José Martín
Zozobran las palabras
5 min readMar 13, 2016

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Reconociendo mi ignorancia en un tema más: la informática

Computadora PDP-12, de la compañía Digital

Bueno, pues ya está culminada la aventura de esta semana: un ordenador de segunda mano con un sistema operativo nuevo y listo para cacharrear. No ha sido gratis: setenta euros el trasto (portátil con procesador Centrino, RAM de medio Gb y ochenta Gb de disco duro), más unas cuantas horas de paseo elefantino en cacharrería. Por algo se empieza.

El resultado es el esperado, junto a algunas horas de aprendizaje elemental (que no fundamental, desgraciadamente). Lo primero que aprendí es que un archivo .iso (un archivo imagen, lo llaman) “te suplanta” la información de un pendrive y lo hace inservible para tareas que estuvieras realizando con los archivos que ahí tuvieras guardados. Pero, como me quedaba reciente la información sobre los discos duros destruidos de Bárcenas, que fueron formateados treinta y cinco veces (además de rayados), recordé también que los soportes fisicos (el pendrive lo es) no tienen por qué perder la información lógica mientras no se altere su estructura material; es decir, que no sean dañados físicamente. Realmente lo comprobé cuando, tras el primer intento de pasar la imagen .iso del sistema operativo al pendrive (con comando dd, no con imagewriter, que no lo localicé), a éste lo expulsé del pc donde ahora escribo (un humilde Ubuntu 14.04 + Windows 10) y lo introduje en un puerto USB del flamante Centrino de segunda mano: “Imposible leer el formato RAW de este dispositivo”, o algo así rezaba un mensaje del Windows XP en el Centrino. Raudo, consulté qué rayos era eso: Al parecer, un sistema de formato de datos de bajo nivel; algo así como cercano al lenguaje máquina. ¡Bueno! Al menos había datos (¡ignorante de mí!).

La primera noche consistió en una búsqueda por la Red de soluciones con las que pudiera recuperar esos datos para hacerlos legibles. Tras una primera hora infructuosa, cedí a la tentación de consultar en una empresa de recuperación de datos. Era para Windows, así que reinicié en Windows 10 y me descargué un ejecutable de una versión gratuita. Descubrí que sólo me recuperaría un Gb (el pendrive debía de guardar más de veinte), pero, bueno, no perdía nada por intentarlo. Y, efectivamente, no halló nada más recuperable que archivos que iban con la .iso. No obstante, como en informática me muevo más por ideas mágicas que por conocimiento — como debe haber quedado claro a estas alturas — , me dije: “¡Pero qué diantres! Si hay que pagar en Windows, es probable que en GNU/Linux haya algo por los foros que sólo requiera atención, un gramo de inteligencia y audacia”. Y me puse a ello.

Para mi desgracia (puede que también para quienes aún esperasen sacar algo en limpio de este post), no guardo las acciones de lo que hice, pero les aseguro que logré salvar los datos. No sin antes cargarme el entorno gráfico de Ubuntu. Cuando uno está tan perdido en la shell, se lía a probar comandos GNU/Linux hasta que da con algo que parece funcionar. Y eso pareció. Pues, cuando estaba casi seguro de que contaba con la secuencia de comandos (programas Testdisk y Photorec), caí en la cuenta de que el sistema de Ubuntu apenas contaba con espacio en disco. Por tanto, tuve que buscar una solución para acceder a la partición NTFS (de Windows 10), con espacio suficiente. No me pregunten, pero en su momento no supe y, por tanto, no pude dar más espacio a la partición de Ubuntu en el disco duro; quizá porque Windows 10 aún estaba en pañales y no se sabía a ciencia cierta cómo hacerlo mejor. El caso es que esa misma noche averigüé cómo montar la partición de Windows para crear allí una carpeta (creé el directorio /mnt/spider). Carpeta o directorio donde en un par de horas se acabaron salvando los datos de mi pendrive. Eso sí, aparentemente, pues desde Ubuntu me fue imposible “leer” los archivos transferidos a esa carpeta desde el puñetero pendrive. Y aparentemente porque era tarde, me quedaban cuatro horas de sueño posible a lo más y habría de esperar a la noche siguiente.

Durante el día gozo de buena salud física, emocional y social, que se dice, con lo que pude soportar — no sin cierta preocupación de vez en cuando — la espera sin excesiva ansiedad. Y esa noche descubrí que, efectivamente, los datos estaban a salvo en la partición de Windows (con otros nombres y en carpetas deslavazadas), pero estaban, y no sólo los correspondientes a la .iso del sistema operativo que quise tostarme en el pendrive. ¡Buf! (de buffer). Desgraciadamente, como les comenté en el párrafo anterior, me había cargado el entorno gráfico de Ubuntu. Para más inri, me había quedado sin memoria en la partición de Ubuntu y no pude instalar el entorno Gnome, ya que Unity, el entorno que usaba, no iba. Aún peor, gasté todo el espacio de la partición y ni siquiera pude instalar LXDE (Lubuntu), cuando caí en la cuenta, tarde, de que era más liviano que Gnome. Y, para colmo, aunque podía pasar los archivos (imágenes, sonidos y, sobre todo, documentos) de mi carpeta personal (/home) a otro directorio, ni siquiera quedaba espacio para crear carpetas. Se estarán preguntando si podría haber montado otro pendrive para descargar ahí esos datos de mi carpeta personal. Sí, podría haberlo hecho, pero era tarde, no tenía otro pendrive a mano en condiciones. Se preguntarán también si no podría haber movido esos archivos a la carpeta donde salvé los datos del pendrive, aquélla que creé montando la partición de Windows. No, no pude hacerlo de nuevo. ¿Por qué? No lo sé, lo cual es la esencia de este post. Así que perdí valiosas horas de sueño esa noche buscando soluciones a esto último. Y dejé una gota de paciencia para el día siguiente, en que acudiría a comprar un pendrive.

Pero lo pensé mejor. O sea, sí, compré el pendrive (compré dos, gualtrapas, qué más daba), pero decidí que me iría mejor para crear ahí un disco de Ubuntu (LiveCD, aunque debería llamarse LivePD — Pendrive, PD — en este caso). Y fue lo que hice esa tercera noche: tosté la imagen de Ubuntu (que tenía guardada en Windows) en el pendrive gualtrapa, cambié el boot de inicio en la Bios y arranqué Ubuntu en modo “livecd”. Ya ahí pude acceder tranquilamente a la carpeta personal vieja (/home) y copiar mis preciados documentos (posts pendientes, documentos de trabajo y poco más, pero preciados). ¡Albricias!

Lo que siguió no tiene ya ninguna gracia: reinstalé mi sistema Ubuntu y por fin arranqué el portátil de segunda mano con el nuevo sistema operativo.

Un día después compuse este relato, que es el que les muestro. Y antes de finalizarlo, querría enumerarles algunas conclusiones sobre esta experiencia:

1. Aunque crean moverse en arenas movedizas cuando hurgan en informática, todo es posible en GNU/Linux. Gracias especialmente a Internet.

2. No obstante, antes de tocar nada, infórmense mejor.

3. Salvo que usted sea un genio, hay ciertos aprendizajes que se producen mejor si se ha estudiado de manera sistemática, de acuerdo a un plan formal, que si se hace de forma autodidacta, máxime cuando hay que recurrir al ensayo-error in extremis.

4. Y, a pesar de lo dicho, es imposible saber de todo.

PD: Una maravilla el portátil con el S.O. PicarOS, basado en Ubuntu, una distro de Debian. Muy recomendable para equipar centros educativos sin dejarse el presupuesto de varios años en el intento. Aquí les dejo el enlace a MiniNo, donde encontrarán más información. Y aquí un vídeo donde se exhiben algunas de sus posibilidades.

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