No es inteligente todo lo se que hace llamar Smart (I)

Andreu Belsunces
5 min readFeb 3, 2015

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Las Smart Cities, el Internet de las Cosas o la gestión de datos masivos plantean infinidad de desafíos que deberán resolverse en un plazo relativamente corto

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Supongamos que es lunes por la mañana y tenemos una reunión importante que a último momento se ha aplazado 45 minutos. La cita está en una agenda compartida, y frente al cambio, nuestro despertador se ajusta automáticamente dejándonos dormir 45 minutos más y nuestro coche empezará a calentar automáticamente el motor, medio congelado por el frío, un buen rato después de los previsto. Esto sucederá siempre que no haya ocurrido ningún accidente en la carretera de camino a la oficina, lo cual sería reportado a nuestro sistema de dispositivos, que se coordinarían nuevamente para dejarnos dormir 30 minutos en lugar de los 45 iniciales, teniendo en cuenta que el accidente nos retrasaría 15 minutos para llegar a la oficina a tiempo.

Este es uno de los futuros escenarios que en poco tiempo podría plantearnos el Internet de las Cosas, cuando muchos de los objetos que nos rodean compartan información sobre su funcionamiento y sobre su entorno, coordinándose mutuamente para, en principio, hacernos la vida más sencilla. Este ecosistema inteligente será posible gracias a la transmisión de datos recogidos sistemática y automáticamente, que una vez agregados, correlacionados y procesados, generarán, supuestamente, un enorme beneficio para quienes sepan aprovecharlos. Cruzando datos de tráfico, consumo eléctrico, iluminación pública, contaminación, datos sociodemográficos, factores meteorológicos, o uso de smartphones pueden identificarse patrones y predecir fenómenos como embotellamientos, formas de consumo o incluso conductas criminales[1].

La cadena desde que los datos se crean hasta que se les saca el jugo es larga. Sensores de todo tipo, operadores móviles, servidores y data centers, empresas que conciben e instalan las infraestructuras que conectan los dispositivos[2], desarrolladores de software, redes sociales, administraciones públicas, biólogos, ingenieros, empresas de mobiliario urbano, compañías de marketing y publicidad, urbanistas, ciudadanos, o vehículos de distintos tipos, entre un largo etcétera, están imbricados en la densísima red de las llamadas ciudades inteligentes.

El ser humano como sensor móvil

Con la ubiquidad de los dispositivos móviles, nuestras actividades tanto públicas como privadas están crecientemente mediadas por multitud de servicios y compañías. Las conversaciones íntimas con nuestras parejas y amigos son registradas en las redes sociales, los recorridos que hacemos por la ciudad y son monitoreados por las aplicaciones a las que autorizamos el conocimiento de nuestra geolocalización, o el uso que hacemos de las bicicletas del sistema público de transporte recoge lo que algunos han considerado el petróleo de la era de la información.

Algunos de estos datos son solo accesibles para las compañías que los poseen, pero muchos otros pueden ser aprovechados por los propios usuarios. La tendencia al auto-monitoreo[3] es un filón que la industria de lo “smart” está exprimiendo con fuerza, especialmente en el ámbito de la salud y el cuidado. Pulseras que recogen información biométrica y se conectan con la báscula para hacernos entender la relación entre el deporte que hacemos y nuestro peso, o aplicaciones que vienen por defecto en el móvil para ver cuánto hemos caminado y comido a lo largo del día, u otras que, dándoles acceso a la cuenta bancaria nos informan en tiempo real en qué hemos gastado y cuáles son nuestros patrones de consumo.

El discurso que está detrás de estos gadgets es: “se más consciente de lo que haces, gestiona mejor tu vida, acércate más a lo que quieres ser”. Con ello, las empresas generan un beneficio en datos con coste marginal cero: conocer mejor los perfiles y los hábitos de las personas, una información muy útil, por ejemplo, para bancos o compañías de seguros[4].

El sesgo de la máquina

Uno podría pensar que los aparatos que usamos día a día son en sí mismos neutros e inocuos. Al fin y al cabo son “cosas”. Sin embargo, la realidad es que tras cada uno de ellos hay diseño, ingeniería[5] o programación llevada a cabo por personas. Y estos “technologists”, programadores o diseñadores responden a objetivos, formas de ver el mundo o maneras de entender el uso que nosotros, los usuarios, haremos de estos objetos. Las máquinas tienen poder para incidir en nosotros, y esto es especialmente cierto cuando hablamos de ordenadores, ya sean de sobremesa, portátiles o los que cada día llevamos en nuestros bolsillos.

Como cualquier herramienta, los ordenadores nos permiten hacer algunas cosas y nos impiden hacer otras, aunque muchas veces sería posible hacerlas operando pequeños cambios. Un ejemplo muy claro: no podemos hacer «no me gusta» en Facebook porque no existe esa posibilidad, aunque podría incluirse muy fácilmente. El hecho de que no tengamos ese botón dice mucho de los objetivos de la empresa que hay detrás, y de cuán sesgadas están nuestras relaciones en esa plataforma orientada, precisamente, a que las personas se relacionen.

A su vez, la manera en que los usuarios interactuamos con esta nueva generación de ordenadores intuitivos y gestuales está fuertemente influenciada por la tendencia a crear la ilusión de «falta de ordenador», de naturalizar el uso de estas herramientas hasta el punto de hacerlas imperceptibles[6]. Pero esto no sólo sucede con los terminales: la mayoría de las infraestructuras de la era digital son invisibles y tienden a serlo más. Las redes de fibra óptica que cruzan nuestras ciudades y océanos, los protocolos, servidores, líneas de código, o lenguajes de programación son centrales para que podamos acceder a internet y disfrutar de todos sus servicios, pero todos ellos responden a intereses muy distintos dependiendo de a qué actores e ideología estén ligados. Lo que sucede en esta enorme “caja negra[7]” determina la manera en que nosotros terminamos utilizando las tecnologías digitales.

Y aquí aparece la paradoja: paralelamente a esta invisibilización de las infraestructuras, sus plataformas (y todo lo que se hace llamar «smart») recogen información sobre el uso que se les da y en muchos casos se convierten en laboratorios de comportamiento, modificando los servicios y monitoreando la reacción de los usuarios en experimentos que podrían recordar a Pavlov pero en versión masiva.

[1] http://www.theguardian.com/cities/2014/jun/25/predicting-crime-lapd-los-angeles-police-data-analysis-algorithm-minority-report

[2] Una de las empresas que más impulsa (y por tanto está más interesada en el éxito de) las Smart Cities es CISCO Systems.

[3] Los informes anuales de Nicholas Feltron son un buen ejemplo del camino que puede tomar la tendencia del self-tracking a través de distintos tipos de servicios.

[4] Sobre venta de datos sanitarios es pertinente mencionar el caso de VISC+ en Catalunya http://www.cafeambllet.com/el-govern-vendra-les-dades-dels-pacients-de-la-sanitat-publica-a-empreses-privades/

[5] El Critical Engineering Manifesto considera la ingeniería como “el lenguaje con más poder de transformación de nuestros tiempos: http://criticalengineering.org/

[6] Para profundizar en cómo la percepción del usuario influye en el diseño de interfaces: http://contemporary-home-computing.org/turing-complete-user/

[7] Esta idea está más desarrollada en ‘Evil Media’, de Fuller & Goffrey (The MIT Press 2012).

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Andreu Belsunces

Understanding network-machine → post-digital cultures— collaborative practices — fiction scientist