José Martín
Zozobran las palabras
5 min readJan 25, 2016

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Hablando de sentimientos

Celos, Julio Romero de Torres

Es fácil escribir de sentimientos, de ideas fatuas y de ensoñaciones varias. Es más jodido escribir de cosas ¿tangibles? Por ejemplo: Un día, regresando hacia casa, esperaba pacientemente en la parada del autobús. Atrapado con el último libro de Mendoza (Eduardo), me percaté tarde de que el autobús estaba recogiendo al último pasajero y bloqueando las puertas. Fue cerrar el libro y salir disparado como Jesse Owens. Echando bocanadas de pleura, llegué a la siguiente parada segundos después que el autobús, que, ante la ausencia de pasajeros, no se detuvo. Mantuve el ritmo, tampoco me detuve, y aceleré el trote cochinero hasta sentirme de nuevo como un galgo. Pero la liebre tampoco se detuvo en la siguiente parada, y, aunque no aminoré, un semáforo cambiando a verde hizo que el autobús acelerase. Afortunadamente, también estaba verde para los peatones, y corrí sin desfallecer hasta la siguiente parada. Juro que lo tenía, pero la correa de un can me llevó al suelo. Fue cuando debí de perder el libro, pero sabiendo que no era el testigo de ninguna carrera de relevos, perseveré en mi intención de continuar la galopada contra el autobús. Me zafé de la correa, aparté al chucho y grité a su dueño tanto como él a mí mientras me incorporaba, magullado y desorientado. Pero mi presa parecía cebarme, detenido en un stop, intermitente a la izquierda. Localizado, aún me pareció posible alcanzarlo, y lo hice, pero el conductor, un hombre recto, se negó a abrir las puertas sin estar en una parada reglamentaria. Se introdujo en la calle girando a la izquierda, a una velocidad razonable, aun en mi estado, pero hube de frenarme y retroceder tras zigzaguear entre varios coches que me pitaban. Cuando vi posible cruzar, el autobús ya me sacaba diez cuerpos (de los suyos); era casi imposible ganarle terreno en esa vía abierta. Y casi lo alcanzo de nuevo en la siguiente parada, pero perdí un zapato. Solo malgasté tiempo para echar la vista atrás y ver cómo se perdía en un charco. Cojo, maltrecho, sin libro y sudando como un gorrino, llegué a mi casa. Le conté los últimos diez minutos de mi vida a mi amor, tratando de aliviar mi aspecto con el siguiente argumento: «Pero lo bueno es que me he ahorrado el billete». No debió de impresionarle, pues esto me replicó: «¡So gilipollas! ¡Haber corrido detrás de un taxi! Te habrías ahorrado el triple».

Nada es lo que parece hasta que alguien te abre la mente, ¿verdad? Muchos problemas tienen solución cuando ya no hay problema. Y muchos problemas no son más que un vaso de agua en el que uno se ahoga obcecado en resolver cuestiones triviales. Nada, es lo que parece, pero, realmente, no nada, sino que uno se hunde en obsesiones que no llevan más que al punto de partida. De hecho, meses más tarde volví a perder otro autobús, esa vez en la otra punta de la ciudad, y sin ninguna prisa. Entonces no me pilló leyendo, sino contestando con la mirada la sonrisa de una quiosquera que atendía pacientemente a una señora que compraba cromos para el nieto, un zagal que entretenido rebuscaba algún reportaje entre las revistas de señoritas desnudas. Corría el mes de julio, pasaban las dos de la tarde y la quiosquera había comenzado a recoger el arsenal de coleccionables que había estado ilustrando la acera desde la madrugada. El autobús salió a la vez que la señora y el nieto se retiraban con su compra. La quiosquera, sin ningún miramiento y cortésmente, me preguntó si quería algo. Titubeando, acerté a inventarme una frase: «No, solo miraba». «Sí, eso se nota», me sacudió en un madrileño perfecto. «Pues nada, guapo, con esto y un bizcocho, aquí la menda cierra el quiosco hasta mañana las ocho». No sé si como consecuencia del calor, si idiotizado que estaba por los abanicos que daban sombra a sus pedazo de ojos o por la gracia que me hizo su donaire, le lancé un rugido: «Conozco un bar donde ponen unas tapas cojonudas». ¡Coño! ¡Que nos despachamos una ensaladilla rusa y unas gambas en Casa Lope! Cayeron también unas rondas de cerveza. Entre caña y caña nos fuimos conociendo. Eva, que así se llamaba, llevaba el quiosco ese mes de julio mientras sus tíos estaban de vacaciones en Gandía. Le servía para sacarse unos euros a la espera de un curro decente. Era licenciada en Bellas Artes, colaboraba esporádicamente para algunas agencias, pero llevaba formalmente más de cuatro años en paro. En ese tiempo se había dedicado a preparar una exposición. Guardaba las obras en un viejo sótano, próximo a donde estábamos. Me invitó a verlo. Le estaba expresando mi admiración, cuando sonó mi teléfono: era mi amor. Había perdido la noción del tiempo; desvié mi vista hacia un ventanuco que dejaba pasar el rojizo del atardecer mientras Eva me miraba extrañada: «¿No lo vas a coger?». «Sí, mi amor. Perdona, mi amor. Sí, un cliente. Sí, ya sabes, mi amor. Sí, vale, luego te llamo. Hasta luego, mi amor». Al colgar, Eva se había volatilizado. El sitio era pequeño, no más grande que un apartamento y completamente diáfano. Por mucho que la llamé, no hallé respuesta. ¡Debía de ser una broma! «¡Eva!». Nada, era en vano. Me había dejado encerrado en aquel sótano con olor a Titanlux. A media noche, desesperado, llamé a mi amor: «No te lo vas a creer…». Mi amor, experta en cerraduras, se presentó media hora después. Lo que argumenté tampoco le impresionó esta vez, pues esto fue lo que me respondió: «¡Mira que eres gilipollas! Si en vez de correr detrás de una loca bohemia hubieras corrido detrás del autobús, te habrías ahorrado esta vergüenza. Pero mira, una cosa está clara: te has ahorrado unos condones; hoy duermes en el sofá. Y ya hablaremos mañana. ¡Ah! Por cierto, aquí no pintas nada».

Ella siempre tan sardónica, pero en el fondo tiene razón, no pinto nada con ella y tengo que admitirlo, aunque me duela dejar la relación.

¿Ven como al final les he acabado hablando de sentimientos?

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