo sería este: el enemigo está dentro y está por todas partes. Y por eso está bien recurrir a Gramsci, porque hay una revolución por hacer. Y esa revolución vendrá desde lo más profundo de la pirámide demográfica o no vendrá. Olvidaos de los congresos, olvidaos de los manifiestos: el único modo de salvar el futuro que queríamos tener es armarnos, plantar cara, publicar más y mejor, perder dinero a espuertas y competir. Competir como si no quedara otra cosa que hacer en este mundo. Competir no para ganar, porque se antoja complicado que nosotros podamos ganar a estas alturas, pero sí para hacerles perder. Y que de sus cenizas salga, esta vez sí, el futuro que ha nacido de una maldita vez.

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