Sobre el ego, el libre albedrío, la evolución y la atención

¿Qué tan libres somos realmente?

Santiago Sarceda
soltando ideas
8 min readOct 25, 2016

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Mi interés por el ego surgió al comenzar a comprender en mayor profundidad la base neurológica del funcionamiento del cerebro, los procesos bioquímicos de los neurotransmisores, el origen del universo, la mecánica cuántica y el principio de incertidumbre, la teoría del caos, la ciencia de la computación, la máquina de Turing y la posibilidad de una inteligencia artificial, las ideas, los memes, la formación de conceptos y el lenguaje simbólico, la psicología cognitiva y la ciencia de la atención como recurso limitado. Aparentemente cuerpos de conocimiento muy disímiles, pero que para mi sorpresa me dejan intuir cada vez más claramente un patrón que los une a todos.

Internet te permite eso, obsesionarte con un tema y no parar hasta no querer parar. Y yo todavía no quise.

La biología del cerebro

Para describirlo de la manera más concisa y simple posible, el homo sapiens se separó del chimpancé sumando un elemento esencial a la parte frontal de su cerebro, el córtex prefrontal. Es en esta región cerebral única a nuestra especie en la que una red de neuronas activadas al mismo tiempo forman ideas complejas. Cuantas más veces se active esa misma cadena, más fuertes se harán sus conexiones y más fácil será «llamar» a esa idea con pocos estímulos como carnada.

Al agrupar estas ideas o conceptos individuales en una organización de mayor complejidad, podemos hablar de “creencias”, “valores” o identidades subjetivas –yo– y colectivas –religión, raza, cultura, etcétera–. Y es particularmente esta capacidad de estructurar diferentes conceptos de forma compleja lo que nos diferencia, entre otras cosas, de nuestros antecesores.

Entonces, si una de las diferencias más consistentes entre nuestra fisiología y la de nuestros ancestros está en la parte frontal del cerebro, es lógico pensar que la complejidad de pensamiento que diferencia nuestro comportamiento del de otros animales esté directamente relacionada a esta nueva capa de complejidad biológica adquirida por nuestro cerebro. Y está claro que así es. Y para entenderlo en mayor profundidad, hay que entender las partes más primitivas del cerebro.

El cerebro reptiliano

El cerebro del reptil, uno de nuestros ancestros evolutivos más antiguos, responde a estímulos de su ambiente persiguiendo sus objetivos básicos de reproducción y supervivencia, formando así los “instintos primitivos” (miedo, hambre, seguridad, recompensa), instintos que hoy mismo nos acompañan desde el “cerebro reptiliano”. Estos instintos no son más que redes neuronales que desencadenan la exocitosis de ciertos neurotransmisores que a su vez devienen en determinados comportamientos (huir del peligro, comerse a la presa, copular y reproducirse).

El sistema límbico

Por sobre ese cerebro primitivo, la evolución continuó generando nuevas estructuras que atendían nuevas funciones, formando el sistema límbico, ocupado de acompañar a esos instintos básicos con una memoria incipiente e involuntaria que nos permite reaccionar muy velozmente a situaciones más complejas, ayudando a nuestros ancestros a “decidir” rápidamente si correr o no por su vida al oír un ruido extraño entre los arbustos de la sabana africana, decisión que se toma “instintivamente” (es decir, aún sin intervención del cortex prefrontal) ayudada por la experiencia heredada biológicamente a través de distintos sistemas como la amígdala, que amablemente nos sugiere que, por las dudas, siempre es mejor correr; porque en definitiva, un falso positivo siempre es mejor que no hacer nada si de correr por nuestra vida se trata.

El córtex prefrontal

El cerebro reptiliano junto al sistema límbico continuaron su evolución hasta llegar a lo que hoy conocemos como córtex prefrontal, que nos permite formar conceptos de mayor complejidad y transmitirlos más fielmente entre pares, imitando con mayor exactitud los pasos necesarios para memorizar y ejecutar el nuevo conocimiento adquirido.

Esta capacidad de imitar y formar ideas más complejas nos permite proyectarnos subjetivamente en el futuro, observar el pasado y posicionarnos en el medio como un actor que está -o cree estar- al mando de todo. Es en este momento de la evolución en que nace el ego.

El ego

Podemos caracterizar al ego como un narrador que es capaz de observar los “instintos” y aparentemente tiene hasta la capacidad de regularlos a voluntad. Pero… ¿A voluntad de quién exactamente? ¿Existe realmente un yo independiente del cuerpo biológico? ¿O cuerpo y mente son conceptos indivisibles? ¿Cómo trazamos una línea divisoria entre “cuerpo” y “mente”?

Una posible forma de pensar en una respuesta a estas preguntas es entender la fuerza o condición que hizo que inmediatamente después de producirse el Big Bang, los quarks -constituyentes fundamentales de la materia- interactuen de la manera en que lo hacen hasta formar protones y neutrones, para luego dar forma a átomos, estrellas, células, organismos, reptiles, mamíferos, cerebros e ideas es la misma condición o fuerza que en definitiva está en «control» de nuestros instintos y decisiones racionales: la evolución.

¿Es el ego una manifestación más de la fuerza evolutiva?

The Man Behind the Curtain

La evolución puede entenderse como un algoritmo cuyo producto crece en complejidad a medida que progresa en el tiempo.

El problema que genera este razonamiento es que deberíamos ser demasiado humildes para aceptar que en definitiva no estamos en control de nada y que simplemente somos un paso más en el proceso de ejecución de un algoritmo universal y único progresando a través del tiempo.

Y la lógica del pensamiento humano, quizá por su propia naturaleza, tiende a situar al ego por encima de todo: «Somos el centro del universo y el sol gira a nuestro alrededor»; «Somos los únicos seres inteligentes del universo»; «Controlamos completamente nuestras decisiones y nuestro comportamiento».

Tres respuestas egocéntricas a cuestionamientos filosóficos históricos y actuales. Una de ellas refutada hace varios siglos (no somos el centro del universo), la otra cada día un poco más confrontada por la evidencia (sabemos que en el universo hay miles de millones de planetas, muchos de ellos con las características necesarias para albergar vida, y sabemos que la evolución química que da origen a esa vida no es en definitiva ningún proceso mágico ni metafísico), y la última, una idea cada vez más debatida y reflexionada entre filósofos y científicos de distintas áreas de estudio. ¿Tenemos realmente control de nuestros actos?

Concretamente, varios experimentos confirman que la actividad cerebral correspondiente a la aparente decisión consciente de mover un brazo sucede posteriormente a la actividad cerebral que se corresponde al movimiento muscular en sí mismo. Es decir, nuestro ego, nuestra voz interior, nuestra consciencia, nuestra decisión, pasa del plano ejecutivo a una posición narrativa, descriptiva, analizando posteriormente todas nuestras acciones para darles sentido y sobre todo para continuar formando ese modelo mental que tenemos de nuestro propio organismo y su historia durante toda nuestra vida.

Y esto no sucede únicamente al realizar movimientos corporales voluntarios, sino que pasa con cada uno de nuestros pensamientos; si se plantea una consigna como “nombrar tres frutas”, ¿quién es quien decide qué tres frutas nombrar? Seguramente lo primero que se nos represente sea una manzana o una banana o cualquier otra fruta, pero lo importante es comprender que no existe instancia previa a esa primera imagen mental de cualquier fruta que hayamos imaginado. No hubo un momento en el que decidimos conscientemente pensar en una banana, para luego efectivamente pensar en una banana; simplemente pensamos en una banana.

Esta cadena de pensamientos es inquebrantable. Cada pensamiento surge porque antes existió una condición que propició su aparición: alguien pidiendo expresamente que pensemos en una fruta.

¿Entonces qué tan libre es el libre albedrío?

Podríamos decir que el libre albedrío en realidad no existe, que es sólo una ilusión; que todo nuestro accionar y la manera en que se desarrolló el universo desde el «inicio» hasta este momento puede estar determinado por una condición anterior.

Llamemos a este fenómeno evolución, simulación, destino, azar o suerte; llamémoslo como queramos porque el lenguaje objetivo que construimos desde este rincón del universo nos ata a una realidad que empieza a escaparse de lo que nos ocupa en este texto.

Y es este el momento en que el camino del pensamiento lógico se bifurca: O nos entregamos a un universo estático y predeterminado (determinismo), o creemos que somos la forma que encontró el universo de modificarse a sí mismo (libertarianismo).

¿Somos cúmulos de información que simplemente «existen», microsegundo a microsegundo, porque el tiempo no es más que una mera existencia continuada? ¿O somos un producto de la evolución siendo capaz de procesar suficiente información de su ambiente y de su experiencia en el pasado como para formar y proyectar un modelo de un posible futuro sobre el cual tomar decisiones para planificar cómo torcer su propio destino predeterminado, escapándose así de la fuerza evolutiva y tomando el camino del diseño inteligente?

El destino aprieta pero no ahorca

Después de leer un poco sobre psicología cognitiva y teoría de la atención, encontré una respuesta a esta disyuntiva en la idea del compatibilismo: no existe el libre albedrío absoluto en el universo, pero sí existe el libre albedrío «práctico», ese que nos permite actuar de determinada manera luego de procesar estímulos y hacer proyecciones gracias a nuestro córtex prefrontal.

La posibilidad de asignar a voluntad nuestros propios recursos de procesamiento -nuestra atención- es lo que aparentemente nos abre una ventana a la libertad. Es una ventana chiquita, que se despega apenas unos metros del ras del suelo, pero que se asemeja confortablemente a nuestra propia dimensión insignificante frente al universo.

La posibilidad de asignar a voluntad nuestros propios recursos de procesamiento -nuestra atención- es lo que aparentemente nos abre una ventana a la libertad.

Esta libertad es chiquita, limitada a nuestro entorno inmediato, a nuestras emociones, y a nuestros hábitos de pensamiento formados a su vez por nuestra historia personal y universal. Es chiquita, pero es una libertad al fin. Y es en ese estrecho lugar de maniobra que nos abre el córtex prefrontal y el manejo de nuestra atención ejecutiva lo que nos permite día a día girar de a poco el timón de nuestra vida.

Reformulando patrones

Empece este texto refiriéndome a las ideas como estructuras organizadas por ciertas reglas básicas, que nacen de un proceso biológico basado en el refuerzo de estímulos: Si un reptil ve una forma y su cerebro interpreta ese patrón como una idea etiquetada como «peligro», y corriendo tiene mas chances de sobrevivir, la evolución logra que generación tras generación, ese patrón se relacione directamente con los procesos bioquímicos necesarios para ejecutar el comportamiento que hizo que ese individuo pudiera sobrevivir y reproducirse: correr. Es decir, un input determinado (el patrón reconocido como peligroso) genera un output específico (acelerar la circulación sanguínea). Esta lógica se refuerza en el cerebro con cada iteración, formando así instintos y hábitos de comportamiento.

La libertad está en nuestra atención

La única forma de tomar el control de este proceso evolutivo unívoco, parece estar oculta en nuestro córtex prefrontal: nuestro sistema ejecutivo es capaz de imponerse por sobre nuestro sistema límbico, apaciguando instintos, estableciendo objetivos a largo plazo, planificando estrategias y colaborando con otros seres cognicientes.

Por eso resulta indispensable tener control sobre nuestra atención. Una tarea que merece un texto aparte.

En definitiva, el universo parece ser un gran flujo de información. Los átomos son información, el ADN es información, las ideas son información. El universo entero es un constante fluir de información y parece haber una única lógica que gobierna su ordenamiento. ¿Seremos realmente tan especiales como para lograr escaparnos de ese orden?

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Santiago Sarceda
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