No es inteligente todo lo que se hace llamar Smart (II)

Andreu Belsunces
6 min readFeb 4, 2015

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Confort contra control

Que el uso que hacemos de internet no es del todo privado no es ninguna novedad. De hecho, como cuando vemos la TV soportando la publicidad a sabiendas de que eso es lo que nos evita pagarla, existe en la red una suerte de pacto tácito de gratuidad donde los usuarios aceptan ceder ciertos datos a cambio del uso de ciertos servicios[1]. Muchas personas afirman no tener nada que esconder, y de todos modos, el promedio ciudadano no se considera lo suficientemente “importante” como para que alguna de estas empresas que poseen datos sensibles sobre ellos haga un uso indebido. Se sienten vigilados pero no les importa, porque en principio esto no tendrá ninguna consecuencia directa.

En eso hay algo de cierto: el valor de un solo “data point” es muy bajo, pero su precio aumenta cuando se tienen datos sobre muchos usuarios, y más aún cuando provienen de servicios distintos. Es en el cruce de datos, por ejemplo, de gasto por producto, precio, frecuencia, ubicación geográfica, pautas de relación en redes sociales y rasgos demográficos de los clientes cuando se genera un valor por el que las empresas están dispuestas a pagar, y mucho. Es aquí donde se hace una monetización de nuestras actividades cotidianas.

La actual economía de mercado tiene una de sus patas en la idea de confort y comodidad, pero a menudo, cuanto más se delega en los objetos, organizaciones o empresas, menos control se tiene en los procesos implicados. Esta delegación entre cliente y proveedor (entre tú y Google Earth, por ejemplo) es regulada por instituciones legislativas a distintos niveles. El problema es que estas tecnologías han aparecido a tal velocidad que han obligado a los legisladores a ir a remolque, y se han cometido abusos. Las grandes empresas del sector digital, en la medida que inauguran nuevos horizontes, tienen un enorme poder de configurar realidades, a las que los distintos implicados (incluidos nosotros) hemos tenido que ir adaptándonos.

El poder de los objetos sobre las personas

Las máquinas y los mecanismos -virtuales o tangibles- de los que están hechas, tienen lo que en filosofía se llama “agencia”, es decir, capacidad para actuar en el mundo. La disposición de una cámara en un ascensor (que esté visible en lugar de oculta, por ejemplo, o que tenga un cartel avisando de su presencia) puede modificar el comportamiento de las personas que van en él. El formato de un texto puede facilitar o dificultar -en función de las ganas que quienes lo publican tienen de que sea leído- su lectura. Cuando entramos en una web y clicamos en el anuncio en lugar de en el botón que nos interesa, es porque el diseño está pensado precisamente para ello: la aparente disfuncionalidad devela la verdadera función de ese diseño en concreto[2].

Por lo tanto, cuando delegamos en los objetos, estamos dejando que ellos realicen una serie de procesos por nosotros. Ahora, ¿qué pasa durante esos procesos[3]? Hablamos por Skype con nuestros seres queridos que están lejos, pero, ¿qué sucede con todas las horas de vídeo que generamos? Usamos el correo electrónico para trabajar, pero ¿dónde se quedan todos nuestro historial? ¿Quién tiene acceso a él? Registramos toda nuestra vida en fotografías, pero ¿qué sucede con las que, por no guardar en la memoria del teléfono, almacenamos en la nube? En parte, todas estas preguntas hallaron respuesta cuando en junio de 2013 Edward Snowden filtró que la NSA tenía acceso a todos esos archivos que nosotros pensábamos que estaban a buen recaudo, o cuando en septiembre de 2014 un hacker publicó fotos de distintas famosas en situaciones comprometedoras.

A medida que estos escándalos tienen lugar, la población en general va tomando conciencia de lo delicada que es parte de la información que crea, comparte o almacena, y aunque es un tema cada vez más presente en la opinión pública, hay todavía mucho desconocimiento.

Del pensamiento a la práctica: once enfoques

En este debate sobre privacidad, seguridad, vigilancia y control, han ido apareciendo no sólo voces sino iniciativas y productos que desde la práctica, plantean alternativas éticas y respetuosas. Algunos ejemplos: en cuanto a hardware, Cryptophone[4] es un terminal donde todas las comunicaciones son encriptadas, o en otro tipo de línea ética, más enfocada a la sostenibilidad y el comercio justo, existe Fairphone[5], un smartphone fabricado en entornos alejados de los abusos de la minería, la contaminación o la explotación laboral de los países en vías de desarrollo.

Aunque de momento no existe ninguna red social que pueda hacerle frente a Facebook (con todas sus ramificaciones), poco a poco han surgido alternativas como Diaspora, y recientmente ha aparecido también Ello[6], una plataforma donde los usuarios no son monitorizados y por lo tanto, sus datos no son vendidos a los anunciantes.

A su vez, recientemente también han surgido multitud de pluggins para navegadores que o bien bloquean las cookies, garantizan la privacidad en la navegación o informan sobre cómo los usuarios somos rastreados al navegar por la web. TheGoodData[7] es una extensión para Chrome lanzada en noviembre de este año, orientada a proteger los datos de navegación de los usuarios, y a donarlos a la empresa, si se desea, sabiendo que luego reinvertirá el dinero ganado en proyectos éticos. Por otro lado, Lightbeam[8] es un add-on de Firefox que visualiza las webs con las que interactuamos cuando navegamos, poniendo de manifiesto en qué medida somos monitoreados por webs de terceros.

En un sentido similar, existen proyectos que reflejan esta realidad aunque lo expresan no únicamente a través de la experiencia de navegación. La serie británica Utopia[9], a través de su estrategia transmedia ‘The Utopia Inquiry’, explora la idea de control y vigilancia a la que estamos sometidos día a día, y lo relaciona con una organización ficticia de la serie llamada “the network”. También en el campo de lo cinematográfico, el Tribeca Film Institute está apoyando ‘Do Not Track[10]’, un documental interactivo que investiga el monitoreo online y cómo la minería de datos y la personalización de internet nos afecta.

Por último, el campo del arte es un fructífero espacio de investigación sobre temas de control y vigilancia. Uno de los mayores exponentes a nivel internacional es Julian Oliver, cuyo trabajo se centra en redes informáticas, vigilancia y vulnerabilidad[11]. En el plano nacional, Joana Moll por un lado y Mario Santamaría por otro, son dos jóvenes artistas en cuyo trabajo la videovigilancia también es central. ‘AZ: move and get shot’ es el proyecto más ambicioso de Joana Moll, donde reflexiona sobre un sistema de videovigilancia colaborativa en la frontera de México con EEUU[12]. Por otro lado, Mario Santamaría explora plataformas donde se registran imágenes, modificando su discurso. Por ejemplo, en ‘This is a short kiss[13]’, hace una versión de la famosa fotografía de Robert Doisneau, ‘Le baiser de l’hôtel de Ville’ (1950) utilizando una web cam colocada por el ayuntamiento, que retransmite ese espacio en tiempo real por internet.

Dentro del mundo del arte, existen entornos donde se estimula especialmente el discurso crítico sobre el presente y la tecnología. El festival alemán Transmediale[14] es una referencia en el campo, y en la edición de 2015, su leit motiv será, precisamente ‘Capture All’, piedra de toque para que desde la creatividad y el pensamiento se reflexione sobre las consecuencias de la datificación del mundo.

Actualmente vivimos un momento donde el avance de las tecnologías está transformando multitud de sectores como el editorial, audiovisual, musical, el diseño industrial, la seguridad o el socio-sanitario, entre muchos otros. Ahora que se están desarrollando tantos dispositivos o aplicaciones ad hoc para tantas funciones, es importante conocer el contexto en el que estas tecnologías se han desarrollado y se desplegarán. Es importante tener en cuenta las tendencias que vienen dibujándose y comprender que no toda tecnología es buena, ni cualquier gadget llamativo tendrá el éxito que se espera, y tener presente que en la implementación de cualquier novedad técnica hay infinidad de mecanismos sociales que se ponen en marcha para encumbrarla o defenestrarla. Ejemplo de ello son las Google Glasses, que enseguida han generado rechazo entre un público que no quería estar expuesto a ser grabado o fotografiado en cualquier momento o lugar sin previo consentimiento. Lo mismo podría suceder con las Smart Cities, dependiendo del uso que los actores implicados hagan de los datos.

[1] Un proyecto que reclama que la monetización de los datos creados redunde directamente en los usuarios es Wages For Facebook. Es sugerente aunque discutible la idea de explotación que ensaya: http://wagesforfacebook.com/

[2] Debe aclararse que sociedad y tecnología son parte de un mismo sistema, y que dialogan y se reconfiguran mutuamente de formas muy distintas.

[3] En principio, lo que suceda con los datos personales está sujeto a los Términos y Condiciones de los servicios. Al respecto, el proyecto Terms Of Service Didn’t Read afirma que “he leído y acepto los términos es la mentira más grande de la web”: https://tosdr.org/

[4] http://www.cryptophone.de/

[5] http://www.fairphone.com/fairphone/

[6] https://ello.co/wtf/post/manifesto

[7] https://thegooddata.org/

[8] https://www.mozilla.org/en-US/lightbeam/

[9] http://www.thedrum.com/news/2013/01/15/c4-s-utopia-transmedia-series-focuses-consumer-data-issues

[10] http://storytellinginnovationlab2013.github.io/donottrack/

[11] http://julianoliver.com/output/

[12] http://www.janavirgin.com/AZ/index_about.html

[13] http://www.mariosantamaria.net/this-is-short-kiss.html

[14] http://transmediale.de/

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Andreu Belsunces

Understanding network-machine → post-digital cultures— collaborative practices — fiction scientist